Descarga de estiércol en el Teatro Nacional de Austria: la obra de Thomas Bernhard que enfrentó al país con su pasado nazi
El estreno de ‘Heldenplatz’ en el Burgtheater de Viena conmocionó a la sociedad austriaca en 1988. Por primera vez en 36 años se presenta un nuevo montaje en el mismo escenario y el director es Frank Castorf, emblema del teatro subversivo
“Todo es mucho peor ahora que hace cincuenta años”, dice un personaje de Heldenplatz (Plaza de los Héroes). Todo era peor, opinaba el propio Thomas Bernhard, porque en 1938 aún no se podía saber adónde conducía el Anschluss (la anexión de Austria al Tercer Reich), mientras que en 1988, cuando escribió la obra, ya lo sabían y el país negaba su implicación. Y esto no se decía en público.
En ese momento aún no se había abordado oficialmente la responsabilidad histórica y se imponía la tesis de que Austria había sido la primera víctima de Hitler. En 1988 se conmemoraba el centenario del Burgtheater, el Teatro Nacional de Austria, que coincidía con el cincuenta aniversario del Anschluss, y su director, Claus Peymann, le encargó a Bernhard una obra. El escritor lo rechazó con fina ironía (le propuso que montara una performance alternativa: colocar carteles en los establecimientos arianizados en el periodo nazi con la leyenda Este negocio está libre de judíos), pero pronto lo pensó mejor y accedió.
Antes del estreno se filtraron pasajes del drama (“Austria, seis millones y medio de débiles mentales y locos rabiosos”. “Hay más nazis ahora que en el 38″. “Ser judío en Austria significa siempre estar condenado a muerte”) y un tabloide local lanzó una campaña contra la obra que desató el mayor escándalo cultural desde la Segunda Guerra Mundial. Los pasajes se presentaron maliciosamente como opiniones personales de Bernhard, no partes de un diálogo, porque nadie había visto Heldenplatz. Pero daba igual, se trataba de Bernhard. Entre creer —porque era un acto de fe— a la prensa sensacionalista o a uno de los escritores en lengua alemana más importantes del siglo XX con una mordaz conciencia crítica antinazi, ninguno de los políticos que entró en escena lo dudó: el tabloide.
El presidente del país, Kurt Waldheim, pidió que la obra se cancelara porque era “un insulto grosero al pueblo austriaco” pronunciado por un dramaturgo que había “abusado de la libertad del arte”. El vicecanciller Alois Mock consideró “inaceptable sufragar con dinero público una obra semejante”. El excanciller Bruno Kreisky salió de su retiro en Mallorca para expresar que no se podía tolerar la difamación de Bernhard, y Jörg Haider, líder del partido de ultraderecha, parafraseó al escritor satírico Karl Kraus para acusar al director del Burgtheater: “¡Sacad a este villano de Viena!”.
La Heldenplatz de Viena fue el lugar donde una multitud de miles de personas aclamó a Hitler tras el Anschluss. Allí reside, en un ala del antiguo palacio imperial, el jefe de Estado, en ese momento Kurt Waldheim, que había sido elegido dos años antes en una polémica campaña: se reveló que había mentido en su currículum y que había sido miembro de las SA y oficial de inteligencia de la Wehrmacht en una unidad comandada por un criminal de guerra. Un expediente que Waldheim había ocultado cuando fue nombrado secretario general de la ONU y que cuando se hizo público en Austria no impidió que fuera elegido presidente.
Paradójicamente, la reacción iracunda estaba dando la razón a Bernhard en su denuncia de la corrupción moral. El resultado fue que la obra se estrenó el 4 de noviembre de 1988 con todo el papel vendido y bajo la protección de los antidisturbios. En la Ringstrasse se reunieron manifestantes y contramanifestantes, y un militante de extrema derecha partidario de Waldheim depositó una carga de estiércol de caballo a las puertas del Burgtheater. Al final de la función se escucharon abucheos apagados con 32 minutos de plausos.
Hoy el escándalo, no solo la obra, tiene su propia asignatura en la Universidad de Viena. También es material de estudio para una edición histórico–crítica de la Academia Austriaca de Ciencias (ÖAW). Su máxima responsable, Konstanze Fliedl, preguntada por el origen de la controversia y la posibilidad de que haya un ángulo muerto en la historia, dice: “Siempre ha existido la sospecha de que la editorial Suhrkamp y el director del Burgtheater promovieron el ‘escándalo’. No estoy de acuerdo. Hay que tener en cuenta el contexto contemporáneo (el asunto Waldheim de 1986, la animadversión contra Claus Peymann y contra el propio Bernhard, que a lo largo de su carrera había sido un crítico malicioso de la sociedad austriaca) para comprender que los resentimientos ‘patrióticos’, antiliberales, antisocialistas e incluso antisemitas encontraron una salida muy bien acogida demonizando la obra de Bernhard”.
36 años después se presenta por fin un nuevo montaje de Heldenplatz en el Burgtheater. En el soberbio escenario giratorio luce en letras góticas un neón gigantesco con una de las invectivas que escuchó Bernhard por la calle: “¡Deberían matarte!”. La adaptación se anunció sin ruido político pero con la incertidumbre por descubrir cuánto había arriesgado el director Frank Castorf en su lectura. El berlinés no decepcionó, y por eso los abucheos que se escucharon en la première sonaron a homenaje junto a los bravos y los aplausos (ocho minutos). Es la cuota esperable de los espectadores que no aceptan que la Heldenplatz de Bernhard se convierta en la Heldenplatz de Castorf. En la previa ya comentó que se sentía como Mick Jagger ante las críticas.
Castorf, puntal de la vanguardia escénica y la transgresión desde sus montajes en la RDA, un intelectual que cita con naturalidad a Marx y Trotski, combatió tras la caída del Muro la uniformidad cultural de Berlín al frente de la Volksbühne. Su versión es una interpretación libre que dura cinco horas y cuarto, un término medio —por si buscamos un sentido del equilibrio— entre sus habituales adaptaciones de siete horas de Dostoievski y las tres horas largas de la versión original de Peymann. Lleva la trama a Nueva York, pincha a los Ramones, Nina Simone y al rapero Bibiza, y funde la dramaturgia de Bernhard con textos de Thomas Wolfe y John F. Kennedy, que visitaron Alemania cuando se incubaba el huevo de la serpiente. De Kennedy rescata su diario secreto, el registro de sus viajes por la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler y de sus dudas ante el encanto de los tiranos. Castorf evita con sutileza el cabaret político, pero su obra advierte de la amenaza de los herederos del nazismo. “El fascismo”, dice el director alemán, “no tiene por qué parecerse siempre al fascismo que conocemos”.
Como es habitual en sus representaciones, el vídeo es clave. Ya lo empleó en los teatros de la RDA para esquivar la censura con proyecciones de última hora y lo desarrolla ahora, con un operador de cámara que graba en directo, para mostrar diferentes planos narrativos de la puesta en escena. Una pantalla gigante sube y baja en el escenario durante la obra convirtiendo el Burgtheater en un cine efímero.
Todo transcurre con una fotografía en blanco y negro como telón de fondo donde una multitud alza el brazo durante una manifestación del Partido Nazi, y que subraya el argumento original de Heldenplatz, un drama en tres actos sobre el duelo de la familia judía del profesor Schuster, que huyó del nazismo en el 38 y se suicida cincuenta años después en Viena convencido de que no ha cambiado nada.
Thomas Bernhard se encontraba muy enfermo cuando escribió la obra, murió tres meses después del estreno. Entonces se reveló la gran controversia final. Como el personaje que rompe la cuarta pared, el escritor lanzó su última ofensa: en su testamento literario decretó que ninguna de sus obras podría representarse, imprimirse o publicarse en Austria durante los 70 años que durasen sus derechos de autor. Pasada una década, su célebre editor en Suhrkamp, Siegfried Unseld, levantó la prohibición en una decisión aceptada por el hermano y heredero del escritor.
Siempre se le consideró un heredero de Kafka. Y como él, también tiene su testamento traicionado.
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