Thomas Bernhard ejerce como reclamo de su odiado Salzburgo
El festival de la ciudad utiliza como marca comercial al escritor que hizo de la crítica feroz a la sociedad austriaca el objeto de su obra
Más que sorprender, escandalizaría al escritor Thomas Bernhard (1931-1989) la contrariedad de haberse convertido en un reclamo comercial de Salzburgo. Proliferan los libros y los souvenirs del escritor austriaco en las tiendas del festival de música y teatro de la ciudad, incluso acaba de inaugurarse una exposición que lo retrata sonriente en las calles de “la pútrida ciudad inhumana”. Aunque la gran paradoja del propio Bernhard consiste en que su aversión a la ciudad de Paracelso, de Mozart y de Zweig le proporcionó un extraordinario recurso dialéctico en el retrato de la sociedad a la que abominaba. Por no haberse “desnazificado” lo suficiente. Y por haber convertido su festival en un ritual discriminatorio e hipócrita que Bernhard deploró y hasta vetó. “Su inhumana atmósfera provoca ahogo y nada más que ahogo”, escribió.
La muestra recupera, por ejemplo, la relación epistolar con el director del festival en 1972. Se llamaba Josef Kaut y le debieron sorprender las condiciones estrafalarias que Bernhard exige para la representación de El ignorante y el demente. Incluida la supresión de las luces rojas de emergencia. Necesitaba la oscuridad total en el desenlace, pero el oficial de bomberos se opuso sin importarle que Bernhard dispusiera el escarmiento de la suspensión.
La anécdota resume la hipersensibilidad y la suspicacia de las relaciones. No solo cuando Bernhard se convirtió en un dramaturgo corrosivo, iconoclasta y antisistema, sino desde muchos años antes, cuando lo rechazaron en el conservatorio del Mozarteum porque sus pulmones tuberculosos le impidieron tocar la flauta o convertirse en Papageno. Era la razón por la que escuchaba los ensayos de la óperas en la clandestinidad. Se agazapaba en los resquicios de la Felsenreitschule y cultivaba su repugnancia hacia los millonarios que habían aclamado a Karajan como una deidad pagana y asexuada.
Semejante aversión nutría la prosa y el teatro obsesivos y claustrofóbicos de Bernhard. Escribía contra Salzburgo, se vengaba de la amnesia que practicaban impunemente los colaboracionistas, vomitaba sobre la frivolidad de sus vecinos en sus veladas mitómanas y veleidades folclórico-eclesiásticas, pero el odio le abastecía con la recompensa de la creatividad. Bernhard repudiaba a Salzburgo tanto como Salzburgo repudiaba a Bernhard.
Parecía repetirse una vieja tradición a orillas del Salzach. Paracelso fue deplorado como un curandero. Mozart huyó instigado por la censura arzobispal. Y a Stefan Zweig le quemaron sus libros en una pira ejemplarizante. Salzburgo hizo las paces a título póstumo. Tarde, mal, incluso por razones crematísticas. Mozart es un caso insólito de sobreexplotación comercial, del mismo modo que la rehabilitación de Bernhard, expuesta a intereses literarios y mercadotécnicos, nunca se explicaría sin la “traición” de su hermanastro. Fabian se llama. Y obtuvo el beneplácito de la justicia en 1998 para corregir a su antojo las disposiciones testamentarias del literato. Incluida la que prohibía que sus obras pudieran representarse en el perímetro de Austria.
Reconciliación
Una fiesta para Boris, despiadada, alienante, forma parte de ellas y adquiere un espacio distinguido en la exposición, por ser la dramaturgia que el festival programó en 2007 como un argumento de reconciliación. Habían transcurrido 21 años desde la última vez que aceptó exponerse al escrutinio del público. Tanto le molestó el éxito de Der Theatermacher en 1985 que llevó más lejos su provocación en 1986 —Ritter, Dene, Voss— para formalizar entonces su repudio definitivo hacia Austria. Bernhard recaló de niño en Salzburgo. Nacido en Heerlen (Holanda), residió en Baviera hasta que su madre emprendió un exilio al que se adhirió el entrañable abuelo del escritor, Johannes Freumbichler. Que también escribía, como reflejan los textos más indulgentes de Bernhard.
Salzburgo aloja la sede de la Sociedad Internacional que lo custodia y le mima, del mismo modo que la edición festivalera de 2016 comprende un simposio y unas lecturas dramatizadas de sus escritos. Se hubiera opuesto Bernhard, probablemente, pero le habría complacido que la exposición contuviera una relación dialéctica con Peter Handke. Y no porque fuera de su generación —Handke nació en 1942— ni porque lo admirara —mantuvieron una relación fría—, o por compartir traumas familiares, sino porque el autor de La mujer zurda ha leído e interpretado verdaderamente el testamento de Bernhard, convirtiendo la literatura en un recurso incendiario, irritante, contra las convenciones, las correcciones y la hipocresía.
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