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CAFÉ PEREC
Columna
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El juego de la ampliación

Desde hace días descubro en calles, novelas y películas, todas ya vistas o leídas, detalles que en su momento no percibí

Un café en el Quai de L'Hotel de Ville, en Le Marais (París).
Un café en el Quai de L'Hotel de Ville, en Le Marais (París).Jon Arnold (Getty)
Enrique Vila-Matas

Esta mañana, he vuelto a ver The Imitation Game. Y he observado que, si en su momento me deslumbró la interpretación de Benedict Cumberbatch, no reparé en cambio para nada en la maestría del guion de un tal Graham Moore. A veces, el tiempo permite ampliar las visiones o los juicios apresurados. Para su biopic sobre Alan Turing creó Moore una tensa línea argumental centrada en los constantes obstáculos que encuentra un genio en su camino.

Juego a esto desde hace días: descubro en calles, novelas y películas, todas ya vistas o leídas, detalles que en su momento no percibí. Es como una especie de juego de la ampliación. De ampliación de lo visto y leído en el pasado. Un juego feliz si uno lo ve como una buena forma para desorientar a la angustia excesiva del espíritu por nada. Y, aunque el juego se parece a releer un libro, revisitar una película, o volver a pasar por una calle, la condición de éste obliga a incorporar la búsqueda deliberada de ese punto escondido que, horas, días, o años antes, provocó una mirada tan insuficiente. En el fondo el juego es serio, porque obliga a preguntarse por qué uno no vio según qué. ¿Lo vio años después porque su mente mejoró con los días? ¿O lo vio porque no puede ignorarse que lo visible es sólo parte de lo invisible? ¿O lo vio porque, a veces, en nuestros dorados prismáticos, el mundo toma la iniciativa de superarse a sí mismo?

A media tarde, camino de la Maison de la Poésie, me he plantado en el barrio del Marais, siete años sin visitarlo, y me han parecido más activas y locuaces que nunca las terrazas de la rue de Vieille-du-Temple. Siempre me había fascinado tanta locuacidad general, pero hoy no. ¿Qué puede haber pasado? Lo atribuyo en parte a mi impresión de que últimamente hablamos en exceso y que los diálogos son monólogos, por no hablar del chorro abundante de la producción literaria actual que consigue que cueste saber cuándo se convierten las palabras en palabra. Aun no sé cómo ha sido que hoy mi visión (de futuro, diría) se ha ampliado y he terminado viendo, en medio de la maraña general de Vieille-du-Temple, una mesa aislada en la que se veía a cuatro jóvenes hieráticos, radicalmente mudos, claramente unos severos enemigos de la charlatanería.

Últimamente hablamos en exceso y que los diálogos son monólogos”.

Por la noche, he hojeado un libro de entrevistas con George Steiner que creía saberme de memoria, pero he dado con un episodio, el de Princeton, que desconocía. Enseguida, desde que he sabido que Steiner lo consideró decisivo para su libro Lenguaje y silencio, he abordado el episodio. Había en él una puerta abierta y un grupo de matemáticos que trabajaba en una pizarra a una velocidad vertiginosa, escribiendo con una tiza fórmulas algebraicas topológicas. Eran japoneses, rusos, americanos. No compartían la misma lengua, pero se entendían en el silencio de sus pensamientos. Con la crisis de los diálogos y tal como está todo, me ha parecido una maravilla saber que hay todo tipo de comunicaciones fuera y más allá de la palabra.

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