Por qué arden las redes
La furia en internet solo confirma que en realidad no hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera en nuestra mismísima era digital
El año pasado, cuando Peter Dinklage interpretó a Cyrano de Bergerac, relacionó a este pendenciero y polemista brillantemente locuaz con el gran auge de las redes sociales. Y explicó que el filme, basado en la obra de Rostand, no iba sobre una nariz que afea un rostro, sino sobre los “temores interiores” que llevaban a Cyrano a no atreverse a confesarle su amor a Roxana por miedo a ser rechazado. Como se sabe, esos temores los encauzó Cyrano utilizando a un joven carente de ingenio para que le llegaran intensas declaraciones de amor a la bella inalcanzable.
La asociación de los “temores interiores” con el auge de las redes sociales resulta del todo evidente si nos concentramos en los muchos seres descontentos con su propia vida que combaten en la Red esos temores tras identidades construidas a su antojo. Llama la atención, por cierto, el caso de algunos anónimos —a buen resguardo, creen ellos— que han construido paradójicamente unas vidas más deshonestas de las que tenían, lo que, por supuesto, es responsabilidad suya y consecuencia de su escaso talento para construir.
A la hora de inventarse una vida nueva en las redes, el gran ejemplo que tenían a su disposición los descontentos con las suyas era Wakefield, el personaje de Hawthorne, al que la semana pasada Dora García definió a la perfección: “Un hombre que se marcha de su vida para verla desde fuera”. Ese precisamente era el sueño de Antonio Tabucchi, que sostenía que uno tenía que saber verse a sí mismo desde fuera, lo que ahora me recuerda que un aire muy Wakefield atraviesa los cuentos magníficos de Los divagantes, de Guadalupe Nettel (Anagrama), y que ese mismo aire parecía cruzar este domingo por la entrevista de Elsa Fernández Santos a Víctor Erice, donde éste evocaba un género de cine antiguo y genuino, basado en arquetipos, “el que trataba de la vida no tanto como es, sino como debería ser”.
No conozco, fuera del arte, una sola vida que haya sido como tendría que haber sido. Y en cuanto al ruido y la furia de las redes sociales creo que éstas sólo confirman que en realidad no hay nada nuevo bajo el sol, ni siquiera en nuestra mismísima era digital, que tal vez sólo sea —como le confirmara Tom McCarthy a Antonio Lozano en Librújula— la forma más avanzada de mostrarnos lo que la existencia ha sido siempre: una red de intercambios y transmisión de mensajes. Para el novelista McCarthy (no confundir con el cineasta), esto es algo que no puede estar más claro, dado que la literatura occidental nace en parte con una señal que cruza el espacio. En la Orestiada, Esquilo describe una serie de almenaras (fuegos que los griegos llamaron ángaros), señalizaciones que se extienden a lo largo de los quinientos kilómetros que separan Argos de Troya y que conforman una especie de red de telecomunicaciones, porque no son sólo hogueras, incorporan unos mecanismos capaces de generar códigos. Y bueno, recuerdo que ayer mismo, cuando por millonésima vez oí que “ardían las redes”, pensé: no es tan extraño, son las hogueras que ya ardían en la Orestiada.
Babelia
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