Las tumbadoras de Chano Pozo
El percusionista dinamizó el jazz afrocubano. Y su humilde instrumento es hoy parte del arsenal del pop
El culto a la muerte permea toda la música popular. Hace unos días, se cumplían 50 años de la desaparición de Gram Parsons y, más que de su formidable cancionero, se volvió a repetir la truculenta historia del robo de su cadáver y su incineración (incompleta) en el Joshua Tree National Park californiano.
En el caso del percusionista Chano Pozo, su existencia parece definida por ese día de 1948 cuando fue asesinado por un antiguo soldado puertorriqueño en un bar de Harlem, pocos días antes de cumplir los 34 años. Ese episodio aparece en libros, películas, canciones…
Nacido en un solar (el equivalente habanero de nuestras corralas), Luciano Pozo fue un joven problemático, que conoció reformatorios, comisarías y hospitales, un negrito al que sus coetáneos recuerdan como bajito y feo; a la vez se le consideraba como “guapo”, en el sentido cubano del adjetivo: peleón, arrogante, matón. Y se gastaba sus cuartos en ropa cara. Pero le redimía un don: bailaba, cantaba y tocaba. Tocaba las diversas tumbadoras, también llamadas congas: podía manejar hasta media docena, encajadas en una mesa. Y no era un instrumento cómodo: de fabricación artesanal, requería calentar el parche de piel de chivo para afinarlo.
Tenía además suficiente imaginación para componer temas que, escrupulosamente, registraba en la sociedad de autores de Cuba. Y eran grabados, por el propio Chano o por su mayor admirador, Miguelito Valdés, que triunfó con su rumba Blen blen. Pero esa creatividad apenas rentaba: tuvo las inevitables broncas con la editorial que gestionaba los derechos. Y un músico negro, aunque fuera tan popular como Chano, apenas ganaba dinero. Así que tomó la ruta que tantos cubanos han elegido: emigrar a Estados Unidos.
Desembarcó en 1947, en un momento perfecto: el jazz y la música afrocubana se hacían ojitos; así, las orquestas de Stan Kenton y Machito competían en el mismo teatro. Instalado en Nueva York, Chano inevitablemente conectó con los insurgentes del bebop. Fue Dizzy Gillespie quien le contrató para su big band. Hoy, cuando el latin jazz es un género mundial, cuesta concebir la tremenda audacia de todos los implicados. Ni Chano hablaba inglés ni sus compañeros conocían el español. Pero sí hubo entendimiento musical: los gringos adoptaron aquellos ritmos y se beneficiaron del talento compositivo de Chano. Con ellos grabó el inmortal Manteca; con el saxofonista James Moody estrenó Tin tin deo. Ambas piezas, se puede afirmar, suenan cada noche en escenarios de todo el planeta.
Chano nunca perdió su guapería. Hasta que humilló a otro guapo. Hay infinidad de versiones sobre el choque, pero mejor fiarse de Chano Pozo, la vida, el libro de Rosa Marquetti. Un suceso banal: Chano compró unos cigarrillos de manteca (marihuana) que resultó que contenían orégano. Abordó indignado al vendedor, al que abofeteó públicamente (y le arrebató los 15 dólares que había pagado). Este, apodado El Cabito, fue a por una pistola y volvió para vaciar su cargador en el cuerpo de Chano.
¿Y se acabó? No, Chano dejó una huella profunda tanto en Cuba como en Estados Unidos, donde solo estuvo año y medio. Cuando llegó, la tumbadora todavía era confundida con el bongó. Veinte años después, ya salpimentaba todo tipo de músicas, desde el soul al rock. Y allí sigue.
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