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Universos paralelos
Columna
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Cuando Harlem era capital mundial de la negritud

‘Harlem Shuffle’, un clásico del soul, sirve para bautizar el inicio de la serie de novela negra de Colson Whitehead

El escritor Colson Whitehead, en Barcelona.
El escritor Colson Whitehead, en Barcelona.ALBERT GARCIA
Diego A. Manrique

Hasta ahora, Harlem Shuffle era solo una canción. En realidad, una invitación a bailar eso, el Harlem Shuffle, mencionado entre otras danzas del momento (una jugada típica de las discográficas de los primeros sesenta, que buscaba conseguir aunque solo fuera una fracción del éxito logrado por el twist).

Destacaba su origen, no precisamente neoyorquino. Sus creadores, el dúo Bob & Earl, vivían y trabajaban en Los Ángeles; seguramente no habían pisado las calles de Harlem cuando, en 1963, lanzaron la canción. Que tuvo su versión más popular en 1986, con la interpretación de los Rolling Stones. Jagger y compañía eran conscientes del poder simbólico de Harlem y encargaron un risueño vídeo retro, mezcla de animación y acción real, con la coreografía de un hipotético Harlem Shuffle.

Ahora hay otro Harlem Shuffle: el último libro de Colson Whitehead (en España ha sido traducido como El ritmo de Harlem). Que también tiene querencias retro, por su conexión con las turbulentas novelas de Chester Himes y su implícita evocación del cine de blaxploitation. Pero Whitehead tiende a los sobresaltos en su literatura (recuerden las peculiaridades anacrónicas de su obra más difundida, El ferrocarril subterráneo, convertida hace un par de años en serie televisiva). Aquí el giro está en su insospechado personaje central, Ray Carney, propietario de una tienda de muebles en la Calle 125, hombre de familia con aspiraciones de ascensión social.

Pero esto es un thriller y resulta que Ray lleva una doble vida. Ejerce de intermediario entre los ladrones de Harlem y los peristas de otras zonas de Manhattan, un negocio iniciado con electrodomésticos que deriva hacia las joyas. Nada del otro mundo hasta que se ve implicado en un robo a las cajas fuertes del Hotel Theresa. El Theresa era un establecimiento popular entre la gente del negocio del espectáculo de visita en Harlem; saltó a la fama en 1960, cuando alojó a Fidel Castro y su séquito durante su paso por la Asamblea General de las Naciones Unidas.

No hace falta ser un habitual de la novela negra para imaginar que el golpe tendrá consecuencias graves. Ray se libra gracias a la intervención de un criminal veterano, Pepper, que fue colega de su padre y conoce todos los trucos para la supervivencia en las calles (un equivalente del memorable Mouse, el brutal machaca de Easy Rawlins en los libros de Walter Mosley).

La motivación de Ray es la búsqueda de la respetabilidad burguesa. En Harlem eso se mide por el dinero y la dirección de residencia pero también por la educación, la actividad profesional y, vaya, el matiz de la piel. Ray busca atajos y, en la segunda parte de El ritmo de Harlem intenta ingresar en el Club Dumas, donde se juntan muchos notables del barrio. Fracasa y apuesta por vengarse con una trampa sexual.

Harlem, entendemos, se mantiene por una rara combinación de corrupción, flexibilidad moral y la tolerancia del poder blanco. Hasta que el equilibrio se rompe por un asesinato policial, que despierta la ira de muchos negros. No es el caso de Ray Carney, que decide defender sus propiedades.

El último tercio de El ritmo de Harlem transcurre en 1964. Nuestro protagonista ha ascendido socialmente pero todavía se siente obligado a cuidar de su primo Freddie, un crápula de pocas luces. Por su bondad, Carney termina en el radar de los verdaderos poderes de Nueva York, las inmobiliarias que devoran antiguos edificios y distritos enteros. Y descubre que sus métodos son más expeditivos que los usados por los malhechores de Harlem. Lo sospechábamos.

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