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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El ejército secreto del pop

Los del Brill Building eran otro tipo de compositores. Escribían partituras pero pensaban en términos de discos. Discos audaces.

El compositor, cantante y pianista estadounidense Burt Bacharach toca su piano alrededor de 1968 en Los Ángeles, California.
El compositor, cantante y pianista estadounidense Burt Bacharach toca su piano alrededor de 1968 en Los Ángeles, California.Martin Mills (Getty Images)
Diego A. Manrique

La historia oficiosa del rock registra su propio diluvio universal a finales de los cincuenta. Una concatenación de desastres que iban de lo irremediable (el accidente que segó la vida de Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper) al disparate (la huida de Little Richard hacia la religión, al confundir el rastro celeste del Sputnik con un mensaje divino). Y luego estaban los choques que recordaban los límites del Sueño Americano, con Elvis Presley en el US Army, Chuck Berry camino de la prisión federal y Jerry Lee Lewis vetado por el escándalo de su matrimonio con una prima menor de edad.

Se suele retratar esos años como la revancha de la industria musical, que implantó un ejército de adonis con un repertorio flácido, que acabó con el espíritu insurgente del rock and roll. Un largo bache solo superado con la irrupción de los Beatles en 1962. Esta es una narración de decadencia y redención que incluso fue escenificada por los Animals en The story of Bo Diddley.

Ay, el rockismo: sufríamos de miopía musical. A pesar de que el pop tendiera a la industrialización y a los artistas banales, funcionaban detrás prodigiosos artesanos. En esos años oscuros, coincidieron fabulosos equipos de compositores en el Brill Building neoyorquino (es una forma de hablar: la mayoría trabajaba en otros edificios adyacentes de Broadway). Hablo de las parejas Jerry Leiber-Mike Stoller, Doc Pomus-Mort Shuman, Burt Bacharach-Hal David, Carole King-Gerry Goffin, Barry Mann-Cynthia Weill, Jeff Barry-Ellie Greenwich, Neil Sedaka-Howard Greenfield. Todos ellos judíos, pero eso necesitaría mucho más espacio para ser explicado sin sensacionalismos.

No fueron reconocidos en su tiempo, tal vez eclipsados por Phil Spector, un productor que vampirizaba su talento y tenía una inmensa capacidad para la automitificación. Algunos supieron reciclarse, caso de Carole King, luego prototipo de cantautora liberada y maternal. O de Mort Shuman, que lanzó el desgarrado cancionero de Jacques Brel en el mundo anglófono, antes de convertirse en figura del pop francés. Y la anomalía de Burt Bacharach, al que –por lo leído en la mayoría de las necrológicas publicadas estos días- nunca se entendió cabalmente.

Bacharach se parecía más a los autores de standards de la primera mitad del siglo XX que a sus compañeros de generación. En verdad, por edad y por (apabullante) educación musical, no encajaba con ellos: nada que ver con aquel white negro que celebró Norman Mailer. Nunca aspiró a ser un hipster ni desarrolló el paladar para distinguir entre su producción alimenticia y sus cumbres creativas. Con la avalancha de premios Oscar y Grammy, le malacostumbraron a potenciar su faceta más blanda, que quizás era su favorita, si hemos de fiarnos de su primer LP bajo su nombre, Hit maker! (1965).

El mejor Bacharach está en sus grabaciones con Dionne Warwick, que tenía ese pellizco en su garganta capaz de dar vida a las letras desoladas que escribía Hal David. Décadas después, en 2003, Burt intentó retomar la fórmula con otro vocalista negro, Ronald Isley, y le salió el disco más empalagoso jamás asociado con la ilustre familia Isley. Incluía The windows of the world, su canción contra la guerra del Vietnam, que resultó tan aséptica que su mensaje pasó desapercibido en su estreno de 1967.

Profesionalmente, Bacharach no vivió como una tragedia el asedio al Brill Building, protagonizado por aquel duende de Minnesota conocido como Bob Dylan (¡también judío!). Para entonces, las semillas de aquellos compositores habían prendido al otro lado del Atlántico: tanto los Beatles como los Rolling Stones grabaron temas del Brill Building en sus primeros discos. Y las chicas: Dusty Springfield, Cilla Black o Sandie Shaw encontraron allí pepitas de oro. Ninguna de ellas podía imaginar que aquel exquisito Burt terminaría criando caballos pura sangre en California.

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