La Ciudad Eterna también es infinita en el cine
Tras el neorrealismo, Fellini o Sorrentino, Roma protagoniza películas que se alejan del centro histórico y exploran sus lados sombríos, sin renunciar al poderío de su historia milenaria y su belleza
Todo el mundo conoce Roma. Y, sin embargo, ni sus propios habitantes terminan nunca de dominarla. Será porque “no quiere dueños”, como le avisaban al ambicioso Libanés en una célebre secuencia de la serie Roma Criminal. O, más sencillamente, porque tres milenios de historia han enredado un misterio tan extraordinario como indescifrable. Del imperio de los césares al que intentó más de una mafia; la belleza que quita el aliento y la basura que tapa la nariz; la poesía que escribían Sulpicia o Trilussa y la que diseñaban en el campo las botas de Francesco Totti; monjas y narcotraficantes, pinceladas y rayas, hechizos y atascos, el arte oratorio y el de apañárselas. Por todo ello —y muchísimo más— la Ciudad Eterna alimenta desde hace siglos un relato igual de interminable. Miles de libros, filmes o cuadros han intentado abarcarla. Prácticamente cada barrio tiene su película. Y siguen viniendo más: en el reciente festival de Venecia, hasta seis obras estaban centradas en Roma. Tantas lupas como para mostrar incluso rincones recónditos, sorprendentes y a menudo sombríos. El espíritu de Federico Fellini sigue ahí. Pero el cine hoy cuenta una visión menos mágica: la agridolce vita.
“Es una encrucijada de contradicciones maravillosas. Sacra, vulgarísima, difícil. Lo más alto y lo ínfimo. Todo este caos se mantiene unido gracias al sentido del humor. Roma te obliga a educarte en la ironía. Si no, te mata”, reflexiona Pietro Castellitto. No hay otra forma de explicar que mortacci tua (literalmente “me cago en tus muertos”) pueda usarse como expresión de cariño. O que una encogida de hombros baste para desacralizarlo todo. En la urbe donde nació hace 31 años, el cineasta ha ambientado tanto su primer largo, Los depredadores, como ahora el segundo, Enea. Y ha intentado, precisamente, elevarse a la vez que escarbaba bajo tierra. Porque su filme sigue al polluelo de una burguesía muy acomodada. Tanto que el joven busca en la droga, las fiestas y la violencia la linfa vital que el excesivo confort le chupa. He aquí todo el mal que oculta la Roma bien. O, como dijo Alberto Barbera, director artístico de la Mostra de Venecia, “la grande bruttezza [la gran fealdad]”.
Inevitable aludir a la obra de Paolo Sorrentino. Puede que, incluso, marcara un punto de inflexión en el retrato fílmico de Roma. El Oscar a la mejor película internacional —pocas ciudades, por cierto, han protagonizado tantos largos con estatuilla— le hizo un hueco en la historia del cine. Pero, de paso, dejó otras dos sentencias. De nuevo, era un forastero adoptado por la ciudad quien mejor conseguía narrarla. Tras Vittorio de Sica desde Sora, Fellini desde Rimini, o Pier Paolo Pasolini desde Santo Stefano: Sorrentino desde Nápoles. O Gianfranco Rosi, desde Asmara (Eritrea), capaz de encontrar en el documental Sacro Gra existencias peculiares al borde de la autopista que ni los autóctonos podían imaginar.
Quizás porque los hijos de mamma Roma no logran distanciarse de ella como para verla: demasiado fuerte su vínculo de amor-odio, como describe otro enamorado venido de fuera, Nicola Lagioia, en el libro La ciudad de los vivos. Con la espléndida excepción, eso sí, del romanísimo Roberto Rossellini. Además, de alguna forma, La gran belleza cerró un capítulo: complicado filmar mejor la hermosura decadente y gloriosa de la Fontana di Trevi, la Galería Spada o el Jardín de los Naranjos. Así que la mayoría del cine sobre Roma, desde entonces, se ha dedicado a otra cosa. Y a zonas e historias que apenas salen en las fotos de los turistas. Como la Piazza Mazzini vacía que atraviesa Nanni Moretti en patinete en una de las mejores secuencias de El sol del futuro. Es decir, la versión contemporánea de aquellas vueltas en vespa por la Garbatella, en Querido diario. Como el litoral de Ostia, el antiguo puerto, marginado e inundado por las pastillas en Non essere cattivo, de Claudio Caligari. O como la paliza real y mortal que la policía propinó a Stefano Cucchi, recuperada por el filme En mi propia piel.
En Una sterminata domenica, premiado debut de Alain Parroni, la grande bellezza solo se vislumbra desde lejos. Como un vistazo a cúpulas y tejados desde la colina del Gianicolo, tal vez la postal más sublime de la capital italiana. La cámara, sin embargo, se acerca hasta el día a día de sus tres jovencísimos protagonistas. No aspiran a levantar basílicas ni Coliseos: bastante complicado es construirse una vida. “Desde dentro, puede ahogar. Roma contiene una ambigüedad: te fuerza a confrontarte con el tiempo, no puedes ignorar la historia, incluso la cinematográfica. Te invade, puede suponer hasta cierto peso. Pero, a la vez, yo me crie en el campo donde no hay nada, en lo que llaman la periferia, y también estoy influido por los dibujos japoneses o las series de televisión”, apunta el director. Viene, pues, con una visión nueva, distinta. Heredera de Rómulo y Remo, pero también del anime. “Del neorrealismo a [la serie] Neon Genesis Evangelion”, lo resume él.
Lo cual se refleja en un filme tan vivo y caótico como sus personajes. Y en una Roma observada a través de sus ojos. “¿Qué habrá hecho toda esta gente para merecerse una estatua?”, suelta uno de los tres, escéptico ante tanta escultura. “Una experiencia sensorial”, definió la película Barbera en la Mostra de Venecia. Donde también se vio Amor, de Virginia Eleuteri Serpieri, que busca en el Tíber los recuerdos de su desaparecida madre; o Finalmente l’alba, de Saverio Costanzo, sobre la Cinecittà de los años cincuenta, cuna de sueños y grandes producciones de Hollywood, pero también de pesadillas y crímenes irresueltos; justo el actual renacimiento de los célebres estudios ofrece, por otro lado, la enésima muestra del infinito vaivén romano.
El mismo tema vuelve en Adagio, de Stefano Sollima, último trazo de su fresco (Roma Criminal, Suburra, ACAB…) sobre el lado más salvaje de la urbe. Y repleto de metáforas que contribuyen a explicarla. En la trama, el pasado de los padres hunde los hombros de las nuevas levas. Y, en la pantalla, las calles sufren constantes apagones y un incendio interminable acorrala la ciudad. Fácil pensar en Malagrotta y los demás basureros que ardieron estos años. O en los autobuses públicos que entraron en autocombustión. Escándalos locales, con ecos nacionales y hasta globales. Pero, cómo no, también motivos de chanza entre los lugareños, con comentarios como “Ataque en el corazón de Roma. Reivindicado por Atac [la empresa de transportes]” o “Desde Nerón no se veía algo así”.
He aquí otra clave: para bien y para mal, en Roma nada importa demasiado. Hasta el mayor de los problemas, en el marco de tan milenaria historia, acaba diluido y relativizado. La suciedad insoportable del Tíber hasta puede convertir en superhéroe a un pobre desgraciado que se cae al agua, como en otro celebrado largo reciente, Lo llamaban Jeeg Robot, de Gabriele Mainetti. Un tipo tan peculiar y huraño que, en lugar de pretender salvar al planeta, afirma: “A mí la gente me da asco”. De acuerdo, las pocas líneas de metro, el colapso cada vez que llueve o la amenaza de la gentrificación. Pero por aquí pasaron emperadores, invasiones barbáricas, revoluciones. No será para tanto. “Desde que tengo memoria los romanos dicen que la ciudad nunca ha estado peor”, apunta Castellitto. Y Parroni agrega: “Suceden tantas cosas que eso puede llevarte a no hacer nada, tiene que ver con la actitud romana. Por eso mis personajes al principio son casi espectadores de una película sobre Roma que continúa desde hace milenios”. Nadie, eso sí, se cansa nunca de verla.
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