Un nuevo ‘Camino de Santiago’ echa a andar en el sur de Italia
EL PAÍS recorre durante cinco días la Vía Lucana, una de las seis rutas que conforman un proyecto inspirado en el célebre itinerario español que busca reivindicar la zona más castigada del país y su patrimonio cultural, humano e histórico a través del turismo sostenible
En el pueblo de Tricarico están acostumbrados a las visitas. Por sus cuestas empinadas, el vaivén no cesa desde hace casi tres milenios. Griegos y romanos, sarracenos y normandos, la corona capeta y la aragonesa. Todos han subido la colina donde surge el municipio. Y han dejado sus huellas en palacios, tradiciones e incluso en el ADN. “Mi rostro no miente. Árabe”, lo resume Pietro Cirillo, vecino y músico, mientras acaricia las cuerdas de su guitarra. Estos días, en realidad, los invasores que más preocupan a los habitantes son los saltamontes. Pero hay otra llegada reciente que pretende hacer mella en este remoto rincón de la Basilicata. Y, de paso, en todo el sur de Italia.
Sus abanderados vienen en son de paz. En lugar de armaduras, arrastran mochilas. No piden obediencia, sino un techo y un plato apetitoso. Si acaso, una charla. Proceden del resto del país, pero también de Francia, Alemania o hasta Corea del Sur. Solo un puñado, por ahora, de España. Fueron al menos 3.600 el año pasado en el área, según la cifra más prudente de los organizadores. Es decir, un 25% más que en 2021. Y todos comparten el destino final: Matera, la perla que la Unesco protege desde 1993. Ahí deberán converger un día las seis vías del Camino Materano, que esboza en el fondo de la bota itálica un proyecto parecido al del Camino de Santiago. Naturaleza, aldeas, ampollas y compañía. Y, al final, el sello de la misión cumplida: la Compostela aquí se llama Testimonium.
Justo por el norte de España, de hecho, el sendero dio su primer paso, como relata Claudio Focarazzo, uno de los tres fundadores: “Lorenzo e Angelo [los otros dos] habían estado en Santiago. Los tres caminábamos mucho. Y quisimos crear una ruta para descubrir nuestro territorio, que cada cual hiciera por sus propias motivaciones, sin conexiones religiosas”. Se juntaron dos arqueólogos, un guía, muchas ganas y pocas certezas. Entre ellas, poner en valor la zona más castigada y menospreciada de Italia. Y renunciar a la financiación pública, para ahorrarse también sus injerencias. “Cuando lo comentamos a la Administración, se reían. Si hubiéramos esperado su apoyo, habríamos abierto en 2040″, agrega Focarazzo. Arrancaron, en cambio, en 2015, con su propio esfuerzo y el de una red de voluntarios. Desde este año, a la vía Peuceta y la Ellenica han sumado la Lucana, que EL PAÍS recorrió durante cinco días.
Señales pintadas con una bandera bicolor indican la ruta a seguir. Y acompañan al peregrino con constancia, salvo alguna desaparición repentina, mientras le recuerdan lo que le rodea. Verde, como bosques, prados o los 300 olivos que cuida el señor Francesco, 86 años de una envidiable forma que muestra a pecho desnudo. Y amarillo, como los campos de trigo, las alpacas y el sol, que machaca las numerosas partes expuestas del itinerario. Aunque no habría gama cromática capaz de dibujar la otra clave fundamental del Camino Materano: sus gentes. Y más en la Vía Lucana, que sube y baja por pueblos que no superan los 5.000 habitantes. No por nada el principal interés de los peregrinos es cultural (58%), según una encuesta interna. Hasta el punto de transformarlo, como informa Focarazzo, en la cuarta ruta de Italia por visitantes. Seducidos por el patrimonio humano, artístico e histórico.
Para enseñar su oferta, eso sí, el Camino Materano pide tiempo. Tomárselo con calma, saborearlo. Como enseñan los propios lucanos, al fin y al cabo. Las etapas no excesivamente demoledoras y las alturas leves —850 metros, la mayor— conceden margen, al menos en la Vía Lucana. Y, de hecho, Focarazzo cuenta que están pensando en reducir el recorrido. Por razones económicas: “Quien quiere estar dos o más semanas va a Santiago. Italia, por los precios, no puede competir”. Pero también para armonizar mejor las jornadas del peregrino.
Como ejemplo, la primera de la Vía Lucana: tras Tricarico, se sube a Serra del Cedro, con sus restos arqueológicos del siglo IV a. C. Se desciende, luego, hasta el Ristoro dell’Anno Santo: a primera vista, solo un bar y una gasolinera. Antaño capital, sin embargo, de la delirante república de su casa que fundó Michele Mulieri. Desertor anárquico, excesivo, imparable: bombardeó de cartas y quejas durante años todas las instancias del Estado italiano. Y a cada árbol que plantaba otorgaba el nombre de un oficial o funcionario que, en su opinión, le había saboteado la existencia. Finalmente, la vía se empina hasta Grassano, al que se accede cual forastero en un poblado del oeste. Por las calles desiertas y las ventanas cerradas, remedios contra el bochorno. Aunque hay otro aspecto que acerca a los lugareños al wéstern: nadie desenfunda más rápido la cartera para invitar. El foráneo pierde todos los duelos de generosidad.
Vincenzo Mazzone, a sus 62 años, dice que es imbatible también por aguante en bici. Aunque luce otro talento insuperable: contar historias. Y eso que los rivales, por estos lares, abundan. Cada vecino parece tener dentro un narrador. Lo sacan en las competiciones de brindis rimado, tradición que anima más de una velada. O en las serenatas que solían pedir, ante una casa donde se hubiera matado a un cerdo, que se compartiera tan preciado manjar. Pero, al duende innato, Mazzone suma entusiasmo. Y que, básicamente, se las sabe todas. Desde la torre normanda de Tricarico, ante valles y cerros a 360º, describe la encendidísima pelea entre los aficionados de San Pancracio y la Madonna del Carmen por establecer el patrono del pueblo. Perdieron ambos, por cierto. Y ganó el búlgaro San Potito, protagonista de otro relato de Mazzone: el poder quiso matarle, pero no había arma que sirviera. Hubo, finalmente, que cortarle la cabeza.
Quizás tan rico anecdotario sea otro fruto sembrado por tantos siglos de encuentros. En estas aldeas ya se nace como parte de un relato: un apodo define a cada familia. “Cabrito”, por ejemplo, para el voluntario Antonio Centonze y los suyos, debido a un antepasado que se agarraba con especial pasión al pecho materno. El viaje discurre así entre colinas y campiñas, pero también entre ecos de hijas humanas de vacas, dragones, hadas, el malogrado idilio de los Romeo y Julieta lucanos, cuadros malditos o conspiraciones.
La misma sangre cronista corría en las venas de Rocco Scotellaro, el escritor más reputado de la Basilicata. La inauguración de la Vía Lucana quiso coincidir con el centenario de su nacimiento. Un mural de su rostro, en la entrada de Tricarico, celebra al llamado “poeta de la libertad campesina”. Por su lírica, por novelas como Contadini del sud y, sobre todo, por su firme reivindicación de la realidad local.
El Camino Materano, de alguna manera, sigue su estela. Para atraer a nuevos turistas. Y, también, para invitar a los hijos pródigos a volver. A abrir hostales, restaurantes, tiendas. A creer, en definitiva, en sus raíces. “Los jóvenes del Sur tenemos una marcha más. Estamos acostumbrados a insistir, ir a por lo que queremos y conseguirlo”, tercia una camarera en Matera. Y aprovecha para recomendar a otra poeta local: Isabella di Morra.
Escenas parecidas se repiten a menudo. Y cada pueblo destaca sus unicidades. Tricarico sorprende con sus iglesias, sus máscaras y, también, su cultura culinaria. “Hay más carnicerías que habitantes”, bromea un cliente en fila en una de ellas. Pomarico presume de otro récord: 4.000 vecinos, casi todos músicos, en la estimación de uno de ellos, Giulio Dicanio. Miglionico, a escasos kilómetros, acaba de entrar en la lista de los pueblos más bonitos de Italia. Una hoja con el arcoíris, en un bar, informa del apoyo local al Orgullo LGTBIQ+. Y, en el castillo, el visitante puede revivir en primera persona la conjura de los barones contra el rey Fernando I de Nápoles en 1485.
Resulta tentador, desde luego, sumarse al bando autóctono. “En otros caminos, si empiezas solo también acabas así. Aquí, no”, tercia Centonze. El desconocido termina pronto por sentirse uno más. Se le cuida, se le pregunta, incluso se le regala: un café, un bolígrafo, infinitas lonchas de salame [salchichón] picante. El demacrado aspecto del viajero a su entrada en Grassano desata la alarma en un trío de vecinas septuagenarias: hasta la que lleva muleta se ofrece a ir a su casa a por agua; y una clase de autoescuela se paraliza para ayudarle a encontrar una dirección. En el bar Cryptulae, en el centro del siguiente destino, Grottole, las muestras de cercanía se renuevan: para apuntar los deseos de los comensales, el encargado se sienta un rato con ellos. Y un transeúnte, al pasar cerca, echa un ojo al libro encima de la mesa y proclama: “Es muy actual”. Con una sonrisa, sin más, se aleja.
La obra, en realidad, fue escrita entre 1943 y 1944. Pero se considera que, al narrar su exilio entre Grassano y Aliano, Carlo Levi acuñó una visión al fin menos estereotipada de la cuestión meridional italiana: el retraso, pero también la dignidad; el escarnio, junto con la magia; el tiempo que nunca llega y el que jamás pasó. Por decirlo con su título, Cristo se paró en Éboli (Pepitas de Calabaza). “Nadie ha tocado esta tierra salvo en calidad de conquistador, enemigo o viajero incomprensivo”, se lee en su arranque.
Las dos palabras más repetidas por aquí, según Levi: “nada”, como respuesta a qué se puede hacer para cambiar; y “crai” (mañana), como horizonte temporal siempre pospuesto. Hoy, los habitantes añaden otras definiciones: “Una tierra de la que nadie sabe nada; lugar de la eterna paciencia”. De aldea en aldea, los vecinos repiten una sentencia: “Los jóvenes que se marchan no vuelven”. Y la acompañan de hechos: muchos servicios se han ido mudando a Matera. Una de las razones —el difícil transporte es otra— por las que estos pueblos han perdido casi la mitad de su población. Carteles de “Se vende” cuelgan por todo el recorrido.
El noticiario en la radio, de fondo en un restaurante de Grassano, aporta otro motivo: uno de cada cuatro trabajadores del Sur cobra menos de nueve euros la hora. El dinero que prometían los enormes yacimientos de petróleo hallados en Basilicata apenas se ha visto, según lamentan muchos. Es cierto que la Región acaba de librar a miles de ciudadanos de pagar el consumo de gas. Pero nadie percibe aquí la presunta Texas de Italia. Si acaso, por lo que dicen, se ha notado en los bolsillos de la principal explotadora, Eni.
Y, sin embargo, a la vez, el orgullo autóctono sigue a cualquier queja o bufido. La hospitalidad. La gastronomía. La sonrisa inquebrantable. Los siglos de arte y mescolanza. La resistencia. Puede que la riqueza monetaria se acumule en rincones lejanos de Italia. Pero aquí sobran otros tesoros. Y aunque el Camino Materano pocas veces quita el aliento con la belleza de sus paisajes, sobre la mesa tiene muchos más ases que desplegar. Las telarañas, que abundan en varios puntos, ejercen de metáfora: a ratos pegajosas en exceso; pero admirables y, sobre todo, envolventes. Poco a poco, hasta que el viajero descubre que ya es tarde y estas tierras le han atrapado. Aunque la esencia del territorio solo se revela caminando. Precisamente el plan que concibieron los tres fundadores.
Aquí se viene a juntar pasos, aunque no muy deprisa. Y dando pie a que las cosas sucedan. A que una barbacoa en Tricarico devenga en performance poética: las salchichas que abrasa Antonio Carbone ya serían una forma de arte. Pero Pietro Cirillo añade cante y guitarra; Peppino Miseo se arranca a recitar los versos más sentidos de Scotellaro. Y hasta la noche cae despacio, como si no quisiera interrumpir.
Tres días después, Gianni Palumbo guarda para el final de una larga conversación su historia más preciada: la del naufragio del SS Utopía, que hundió unas 600 vidas, incluidos varios vecinos de Pomarico, frente a Gibraltar en 1891. Como el Titanic, pero sin su glamur: solo tres de los 821 pasajeros eran de primera clase. Todos los demás malvivían en la tercera, también porque la segunda había sido eliminada precisamente para hacinar a más desafortunados. De la investigación de Palumbo, aparte de un libro y alguna novedad, saldrá pronto la hermandad entre su pueblo y La Línea de la Concepción.
Es inevitable, ya que este viaje se realizó en plena ola de calor Caronte, asociar su relato con el barquero de los infiernos. Aunque su espectro sobrevuela el camino cada día, en cuanto el termómetro supera los 40 grados. De golpe, la insistencia de los fundadores para no viajar en julio cobra sentido. El turismo que defiende el Camino Materano es otro, sostenible. Frente a las playas colapsadas, el interior silencioso. Y una temporada alta opuesta a la habitual: de abril a junio y de septiembre a diciembre. En verano, bajo el sol, aquí no pasean ni los perros. Tanto que una joven de Tricarico percibe el escepticismo de su can. “¿Quieres salir más tarde?”, le pregunta. El animal, aliviado, regresa enseguida en casa. El zorro que yace descompuesto por el sendero días más tarde no tuvo esa oportunidad.
Se supone que el aumento de calor también dispara el canto de las cigarras: lo cierto es que el concierto, a ratos, se hace ensordecedor. Así lo explica por el camino Gianluigi Coppola, experto en supervivencia en contextos extremos. Esto no será el desierto, que él bien conoce, pero algo se le parecerá. Solo un espejismo, además, puede explicar una visión acaecida el primer día. Afueras de Tricarico. 39 grados. De golpe, por la carretera desciende un muchacho en patinete. Cuando se acerca, sus silbidos conforman la melodía menos esperada: ¡Jingle Bells!
Al final de la ruta, Matera también se vislumbra como una alucinación. A la vuelta de una esquina, de repente, se asoma una ciudad entera agarrada a una colina. Una miríada de casitas de piedra, un pesebre, desafiando a las laderas. Asombroso, como su evolución en las últimas décadas. Antaño, la llamaron la vergüenza de Italia. Miles de vidas excavadas dentro de las cuevas. Un cóctel de miseria y necesidad que se usó como prueba de que el Sur vivía anclado en la prehistoria. Se dice que fue, incluso, la foto que el presidente Truman enseñaba en EE UU para justificar la urgencia del plan Marshall.
Hoy, en cambio, Matera se ha vuelto símbolo de rescate. Y meta de un turismo cada vez mayor. Todos quieren ver este casco antiguo único, los llamados Sassi, patrimonio mundial. Para el caminante, el cambio también resulta chocante. De aldeas de otra época, con sus estrechos dialectos, a menús en inglés, voceríos en alemán, bistrots y souvenirs. En la heladería I vizi degli Angeli, un perro salchicha asoma cabeza, gorrito y pantuflas fucsia desde el bolso de una paseante. Eso sí, el granizado que sirven en la tienda merece su nombre: bien podría ser el pecado que se conceden las criaturas celestes.
“La escogimos como punto neurálgico porque representa la convivencia en armonía entre humanos y naturaleza durante milenios. Y también por su colocación geográfica en el centro”, asevera Focarazzo. Su elección en 2019 como Capital Europea de la Cultura aceleró el ascenso de Matera. Llegaron oportunidades, fama, dinero. Pero también gentrificación: solo una minúscula parte de los 60.000 habitantes vive en el centro. Desde los pueblos de la Vía Lucana, además, acusan a la ciudad de no haberles subido a bordo cuando despegó. Francesco Paolo Bianchi, materano, considera injustas estas afirmaciones. El camino, en todo caso, da voz a unos y otros. Y busca unir estas tierras en torno a sus fortalezas.
Focarazzo y sus compañeros prevén, en breve, pasar de seis a ocho las etapas de la Vía Lucana. Para las 23 prometidas, sin embargo, queda un trecho. Aún más difícil imaginar la inauguración de las tres vías que faltan. Bastante tienen, de momento, con cuidar lo que lograron. Y pulirlo, para disminuir, por ejemplo, los tramos sobre asfalto o evitar la subida de precios. Sin apenas fondos y apoyos institucionales, se avanza casi solo por donaciones y obra voluntaria. Pero también se retrocede, cuando la naturaleza invade los senderos y obliga a nuevas talas. Harán falta paciencia y tiempo. Espíritu de sacrificio y orgullo. La buena noticia es que, de todo ello, en el Sur de Italia van más que sobrados.
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