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Via Dinarica: la última aventura europea es un sendero que vuelve a unir Yugoslavia

Una única ruta de 1.300 kilómetros trata de juntar a través de la naturaleza los países que separaron guerras, religiones y algunas de las peores crueldades de la historia de Europa

Dinarica
Vista del lago Trnovačko, desde el monte Maglić, en Bosnia-Herzegovina.Tommaso Koch
Tommaso Koch

Desde el punto más alto de Bosnia-Herzegovina, el mariscal Tito aún observa las tierras que un tiempo gobernaba. Su rostro preside un memorial, a 2.386 metros, dedicado a “los combatientes” yugoslavos caídos en una de las grandes batallas de la II Guerra Mundial. Para un partisano como él, pocas cosas más bellas que la eterna gloria militar. A la mayoría de caminantes, sin embargo, la cumbre del monte Maglić les ofrece otro recuerdo imborrable: el que se despliega alrededor. Montañas. Bosques. Valles. Un lago. Prodigios allá donde la vista se pose. El expresidente fue el último capaz de mantener juntos a eslovenos, croatas, bosnios y serbios. Ahora, lo intenta la naturaleza.

Cuando murió Tito, en mayo de 1980, solo existía un país. Hoy, son siete. El propio Maglić, de hecho, junta y separa a dos: se sube desde Bosnia, se desciende por Montenegro. Pero, desde hace unos años, un sendero trata de reunir lo que política, religión y algunas de las matanzas más crueles de la historia dividieron. Una única ruta de 1.300 kilómetros por los Balcanes: de Eslovenia hasta Albania, un paso tras otro. La llaman Via Dinarica. Y uno de sus eslóganes sugiere que puede ser “el secreto mejor guardado” de Europa. No le falta razón. Eso sí, no solo en el sentido positivo.

No deben de quedar muchas aventuras parecidas en el Viejo Continente. Cimas solitarias, selvas silentes, lagos que en otros lares tendrían varios chiringuitos y aquí se entregan como patrimonio exclusivo al que los alcance. La cuenta de animales encontrados, tras cinco días de camino —solo por Bosnia-Herzegovina—, arroja la victoria a los cervatillos, por delante de las vacas y una quincena de seres humanos. Si algún lobo u oso se molestó por la invasión de su hogar, por suerte, no fue a reclamárselo al intruso. Durante largos tramos, el sendero es la sola traza de la civilización. A ratos incluso se esconde, o desaparece, tal vez intimidado por árboles y cordilleras. En una Europa invadida y revolucionada por el turismo, este rincón salvaje permanece intacto. Y regala al viajero la ilusión de pisar donde nunca antes hubo huellas.

Memorial con el rostro del mariscal Tito, en la cumbre del monte Maglić, en Bosnia-Herzegovina.
Memorial con el rostro del mariscal Tito, en la cumbre del monte Maglić, en Bosnia-Herzegovina.T. K.

Debe de hacer un tiempo desde que pasaran los propios cuidadores de la Via Dinarica. Puede que sea coherente con la historia de la zona: matices, grandes contrastes, en el pasado igual que hoy en su ruta estrella. Pero lo cierto es que el camino cruza una y otra vez la sutil línea entre excitación y frustración. Los escasos caminantes se muestran unánimes en su principal queja: faltan señalizaciones y, más aún, carteles. Cuando al fin se vislumbra uno, cerca de la cumbre del Velika Lelija, su flecha parece indicar hacia la dirección equivocada. Un ojo al GPS aclara la duda, pero lo que en una viñeta de Astérix engañaría a las tropas romanas aquí no tiene gracia: puede condenar a vueltas infinitas, horas extra de cansancio o, en el peor de los casos, a perderse. Internet tampoco puede acudir al rescate: la conexión es prácticamente ausente. Wouter Beliën, belga de 44 años, es el ejemplo de cómo acercarse a esta caminata: mapas descargados en el móvil e impresos, un amplio estudio previo y, sobre todo, una tienda. Ahí duerme la mitad de las noches, ya que las alternativas con techo tampoco abundan y conviene reservarlas con tiempo.

Fascinante, quizás, para quien busque la belleza de los Alpes, pero sin sus masas, su organización impecable y sus precios. Aterrador, sin embargo, para el que rehúya el imprevisto. Entre ambos modelos, debe de haber un punto medio. Y en ello están los responsables de la Via Dinarica. Aunque he aquí otra contradicción: en realidad, nadie está al mando. “Se podría decir que es una cooperativa”, reflexiona Thierry Joubert, montañero holandés que vive en Bosnia-Herzegovina desde la guerra de principios de los noventa e impulsor de este proyecto desde su origen —también preparó el itinerario para este reportaje—. Cuenta que los senderos siempre existieron, pero nunca fueron concebidos como un conjunto. Al parecer, en 2006 la idea empezó a circular online. Años después, adquirió su nombre actual. Y, desde entonces, empresarios y aventureros, agencias turísticas, ONG y clubes de alpinistas se encargaron de tejer una red que mezcla negocio y trabajo voluntario, a lugareños y extranjeros, para que la marca se acerque cada vez más a una realidad.

Vista desde el monte Brecog, en el sureste de Bosnia-Herzegovina.
Vista desde el monte Brecog, en el sureste de Bosnia-Herzegovina.T. K.

“La primera fase consistió sobre todo en limpiar y marcar los senderos, tanto físicamente como por satélite, fomentar la presencia de alojamientos y hacer que la gente local participase”, relata Bozena Bohm Kaltak, responsable del proyecto por parte del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas, que se subió a bordo, con dinero e implicación, en 2014. Un segundo periodo, hasta 2021, se centró en potenciar la infraestructura turística y la experiencia: un rafting aquí, un hotel con comedor allá. Hasta acuñaron dos rutas nuevas. A la blanca, la que en tres meses y un millón de pasos atraviesa todos los Alpes dináricos, se sumaron la verde, destinada a familias en busca de naturaleza, y la azul, por la costa. Aunque, si la vía principal todavía ni camina sola, las otras dos inician su andadura y aún se está definiendo su recorrido.

“Las necesidades son mayores de lo que recibimos. Hay muchas cosas que deberían y podrían ser mejoradas. El mantenimiento tiene que hacerse constantemente: solo en Bosnia-Herzegovina la ruta pasa por 80 municipalidades y hasta ahora tenemos acuerdos con 18″, concede Bohm Kaltak. Su último presupuesto, de 3,5 millones de euros para tres años, procedía de donaciones de los Gobiernos de Estados Unidos e Italia, además de las contribuciones de autoridades locales. Ella subraya que todas las fuerzas políticas con las que habla abrazan la iniciativa, aunque admite: “A veces no entienden por qué realizar un proyecto regional si tienen el suyo propio”. Tanto Joubert como su amigo y empresario bosnio Velid Alibasic se muestran menos diplomáticos: “Va todo muy lento. Tenemos poquísimo apoyo de los gobiernos locales”.

El escepticismo explica una parte de los retrasos. Cuando Alibasic le planteó a un campesino si querría remodelar su casa para acoger a turistas, recuerda una conversación como esta:

—¿Pero pagáis todo vosotros?

—Sí.

—Estáis locos. ¿Seguros que no queréis usar ese dinero para otra cosa?

El mismo hombre, por lo visto, le llamó entusiasta cuando aparecieron los primeros montañeros. Imposible tener cifras oficiales, pero en 2021 la ONU registró 199.035 viajeros que visitaron algún beneficiario del proyecto, casi 80.000 más que el año anterior. Solo un 23% procedía de fuera de la extinta Yugoslavia. “Checos, alemanes, belgas, holandeses. España, cero”, resume el serbio Dragoslav Lalovic, que a sus actividades de campesino y apicultor ha añadido desde 2016 el bed and breakfast que él y su familia regentan en su casa, en el pueblo de Jelašca. Ahí también tienen un billar. Cuando Dragoslav gana —a menudo— lo celebra comparándose con su connacional más famoso: “¡Djokovic!”.

Una cabaña en Prijevor, en la pendiente del monte Maglić, en Bosnia-Herzegovina.
Una cabaña en Prijevor, en la pendiente del monte Maglić, en Bosnia-Herzegovina.T. K.

Decenas de kilómetros más al sur, en Prijevor, donde un puñado de cabañas marca el comienzo del ascenso al monte Maglić, Radovan también ha empezado a recibir algún turista. Así que ha incorporado un nuevo techo a su hogar, y alguna palabra en inglés a su vocabulario. Suficientes para entender que tiene 50 años y su familia lleva cuatro generaciones en esta casa. Para lo demás, traduce como puede Zoran, de 35 años, trabajador del parque nacional de Sutjeska que se pasa el verano en una choza unos metros más allá. Y que declara: “La naturaleza no da miedo, la ciudad sí”.

No hacen falta muchas más palabras: los gestos son inequívocos. Al desconocido se le abre de inmediato la puerta. Se le ofrece la cena, con el queso hecho, literalmente, en casa. Y se le llena el vaso de rakija, el licor local que calienta el alma en montaña y en cualquier comida bosnia que se respete. “No mamurluk [resaca]”, juran ambos. Eso sí, unos cuantos brindis después, Radovan entona un canto suave y Zoran le acompaña; mientras, la penumbra engulle las cuatro paredes y, de fondo, el tolón-tolón de las vacas nunca cesa. Podría ser una película de Emir Kusturica. Es la Via Dinarica.

Y, sin embargo, precisamente difidencia y viejos rencores, además de la burocracia, complican el camino del proyecto. Y, más en general, de los países que atraviesa. Un chico bosnio de 36 años lo resume así: “Es difícil, los políticos siguen siendo los mismos”. Y eso que, a priori, la pregunta indagaba en sus ganas de formar una familia. Lo cierto es que muchos de su edad están dejando la capital bosnia, Sarajevo, en busca de más suerte en el extranjero. Enseguida, agrega: “La guerra sucedió hace tres décadas, pero algunos siguen en ello”.

Desde luego, el conflicto continúa presente en muchas conversaciones. Apenas tarda en salir, a menudo acompañado de un bufido resignado. “Está bien hablar y recordar, pero no quiero que sea el primer asunto que se trate con los turistas”, afirma Alibasic, que de pequeño huyó a Alemania con su madre y hermana, mientras su padre debió quedarse para combatir. “La Via Dinarica busca la conexión a través de nuestra naturaleza, que siempre estuvo ahí”, añade.

“El primer objetivo es fomentar el desarrollo de las áreas rurales. El otro es promover una marca turística que conecta a la gente de Yugoslavia a través de sus paisajes. También se puede ver como una dimensión política”, sostiene la directiva de Naciones Unidas. Aunque cerca de 100.000 muertes, hace apenas 30 años, suponen una herida que todavía duele. Y más porque se mataron vecinos, amigos.

Serbios contra croatas contra bosnios. Degollamientos, rogos, fosas comunes, hasta la célebre masacre de Srebrenica. Y los 1.425 días de asedio que sufrió Sarajevo, el más largo de una ciudad europea en la historia contemporánea. El propio Museo de los Crímenes contra la Humanidad y el Genocidio, en la capital, avisa de que sus salas contienen algunas de las peores crueldades jamás perpetradas por el ser humano. “Bijeljina desapareció por completo de la faz de la tierra”, escribe Velibor Čolić en Los bosnios (Periférica), una recopilación de minúsculos relatos que son como lápidas de vidas truncadas.

“Nunca hubo una reconciliación”, aporta Thierry Joubert mientras conduce el coche delante de la mezquita de Umoljani, lo único que quedó en pie de una aldea reducida a cenizas. Hoy, sin embargo, ha sido reconstruida, y desde aquí empieza otro sendero de la Via Dinarica. Hay quien cree que un proyecto así solo podía nacer de la iniciativa privada. Y que los países de la desaparecida Yugoslavia, o al menos sus gobiernos, todavía no están listos para trabajar en algo que les una tanto. Aunque la propia ruta ofrece constantemente ejemplos de lo contrario. O de lo que podría ser algún día.

Darko, Miloš y Vesko, ante su mesa en el bar del lago Trnovačko.
Darko, Miloš y Vesko, ante su mesa en el bar del lago Trnovačko.T. K.

Se dice que humor y hospitalidad son rasgos típicos del carácter bosnio. Así lo confirma el periodista Marc Casals, tras 12 años por aquí, en La piedra permanece (Libros del K.O.). Buena prueba de la ironía innata es que, además de tanto dolor, la guerra ha dado también material para decenas de chistes macabros. La enésima demostración de los brazos abiertos, en cambio, llega ante el único bar a orillas del lago Trnovačko. La soledad del caminante dura lo que tarda un trío de amigos en dirigirse a él: “Siéntate con nosotros, te invitamos a una cerveza”. Lo que levantan, más bien, es un banquete. Darko saca su rakija casero —”limpio como las lágrimas”—, Vesko no para de cortar embutidos y Miloš insiste al recién llegado: “Come, hermano, come”. Dos horas después, alrededor de la mesa se ha montado una fiesta. La comida fluye, el alcohol también, y las risas se contagian. Cualquiera que baja hasta aquí desde el monte Maglić es invitado a acercarse y probar un bocado.

—Pero, ¿todos estos son amigos vuestros?

—Qué va. Tanto como tú, responde Miloš.

La cabaña donde se puede dormir junto al lago Donje Bare, en Bosnia-Herzegovina.
La cabaña donde se puede dormir junto al lago Donje Bare, en Bosnia-Herzegovina.T. K.

Pero la Via Dinarica también sabe sublimar la soledad. En Donje Bare, por ejemplo, el viajero puede alquilar la única cabaña de la meseta: nada de electricidad, ni agua caliente. El calor lo proporcionan mantas y una estufa de leña. A cambio, se saborea algo de la vida de los ricos: ha costado horrores llegar, pero de golpe, aunque sea por unas horas, uno posee un chalet y un lago. Y puede sentirse como el mismísimo Tito, que tenía una residencia por aquí. Tres días después, al revés, tanto aislamiento ha hecho mella. Y entonces la ruta demuestra que también sabe ofrecer confort. En el pueblo de Lukomir, uno de los pocos que se salvó de la carnicería de los noventa del pasado siglo, se encuentran los primeros restaurantes de todo el viaje. Y el capitalismo ni siquiera necesita sacar toda su artillería de seducción. Basta una nevera llena de refrescos congelados. Y una pregunta de Narsid Malseša, el camarero:

— ¿Una bebida, señor?

Contrastes. Mundos opuestos, reunidos. Aunque, quizás, la mayor contradicción afecta al futuro de la Via Dinarica. Actualmente, lucha por hacerse conocida y acoger a más turistas. Y, sin embargo, mientras no se afirme como destino viajero difícilmente podrá consolidar su estructura y mejorar. Cerca del lago Orlovačko, un cartel muestra un plan para crear en 10 años una zona de chalets privados. Resulta que el futuro que algunos quieren para estas tierras es el presente de buena parte de Europa. Frente a ello, Thierry Joubert tiene otra visión: para dentro de una década, imagina un itinerario senderista ya más apuntalado, y apoyado por las administraciones locales. Aunque estima al menos 20 años para que el sueño que tuvieron se convierta en realidad. Queda, pues, un sendero largo. Y lleno de aventuras.

Vista del pueblo de Lukomir.
Vista del pueblo de Lukomir.Tommaso Koch

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Sobre la firma

Tommaso Koch
Redactor de Cultura. Se dedica a temas de cine, cómics, derechos de autor, política cultural, literatura y videojuegos, además de casos judiciales que tengan que ver con el sector artístico. Es licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad Roma Tre y Máster de periodismo de El País. Nació en Roma, pero hace tiempo que se considera itañol.

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