Después de la muerte de Tito
«El gran corazón del presidente de Yugoslavia, camarada Tito, dejó delatir... », rezaba literalmente el último parte del «equipo médico habitual» que mantenía al mariscal yugoslavo en su último combate de más de cuatro meses.
La noticia en los teletipos -emoción y homenaje implícitos aparte- ponía fin a estos meses dramáticos de enfermedad y lucha. Josip Broz Tito, el legendario Tito, el mítico Tito, el infatigable, el luchador, dejó de ser el «vivo-muerto» de noches y días interminables y empezó a ser el «muerto-vivo» de las biografías y los recuerdos. Atrás quedaba una lenta agonía, una tormentosa agonía, una reiterada agonía.
Sin quererlo, la lucha final del viejo -y grande- luchador yugoslavo nos retrotrae casi automáticamente a la que apenas cinco años atrás se protagonizara en torno a la muerte de Francisco Franco.
También el general se batió en un último combate, igual de dramático, que difícilmente puede entenderse sin la presencia de otro «equipo médico habitual», que, día tras día, mantenía en vilo a los españoles que seguían -pensamos que, al margen de afecciones o desafecciones, con respeto- la lucha prolongada, interminable, de unos días postreros que, enjuiciados con un mínimo de rigor, podrían calificarse de cualquier manera menos como de existencia.
Evidentemente, no es momento ni lugar para entrar en consideraciones, siempre apasionantes, en torno a cuestiones tan sutiles como las fronteras entre la vida real y la vida vegetativa, la vida consciente y la incosciente, la vida vivida y la vida desvivida. Pero tal vez sí sea oportuno detenerse en el empeño, evidenciado en ambos casos, en mantener por todos los medios algo que, como apuntábamos, habría que considerar más como permanencia que como existencia.
Las «agonías» de Franco, primero, y de Tito, después, han tenido el denominador común de revelar una voluntad, con seguridad ajena a la de los propios protagonistas, de prolongar,, utilizando todos los recursos de la ciencia y tecnologías médicas, la presencia de un símbolo, un dato, una referencia, un nombre, al frente de un aparato de Estado en el que, sin esa figura capitular, poca confianza se depositaba. El «horror al vacío» ha sido en ambos casos tan grande que cualquier medio se ha considerado válido para dilatar al máximo el momento definitivo de certificar la defunción.
En el inevitable calidoscopio de imágenes retrospectivas aparecen los tránsitos, por otra parte nada lejanos, de otros destacados octogenarios, como De Gaulle y Adenauer, cuyos últimos momentos no pueden asociarse a los del general español y el mariscal yugoslavo.
La explicación habría que buscarla, de seguro, en el contexto político y social en que se han ido produciendo. Mientras el canciller alemán y el general francés murieron en situaciones plenamente democráticas, Franco y Tito llegaron a sus últimos momentos sin el respaldo de una convivencia democráticamente asumida y estabilizada.
La democracia, el peor de los sistemas imaginables, pero el mejor de los existentes, tiene mucho que ver, aunque aún muchos lo duden, con el orden. Nada más lejano a un sistema democrático que las imágenes de anarquía o caos con que, entresacadas de circunstancias excepcionales, algunos quieren presentárnoslo. Un pueblo que se sabe sujeto y no objeto de gobierno está muy lejos de veleidades aventuristas, y mucho menos, revolucionarias. Las instituciones democráticas están hechas a medida de la voluntad popular y cumplen satisfactoriamente sus funciones.
El jefe del Estado o el presidente del Gobierno, en este contexto, asumen su responsabilidad con un horizonte temporal y en un marco constitucional mayoritaria y libremente aceptado por su pueblo. En esos límites, la eventual sustitución de cualquiera de ellos está perfectamente regulada y las instituciones básicas garantizan la marcha de todos y cada uno de los engranajes de la maquinaria estatal, sin desajustes ni intermitencias.
Al desaparecer la figura queda el hueco, tanto mayor cuanto más relevante haya sido. Pero el país continúa viviendo su propia dinámica y el cuerpo social ni se resquebraja ni se traumatiza.
Quizá no sean superfluas estas consideraciones en unos momentos en que tanto se habla del «desencanto» del pueblo español ante las vicisitudes con que la democracia se está desarrollando.
Ha muerto Tito, y en Yugoslavia ahora, como en España antes, se dibuja la figura y se desdibuja el entorno. Evidentemente, no existen fundamentos para hablar de paralelismos y semejanzas entre la España de Franco y la Yugoslavia de Tito. Pero, sin duda, hay que reconocer la convergencia que puede detectarse a la hora de las transiciones.
Con unos contextos políticos y sociales muy distantes, la realidad es que hemos asistido y estamos asistiendo a las postrimerías de dos sistemas fundamentados en la persona, en la figura. Deliberadamente queremos eludir la referencia a la «dictadura», palabra que se ha prodigado en un caso y se ha restringido en otro, porque por encima de las palabras está el hecho real de que en ambos los respectivos pueblos han vivido -y quizá no tan mal- durante muchos años bajo formulaciones personalistas y autoritarias. Pero el motivo de reflexión que impulsa estas líneas no es otro que, cuando se habla de la inmensa inquietud de los yugoslavos ante su futuro, los españoles, sin ira, miremos hacia atrás, hacia el otoño de 1975. Quizá algo tan sencillo pueda confirmar a unos, devolver a otros, la confianza en la democracia, que, trabajosamente, hay que conquistar día a día.
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