Hugo Mujica, la poesía que surgió de la espiritualidad hippie y del silencio monástico
El autor argentino, experimentador de las drogas psicodélicas, artista en el Nueva York contracultural y ordenado sacerdote, lanza una recopilación de su poesía y un ensayo desde la filosofía de Heidegger
Hugo Mujica estuvo siete años guardando voto de silencio en tres monasterios de la orden trapense. “Así aprendí a escuchar”, dice. Al tercer año comenzó a escribir poemas, y no de manera premeditada: un día, mientras preparaba té, anotó cómo se ponía el sol a través de la ventana redonda. Y así, como cuando se rompe una presa, se abrieron las puertas de su producción poética, que desde entonces es “esencial”, pero prolífica.
Mujica, menudo, sonriente, de testa pelada que recuerda a lo monástico, abre la puerta de una casa amiga, amplia y luminosa, en la que pasa algunas temporadas, en el barrio de Salamanca de Madrid: suele huir del verano argentino, aunque ahora se haya topado de bruces con el español. Nunca va al centro, colapsado de turistas: “Eso es la barbarie”, dice alguien que aprecia la quietud y el silencio. Nació en Avellaneda, Buenos Aires, hace 81 años, pero bien podría tener 15 menos por su agilidad física y mental. Ahora presenta dos nuevos libros en la editorial Vaso Roto: Más hondo, una antología de su poesía desde 1983, y Señas hacia lo abierto, un ensayo que parte de la filosofía de Martin Heidegger, su pensador de cabecera.
Pero en la solapa de esos libros se relata una biografía tan densa y llamativa que es inevitable que despiste de los propios libros: de ese caldo de cultivo vital, además, surgen los textos, aunque no de manera evidente. Si bien Mujica ha hecho muchas cosas, y le han pasado otras tantas, sus versos no relatan su peripecia, sino que son metafísicos, esenciales, fabricados artesanalmente con los mimbres más puros de la vida y el lenguaje. Lo de Mujica es tan esencial que cuando da cursos de poesía le sobra el tiempo, todo lo cuenta en 10 minutos. Se le ha comparado con el poeta José Ángel Valente y la corriente de la “poesía del silencio”, aunque también es indudable la presencia de la quietud y el despojo de la poesía oriental: “El poema, el que anhelo, / al que aspiro, es el que pueda leerse en voz alta sin que nada se oiga”.
Mujica nació en una familia obrera, de raigambre anarquista y sindicalista, su padre se quedó ciego muy pronto por un accidente y el chaval comenzó a trabajar en una fábrica de vidrio con solo 13 años. “Pero la clase trabajadora ya no existe, se perdió la mística del obrero”, dice el poeta, “ahora los obreros se manifiestan para ser integrados, se quejan de que el sistema no les incluye”. Pronto, a los 19, se escapó al Greenwich Village neoyorquino, en plenos años sesenta, “no porque fuera el barrio fancy de ahora, sino porque era lo más barato”, explica.
La contracultura neoyorquina
Allí se enroló en la contracultura hippie, que por entonces bullía, como pintor expresionista abstracto (era el reinado de gigantes como Rothko y Pollock). La espiritualidad oriental llegaba, y Mujica también estuvo en eso, y con ella las drogas psicodélicas: Mujica fue amigo del gurú del LSD Timothy Leary y formó parte de sus grupos de investigación lisérgica. “En cuanto lo conocí vi que estaba loco”, bromea.
Nunca tuvo un mal viaje, pero obtuvo grandes enseñanzas, como que nada es sólido y todo es ilusorio: “Llegas a ver el mundo como formas de energía, por eso el viaje pega mucho con la mística oriental, donde todo es energía y no concepto”. La vez que más droga tomó, se trasmutó en un animal y comenzó a olisquear la pierna de su amigo. También se trató con el poeta Allen Ginsberg, miembro fundamental de la camada contracultural precedente, la generación Beat. ¿Queda algo de aquella en la juventud actual? “Lo que ha pasado es que ha ganado terreno un sistema que tiene la capacidad de fagocitarlo todo”, dice. “El capitalismo tiene una capacidad fascinante de captar el deseo de la gente, y utiliza aquellas palabras de los sesenta: libertad, juego, creación”.
¿Y queda algo de la raigambre anarquista de su familia? “Sí, un místico es un anarquista, es el que desconstruye lo simbólico. El anarquista es el que hace la desconstrucción del poder en lo social. Y en la poesía es el que deconstruye el barroco del lenguaje”. Después de todo eso fue cuando se enroló en un monasterio en busca del silencio, y cuando le surgió la poesía. “Quedé estéticamente fascinado con el silencio”, dice. Estuvo en tres monasterios (Estados Unidos, Francia y Argentina), donde perdió el lenguaje, el control de sus horarios, los proyectos, y quedó desnudo como ser humano, caminando en torno a un vacío, y al acabar su periplo monástico se ordenó sacerdote. “Era la mejor forma de transmitir todo lo que había aprendido”, dice. Llegó a tener una parroquia en Argentina.
Como viene desde el silencio en un mundo en el que todo el mundo quiere hablar todo el rato, a Mujica le miran con intriga como ese que llega desde el otro lugar, ese que sabe lo que perdió. El silencio, ese paraíso perdido que nos envuelve en el misterio. “También echamos de menos vivir, porque lo que hacemos es funcionar: trabajar 10 horas para llegar a casa y acariciar al hijito antes de dormir. Pero el que llega es un despojo”, dice el poeta.
El camino de Heidegger
“Lo que me interesa de Heidegger es el espacio que abrió y que utilizo para pensar lo mío”, dice en referencia a su ensayo sobre el filósofo alemán que tantas vueltas les dio al Ser y los entes. La metafísica en general y la de Heidegger en particular fue criticada por las corrientes positivistas, centradas en el conocimiento científico y la verificación empírica, como meros juegos de palabras. “Según se mire la Física también es una narración”, dice Mujica, “pero sí, todo es un juego de palabras. Y es que eso no es poco: los juegos de palabras son todo lo que tenemos”.
Piensa que la edad avanzada hace que se vaya “deconstruyendo la escenografía”, uno se queda “cara a cara con la vida”. Y la vida va perdiendo su encanto cotidiano. Pero hay cosas que no cambian. Uno de los conceptos básicos de la filosofía de Heidegger es el asombro. “Me asombra estar vivo y ahora que estoy cerca de morirme me asombra también la idea del fin. No por pensar en qué habrá al otro lado, sino por el mero hecho de tener que encarar la despedida. Pero el asombro básico es el haber nacido: ese lugar desde donde la nada pasa algo. Me sigue obsesionando”.
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