Una noche en la ópera con la lasciva Popea al lado
La intensa experiencia de vivir en las butacas de escenario del Liceo la obra de Monteverdi sobre la emperatriz romana, en el contundente montaje de Calixto Bieito, invita a bucear en la realidad histórica del personaje
Ya se sabe que cuando vas a ver una puesta en escena de Calixto Bieito puede pasar cualquier cosa, pero no dejó de sorprenderme el miércoles que al poco de empezar L’incoronazione di Poppea, de Monteverdi, en el Gran Teatro del Liceo, las bragas de la Fortuna (y valga la frase) fueran a caer casi encima de Andrew Lawrence King, el arpista de Le concert des nations, la orquesta de Jordi Savall que interpreta la obra desde el foso. Los músicos se lo tomaron con filosofía, pero algunos espectadores tragaban saliva visiblemente. La soprano Rita Morais que interpreta con contagiosa alegría a la Fortuna continuaba bajándose insinuantemente las bragas, de las que llevaba puestas, a dios gracias —una espectadora las enumeraba alarmada con el dramatismo de la cuenta atrás de Oppenheimer—, una gran provisión (unas encima de otras), y lanzándolas por ahí mientras cantaba: “Chi professa virtù non speri mai/ di posseder ricchezza, o gloria alcuna,/ se protetto non è dalla Fortuna”. A un señor impecablemente trajeado le cayeron otras en el regazo y mantuvo la mirada imperturbablemente al frente, observando apenas de reojo a su pareja al lado, una mujer muy arreglada a la que casi le podías leer el pensamiento: “¡Ni las toques, Jordi!”.
Estábamos a la sazón en un lugar privilegiado, y arriesgado: además del lanzamiento de ropa interior hubo un momento en que nos apuntaron a quemarropa con una pistola con silenciador, pasaron rozándonos Séneca (el basso Nahuel di Pierro) Gillette en mano salpicando sangre de su suicidio, el cornudo Otón (el contratenor Xavier Sabata) travestido para intentar matar con un zapato de tacón a Popea (la soprano francesa Julie Fuchs), y al final nos cayó encima una lluvia dorada. Y es que nuestras localidades se encontraban en la grada de butacas premium, instalada sobre el mismísimo escenario del Liceo para estas funciones y que permite seguir la representación como si formaras parte de la misma. No había vivido nada tan excitante desde que hice de sacerdote egipcio mudo en una versión popular de Aida. Al contratenor australiano David Hansen (Nerón), que se pasa la función con el torso desnudo, le podías contar las pecas de la espalda, y a Drusila (la soprano de Seattle Deanna Breiwick) ver con inquietante detalle cómo le quedaba el body negro de picardías (no confundir a esta Drusila con la hermana y amante de Calígula que interpretó, para meterse en nuestros más inconfesables sueños, la actriz Teresa Ann Savoy en el polémico y sicalíptico filme de 1979 de Tinto Brass).
La cercanía posibilitaba observar desde una proximidad insólita, además de una escena tan intensa como la de Nerón bajándole los pantalones a Lucano (Thobela Ntshanyana, que llevaba un único calzoncillo), la fisicidad de la técnica vocal, ese milagro. Y, por la posición en el escenario, asumir frente a todo el coliseo que se abría delante, platea, palcos y pisos, un protagonismo inesperado. Te sentías irremediablemente observado, convertido en inesperado figurante. En vez de traje hubiera sido lo suyo llevar toga, aunque si en el descanso vas al Círculo, con la corbata queda raro.
Evelio P., que iba hecho un brazo de mar y al que le tocó la butaca de pasillo, pareció hacer un trío con Nerón y Popea, que se fundieron en abrazos y besos casi en su regazo. ¡Un trío con Nerón y Popea!, eso sí que es deporte de riesgo: acabas encabezando una conjura como la de Pisón del 65 y te dan el paseíllo los pretorianos. Vestida de verde ajustado, seductora y muy sexy, poderosa y segura de sí misma, Popea es de lo mejor de la función: se pasea como un leopardo, exhibiéndose y lanzando miradas y guiños. No a todas las cantantes les puedes pedir que trabajen de esa manera. Podría pensarse que a Calixto (y a Monteverdi) se les ha ido la mano en su caracterización de Popea como una trepa calienta togas sin escrúpulos. Pero es que parece que era de verdad así.
Se ha hablado mucho de Mesalina (la mujer de Claudio, el de Graves, el padrastro de Nerón), pero menos de Popea, a la que aprendió a temer la mismísima Agripina la menor (madre de Nerón), que ya es suegra. He repasado en Suetonio y Tácito, por ponernos estupendos, la vida de Popea, y es de aúpa. En comparación, lo de las bragas de Calixto (con perdón) no es nada. “Otro caso no menos notable de impudicia fue aquel año (el 58) origen de grandes males para la República”, escribe Tácito para presentar a Sabina Popea. Era la chica hija de Tito Olio, pero usaba para darse postín el nombre de su abuelo materno, el antiguo cónsul Popeo Sabino, “de ilustre memoria y que había brillado con los honores del triunfo”. Su retoña era diferente: “Tenía esta mujer todas las cualidades, salvo un alma honrada”.
Era originaria de Pompeya así que no es raro que fuera tan volcánica. Sin duda muy guapa, nos ilustra Tácito, “de su madre había heredado gloria y hermosura, su conversación era grata y su inteligencia no despreciable”. Pero, “aunque aparentaba recato, en la práctica se daba a la lascivia”. Y remata: “No distinguía entre maridos y amantes y trasladaba su pasión a donde se le mostraba la utilidad”. Pese a estar casada ya y con un hijo, se lió en relación adúltera con Otón y luego se casó con él. Éste (futuro fugaz emperador en el 69, ese gran año), se la presentó a Nerón pensando que ganaría puntos y parece que, sugiere Plutarco, montaron algún trío (como Evelio P., sin ir más lejos). Pero Popea entró a saco en el juego y sedujo al emperador hasta volverlo loco de pasión como no lo hacían ni la lira ni, de momento (véase más abajo), las carreras de carros. Nerón se libró de Otón poniéndolo al mando de la provincia de Lusitania, desde la que es difícil controlar las ideas y venidas de tu mujer, y más si careces de teléfono móvil.
Un problema añadido —como muestra la ópera— era que el propio Nerón estaba casado, con Claudia Octavia (la mezzo checa Magdalena Kozena), hija precisamente de Claudio y Mesalina, que ya son padres complicados. Finalmente, Nerón se divorció de Octavia pretextando la esterilidad de ella y se la sacó de encima mandándola fuera de Roma vigilada para hacerla asesinar después por miedo a su popularidad. A recordar que cuando Tigelino, hombre para todo de Nerón, hizo torturar a las criadas de la ex emperatriz a fin de que hicieran una falsa confesión sobre la infidelidad de su señora con un flautista alejandrino, una le espetó que el sexo de Claudia era más casto que la boca de él. ¡Qué interesantes son los clásicos! Por no hablar de lo de los baños de Popea en leche de burra (véase Arde Roma, de Stephen Dando-Collins, Ariel, 2012), que Calixto muestra en vídeos en las pantallas.
La mala química entre Popea y Agripina trajo de cabeza a Nerón, al que le era necesario poco para encenderse (!). Es una pena que no salga Agripina en L’incoronnazione porque habría dado más juego a Monteverdi y ni digamos a Calixto (un poquito de incesto y parricidio hubiera animado aún más las butacas premium). La felicidad con que acaba por todo lo alto la ópera (aunque Calixto introduce un atisbo de mal rollo), no tuvo continuidad, como era de esperar en una vida junto a alguien como Nerón. Perdieron una hija de cuatro meses y luego la propia Popea “encontró la muerte a causa de un rapto de ira de su marido que le asestó una patada cuando ella se hallaba encinta”, cuenta Tácito. Suetonio añade que fue porque ella le reprochó llegar tarde de una carrera de carros. Podemos imaginar que hubiera hecho Calixto con esa escena, a la vista de cómo ha puesto a Nerón sacudiéndole la cabeza a Drusila contra el suelo del escenario cuando cree que ella ha intentado asesinar a Popea (el momento que al parecer fue el que hizo desfallecer a Savall y lanzar sus insólitas críticas al montaje).
Curiosamente a Popea no se la incineró, según la costumbre romana, sino que se la embalsamó. Vamos que por ahí debe andar la momia de Popea… Su muerte, nos cuenta Tácito, “resultó grata a los que tenían memoria, a causa de su impudor y de su saña”, que vaya un epitafio (Nerón la echó tanto de menos que se casó oficiosamente con un jovencito castrado que se parecía a la emperatriz: un eipgrama anónimo lamentaba que su padre no hubiera hecho lo mismo que el tirano). Nosotros preferimos quedarnos con el recuerdo de la magnífica Popea de Julie Fuchs, fresca y descarada (quien iba ser tan tonto de preferir la momia), en competencia, eso sí, con la de Claudette Colbert en El signo de la cruz (1932), donde trataba de seducir al perfecto prefecto Marco Superbio (Fredric March), más interesante que su marido Nerón (Charles Laughton) —en su libro sobre el peplum Rafael de España recuerda la anécdota de que Cecil B. DeMille usó leche de verdad para el baño de Popea y con el calor de los focos se convirtió en queso—. O la de increíbles ojos verdes y guepardo incluido de Patricia Laffan junto al Nerón de Peter Ustinov en Quo Vadis? Si Mesalina ha salido en muchas pelis (incluida en una encarnada por María Félix), Popea, como se ve, en el cine no le ha ido a la zaga, y le ha dado cuerpo hasta ¡Brigitte Bardot! (en Mi hijo Nerón), aunque algunos títulos son para olvidar, como los explícitos peplums Las calientes noches de Popea o Popea, una prostituta al servicio del imperio.
Ha querido la Fortuna, que justo el día después de la intensa función del Liceo (un exitazo) viviéramos un puñado de gente, entre ellos el propio director del teatro, Victor Garcia de Gomar (muy feliz con L’incoronazione), y otro gran director de escena como es Àlex Ollé, una velada musical en casa de mi hermana y mi cuñado en torno a un arpa (esta vez sin bragas voladoras). Era un recital con una preciosa arpa neogótica del XIX de la casa Erard de París que dio el joven músico y compositor Xavier Cuevas. Interpretó obras de Bach, Haendel y Debussy, entre otras, y sorprendió con una encantadora composición creada especialmente para la ocasión, Nenúfares en el riachuelo. Mientras los dedos de Xavier se movían sobre las cuerdas de su instrumento llenando de tonalidades feéricas la noche en el jardín, fue imposible no pensar en el sensual recuerdo de Popea y en otros dedos —mucho menos amables y virtuosos que los de nuestro arpista— tañendo al resplandor abrasado de Roma su incendiaria melodía.
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