Julie Fuchs: “Puede que la ópera sea cara, pero hay modos. Yo me pasé años haciendo cola para conseguir entradas de 30 euros”
Empeñada en deshacer mitos, la soprano quiere combatir la idea de que la ópera es un lujo elitista y comparte información útil a través del hashtag #operaisopen
La historia de cómo Julie Fuchs (Meaux, Francia, 37 años) se convirtió en soprano podría tener varios inicios. En el primero, ella tiene seis años y asiste junto a su clase a una función escolar de opereta. El flechazo es inmediato. “No tenía con qué compararlo, y tal vez a esa edad me fijara más en las lentejuelas que en la música, pero tuve la sensación de que había algo más, de que todo era posible”, explica. Un año después, la matriculan en el conservatorio de Aviñón. La pequeña Julie quiere hacer danza, pero la convencen para escoger el violín. “Me daba miedo el solfeo, hasta que descubrí que me encantaba”.
Descifrar partituras le fascina tanto que acude al doble de clases de las estipuladas. En algunas de ellas, los alumnos cantan a varias voces para interpretar melodías polifónicas. En aquella época, recuerda, alguien alabó su voz, pero ella no se lo tomó muy en serio. A los 14 una amiga le propuso presentarse a las pruebas para un coro de adolescentes que debía acompañar a Björk con motivo de la capitalidad Europea de la Cultura de Aviñón. En la audición, el director le pidió hacer vocalizaciones, el típico ejercicio con el que los cantantes calientan la voz.
“Era mi primera vez, así que me limité a repetir vagamente las escalas que marcaba el pianista”, recuerda. “Fue tocando escalas cada vez más altas, y más altas, y yo las repetía, hasta que el director dijo que era suficiente. ‘Si seguís subiendo, no vamos a acabar nunca’, dijo”. La seleccionaron, claro. “Cantábamos de todo, desde Messiaen hasta folclore islandés”. En el último concierto, se puso a llorar. “Nadie más lloraba, y no entendía por qué. ¡No quería dejar de cantar!”.
Han pasado dos décadas y Fuchs no ha dejado de cantar. En el Teatro Real de Madrid, donde charlamos con ella, acaba de interpretar a Susanna en Las bodas de Figaro, que a su vez fue uno de los primeros papeles que asumió en su carrera, igual que su admirada Natalie Dessay, que debutó con la ópera bufa de Mozart. El repertorio de Fuchs comienza en el Barroco —”era la especialidad de mi primer profesor de canto”—, y abarca hasta lo contemporáneo. Se estrenó discográficamente con un recital de melodías de Francis Poulenc y ha grabado dos álbumes para Deutsche Grammophon.
Esta primavera también ha estado en Barcelona, con Pélleas et Mélisande, de Debussy, y suspira por que alguien le proponga hacer un Manon Lescaut donde converjan “el sitio, el momento y los compañeros adecuados”. Durante las fotos, la conversación oscila entre Rameau –el genio barroco francés–, sus clases de tango, porque sigue apasionándole bailar, y los inconvenientes de viajar tanto. “Lo que peor llevo es cambiar tanto de apartamento, abrir la puerta de la cocina y no tener ni idea de lo que va a faltar”, apunta. ¿Es una diva? “Por un lado, no sé lo que es una diva”, responde. “Por otro, creo que todas las cantantes lo somos, porque lo que hacemos es muy difícil y exige ciertas cosas”.
Reconoce que la mitología del mundillo llegó a intimidarla. “Si concebimos a una diva como alguien caprichoso, claramente no lo soy. De hecho, me da miedo hacer las cosas por capricho, o que se piensen que las hago por capricho. Por eso, durante diez años no me atreví a pedir nada ni a decir lo que pensaba. Hasta que me di cuenta de que una cosa es un capricho y otra muy diferente es una exigencia ligada a necesidades artísticas. Esta profesión requiere nervios de acero”.
Empeñada en deshacer mitos, Fuchs quiere combatir uno de los más perniciosos: el de que la ópera es un lujo elitista. Suyo es el hashtag #operaisopen, dedicada a compartir información útil. “Puede que la ópera sea cara, pero siempre hay modos. Yo me pasé años haciendo cola en la Opéra Bastille para conseguir entradas de 30 euros. Y, además, a veces los jóvenes no saben qué esperar. Se imaginan que hay que ir muy vestido siempre, o que no van a entender nada, o que se les va a hacer largo, o que se van a equivocar con los aplausos. Pero mira, acabamos de hacer Las bodas de Fígaro y nadie sabe cuándo toca aplaudir. Ni siquiera nosotros sabemos por qué la gente aplaude en una aria y no en otra. Siempre ha sido así. ¡Y no pasa nada!”.
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