Isabel Allende: “En Chile la gente está añorando a un Bukele. Yo digo: tengan cuidado, eso fue Pinochet”
La escritora chilena habla en su casa de San Francisco sobre su nuevo libro, ‘El viento conoce mi nombre’, que traza un arco desde la Europa nazi hasta el drama de los emigrantes que llegan a EE UU
La oficina de Isabel Allende (Lima, 80 años) es un edificio de libros. La autora chilena usa como centro de operaciones, desde hace más de dos décadas, una bella casa victoriana de madera y techo a dos aguas ubicada en el pueblo marino de Sausalito, al norte de San Francisco. Entre los cimientos de la residencia están apilados en varios clósets las primeras ediciones publicadas en otros idiomas. La cochera está tomada por cientos de ejemplares de las obras que ha publicado en 40 años de trayectoria. En el centro de este espacio hay decenas de carpetas cubiertas con un plástico que guardan la correspondencia que mantuvo durante décadas con su madre, Francisca Llona.
Allende trabaja rodeada de su familia. Su hijo Nicolás lleva la oficina. Su nuera, Lori Barra, encabeza la fundación. La autora escribe sus libros, a un ritmo de uno nuevo cada 18 meses, frente a una enorme pantalla de un iMac. Junto al ordenador está la foto de su hija Paula, fallecida a los 28 años, la misma imagen que figura en la portada de la primera edición de uno de sus libros más vendidos, Paula. A espaldas del escritorio, en un librero blanco, las fotos y objetos de padres, nietos e hijos se intercalan con las imágenes de la exitosa autora acompañada de figuras internacionales como Barack Obama, el presidente chileno Gabriel Boric y Antonio Banderas, entre otros.
La escritora acaba de publicar El viento conoce mi nombre (Plaza y Janés), un título que traza un arco desde la Austria de la noche de los cristales rotos, en noviembre de 1938, pasa por la matanza de casi mil campesinos salvadoreños perpetrada en los años 80 por militares hasta llegar a los Estados Unidos de Donald Trump, donde la desintegración de familias era política cotidiana en la frontera. Allende se interesó por este tema después de que su organización filantrópica diera con el caso de una menor centroamericana que llegó a Estados Unidos.
El sótano de la casa de Sausalito está ahora repleto de primeras ediciones de la nueva novela. Pero Allende resta importancia al imperio de letras que tiene en casa. “Un incendio y todo esto se va en un abrir y cerrar de ojos. No quedaría nada”, dice. “Eso del legado es una cosa muy masculina”, añade con humor.
Pregunta: ¿Cómo lleva la vida a los 80, ya casi 81?
Respuesta: Fantástico. Nunca había estado mejor. Es una sensación de libertad. Ya terminé con los hijos, con los nietos y con mis padres, así que no tengo mayores responsabilidades fuera de los perros. Y mi marido.
P. ¿Y en cuestión de trabajo? ¿Le han interesado temas nuevos? ¿Abandonado otros?
R. Los temas y las emociones se repiten en diferentes libros. He escrito novela histórica, memorias, no ficción. Hay ciertos temas que me apasionan: el amor, la muerte, las relaciones humanas, la lealtad, la justicia, el poder con impunidad, que es una de las cosas que más me aterran.
P. Ahora dedica a la inmigración su nueva novela. Es política por momentos...
R. Es imposible ignorar los factores económicos, sociales y políticos que determinan la vida de los protagonistas. En este caso, sin ninguna duda, la política de separación de la familia fue lo que determinó el tema. Cuando me enteré de eso me pegó muy fuerte, porque a través de mi fundación vimos muchos casos. Uno era de una niñita ciega. Me pegó tremendamente. Ella venía con un hermanito de cuatro años. Los separaron de la madre, después separaron a los niños y se demoraron ocho meses en reunificarlos. Se presentaron frente a un juez, los deportó a todos a México y desaparecieron. Nunca más supimos de ella. Se me quedó en la cabeza, en el corazón. Empecé a pensar en cuántas oportunidades anteriores en la humanidad ha sucedido lo mismo. Por supuesto, me acordé del kindertransport [rescate de niños judíos desde la Europa nazi a Reino Unido tras la noche de los cristales rotos, poco antes de la Segunda Guerra Mundial] e hice un arco entre lo que pasó entonces y ahora, donde hay un factor racista.
P. ¿Por qué no llama a Donald Trump por su nombre?
R. Porque la política empezó antes de Trump y siguió después. Se oficializó en tiempos de Trump. Además, prefiero no nombrarlo porque me cae tan mal…
P. ¿Le parece comparable la Alemania del 38 con el Estados Unidos de Trump?
R. No comparo el Holocausto con ninguna otra situación. Fue un genocidio sistemático de todo un pueblo. También hay otro genocidio en este libro, el del Mozote, que entraron ahí y mataron por escarmiento a todo el mundo porque eran indígenas. Hay tantas cosas que era fácil relacionar. ¿Por qué el título del libro? Porque a los niños les ponen un número en la frontera para que no se pierdan en el sistema. También porque algunos son tan chiquitos que no saben su nombre o hablan maya u otro idioma. La idea de que a los judíos les ponían un número y a los niños aquí les ponen otro. Ahí hay un eco.
P. El libro nació por el personaje de Anita.
R. Aprendí del trauma de los niños en la frontera. Una de las cosas es que se callan y no hablan. Otros no comen. Otros se inventan un amigo imaginario y solo le hablan a él o a un animal imaginario. Algunos crean un mundo imaginario donde se encuentran con su mamá, papá o abuela
P. ¿Por qué se interesó en El Mozote?
R. Tenía que justificar por qué sale la gente. Ahora preguntan: ¿cómo es posible que vengan si saben que pueden separarlos de sus hijos? Vienen porque están desesperados. Nadie sale de su país y deja todo lo que le es familiar, lo que conoce, incluso el idioma, para aventurarse en otra parte a menos que esté desesperado. La gente sale por extrema violencia o extrema pobreza. El personaje de Leticia está basado en una amiga. Todas las mañanas tomamos un capuchino y paseamos al perro. Ella viene de El Salvador. Vive en una mobile home a 20 minutos de mi casa.
P. Hablando de El Salvador, ¿qué opina del presidente Nayib Bukele?
R. Los años 80 fueron horrendos con la dictadura militar. Después vino la democracia, donde las maras y los narcos tomaron el país. Ahora tenemos a Bukele, un Gobierno autoritario que tiene como 60.000 personas presas. Y hay seguridad. Mi amiga acaba de regresar de El Salvador y me dijo que es la primera vez que puede tomar un taxi sin pensar que la van a raptar. Que se atreve a salir de noche en décadas. Dice que la gente está muy contenta. Yo tengo mucho miedo de que la gente cambie seguridad por democracia. Eso puede pasar en Chile en cualquier momento.
P. ¿Por qué?
R. En Chile hay toda una campaña para aterrorizar a la gente. Es verdad que hay más inseguridad que antes, pero comparado con cualquier otro país, Chile no es particularmente inseguro. Es un país estable, que presenta muchas oportunidades. No había problema con los inmigrantes hasta que empezó la delincuencia y resulta que han pillado a varios venezolanos. Entonces les echan la culpa. En Chile ahora la gente está añorando a un Bukele. Yo digo: tengan cuidado. Eso fue Pinochet. Había seguridad en esos tiempos. Pero la inseguridad y el terror venían del Estado, no del criminal que anda por la calle.
P. ¿Encuentra en estos países el mismo racismo que le reprochamos a Estados Unidos?
R. Yo insisto y lo digo, en Chile somos muy racistas. Allá lo llamamos clasismo, pero la clase viene determinada por el color. También en países como Brasil. ¿Me vas a decir que allí la clase no está determinada por la raza? ¡Claro! En Colombia también. ¿Quiénes manejan el país? Los de descendencia europea.
P. El exilio ha sido uno de sus grandes temas. Asegura que con él se borra el pasado.
R. Eso me pasó en Venezuela. Yo creía que era alguien en Chile porque tenía un programa de televisión, porque hacía teatro, publicaba en la revista Paula con mucho éxito y la gente me conocía. Llegué a Venezuela y todo eso se borró. No sirvió de nada. Cuando vine a Estados Unidos fue diferente porque ya era escritora y tenía tres libros publicados. Ya no vine a limpiar letrinas. Además me vine porque me enamoré de un americano, no siguiendo el sueño americano.
P. Dice que gracias a la pandemia ya no se siente obligada a ir a las ferias de libros ni a las firmas de autógrafos.
R. Antes era tan difícil decir que no y ahora, de repente, ha sido superfácil. Primero por la edad. Nadie espera que a los 80 u 81 años una ande como perrito de circo de arriba abajo. También aprendí que no es necesario. La última gira que hice fue en Europa. Fui con mi nuera porque andamos siempre juntas. Hicimos 23 ciudades en 30 días en un avión diario. Volvimos tan enfermas en febrero de 2020 que creo que yo traje el covid a este país. Lo prometo.
P. ¿No pierde contacto con sus lectores?
R. Si tú miras mi computadora en la mañana, vas a ver un chorizo de cientos de mensajes. La gente, además de decirme lo que piensa de un libro o de algo que he dicho, me consulta como si yo fuera una especie de oráculo. Una muchacha de 25 años me escribe y me cuenta que tiene un novio que le pega. No siempre, pero le pega. Y yo le digo que salga de esa relación al tiro, porque estas cosas nunca terminan ahí, van escalando hasta que te mata… Una semana más tarde recibo carta del novio y me dice que cómo me atrevo a darle consejos sin haber escuchado la otra parte de la historia. Así me llegan toda clase de cosas. Gente que ha perdido un hijo, que anda buscando trabajo o que pide dinero.
P. ¿Es raro convertirse en confidente de desconocidos?
R. Yo escribo sobre relaciones humanas y emociones. Eso es universal. La gente conecta con eso, no tanto con la historia. Hay libros que yo creo que son mejores, mucho mejores que otros, donde la historia me parece poderosísima y, sin embargo, la gente se conecta con un personaje secundario o andá a saber. La gente me dice: “Usted me cambió la vida”. Yo les digo que yo no les cambié nada. Yo puse en palabras lo que ya estaba en usted, lo que tenía en la mente y en el corazón. Además, la gente que no está de acuerdo conmigo no lee mis libros. Le estoy predicando al coro de todas maneras.
P. Dice su hijo Nicolás que responde siempre el primer correo que le mandan.
R. Siempre el primero. Muy rara vez sigo una correspondencia. Muy poco porque son miles de mensajes. El primero lo respondo porque lo visualizo como alguien que me ha tendido una mano.
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