La novela negra de ChatGPT es un crimen en sí misma
La única ventaja es ahorrarse el ego de los escritores. Por lo demás, la obra creada por Inteligencia Artificial no supera el examen
“Analicemos esta novela como cualquier otra, como si la hubiera escrito una persona. Con profesionalidad”. Este fue el encargo de mi jefe y tenía sus razones: está escrita por la inteligencia artificial, ese nuevo Prometeo que nos atrae, nos pica, nos desafía y nos ayuda a investigar a la vez que amenaza la veracidad de lo que contemplamos. El mundo del arte y la creación están asustados, con razón, ante el potencial arrollador de unas herramientas que vomitan fotos, ilustraciones o guiones coherentes a una velocidad que los humanos jamás podríamos siquiera imitar. Y con una calidad de la que dudamos. Pero que tememos.
Estamos en desventaja. Al fin y al cabo, esas herramientas procesan toda la creación universal almacenada en sus venas (digitales), mientras que nosotros, los mortales, trabajamos solo a partir de la ínfima cantidad de lecturas que llega a nuestras frágiles neuronas, que en general no saben ni qué hacer con ella aparte de arrinconarla en algún pliegue cerebral. Una competición desigual.
Por eso, la primera reacción ante un encargo así fue el recelo. Incluso el terror. ¿Y si la novela es buena? ¿Y si nos quedamos sin trabajo, como tantos abogados que pueden ver redactados sus recursos en segundos, traductores espantados por la competencia robótica o sanitarios que asisten a la capacidad de diagnóstico de la herramienta en cuestión? No importa. Nos armaremos de valor. Como dice Murakami, la literatura es un ring al que todo el mundo puede saltar. Que salte la Inteligencia Artificial también, pues. Veamos qué ocurre.
La segunda reacción fue más interesante: la tentación. Esta novela puede tener una gran ventaja: los editores, agentes, críticos y libreros no tendrán que lidiar con nuestros egos de autor. ¿Se imaginan? Se acabó soportar nuestros temores, inseguridades, sospechas, envidias y la convicción de que a los demás les tratan mejor. De que nos tienen manía. Que llueve, que hay fútbol, que hace demasiado sol y todas las excusas que intentan consolar un fiasco en un día de firmas. Las autoras no podremos sospechar que premian a un hombre por hombre. Y los autores, a su vez, no temerán que premien a una mujer por mujer. Empiezo a pensar que me gusta, tiene ventajas la Inteligencia Artificial.
Resueltos ya los dos prejuicios, pongámonos ya en situación: hablamos de Death of an Author, una novela que el periodista y escritor canadiense Stephen Marche ha ¿escrito?, ¿publicado?, ¿editado?... (hasta elegir el verbo es difícil). Digamos sencillamente que la ha colocado en el mercado tras elaborarla en un 95% por ChatGPT y otras dos herramientas de IA: Sudowrite y Cohere. Digamos también que ha puesto ese 5% restante para que el frankenstein de la novela criminal adquiera un sentido. Y que la ha movido lo suficiente como para que algunos nos ocupemos de ella.
El argumento es tan correcto como el que puede poblar cualquier contraportada que tengamos a mano: nuestro protagonista es un profesor especializado en novela criminal que recibe una noticia inesperada. Peggy Firmin, grandísima autora en la que él se había especializado y de la que había escrito, ha sido asesinada. Y, aunque él no la conocía, una carta anónima le invita al funeral.
El autor (y sus herramientas) han añadido los ingredientes propios del canon: el profesor vive solo, aislado y desconectado de internet frente a un lago, intentando superar un mal divorcio. Su compañía más cercana es el camarero del bar más cercano, donde aparte de conseguir wifi le sirven unos nachos que le dejan anclado a la taza del váter durante los días siguientes. Un alto precio por un rato de conexión.
Pero los héroes de las novelas de suspense deben sufrir como dios manda y nuestro profesor no solo afrontará la diarrea de su precariedad vital, sino el comienzo de una pesadilla que situará las sospechas en él: la agenda de la asesinada, los correos y más pruebas le van a empezar a situar en un sitio peor que ese váter. No diré más.
La trama tiene coherencia, faltaría más. La máquina no sufre, al fin y al cabo, los vaivenes vitales, la dificultad de atar cabos y la falta de foco con la que los manuscritos suelen llegar al pobre editor. El pulso narrativo, que el propio autor defiende en su epílogo como “compulsivamente legible”, no pasa, sin embargo, la prueba del algodón.
Cargado y sobrecargado de guiños, la novela parece a veces un juego de mesa para que vayamos identificando hitos importantes de la literatura y el presente so pena de quedar como iletrados: desde el nombre del protagonista, Gus Dupin (homenaje a Edgar Allan Poe), hasta las absurdas condolencias por el asesinato llegadas desde los mismísimos Ian McEwan, Margaret Atwood o Salman Rushdie (0 en credibilidad), la presencia de Justin Trudeau o la creación de un millonario que invierte en tecnología, obviamente inspirado en Elon Musk. Todos los ingredientes se unen para devolver a cada lector un trocito de su conocimiento de una manera que se intuye maquinal.
Y además, está la trama. Para suicidarse. El libro de la Inteligencia Artificial se convierte en metalibro de la metainteligencia artificial, como cuando Billy Wilder nos ofreció el metacine en El crepúsculo de los dioses, pero en malo. El argumento nos sumerge en los propios peligros de estas herramientas y del desarrollo tecnológico. Las pruebas del crimen pueden haber sido creadas por robots auspiciados por la propia autora que jugaba a narrar su propio asesinato. Y es así como la novela criminal se convierte en crimen en sí misma. Hay más: en el funeral, será un holograma de la autora quien glose su propia vida, en una escena en la que esto, el holograma, será lo más creíble, puesto que se atribuye haber salvado la paz mundial en una vida anterior en que fue piloto de guerra y se negó a apretar el botón. Inenarrable.
Y alguien ha debido engañar al ChatGPT para que haga sobredosis de símiles y metáforas cuando encontramos una frase así: “El alivio encajó en él como un sombrero viejo, como sábanas frías sobre un cuerpo tibio, como la niebla en un puerto”. No hay aquí espacio ni energía suficientes para analizar todo este exceso. Ni sus contradicciones.
Confieso que arranqué a leer con un intento de objetividad en el que dejara aparte el recelo. Y que las primeras páginas me aportaron un cierto aroma agradable a Agatha Christie cuando describe la naturaleza, el lago o los elementos iniciales de la acción. O a Conan Doyle al enrevesar la trama con esa lógica que utilizaba el inglés al abandonar la verosimilitud a cambio de la fascinación que procuraba entrar en la mente de Sherlock Holmes. Pero los aburridos comentarios de prensa que añade para situar a la autora asesinada o los interminables intercambios de emails entre profesor y autora no pasarían el examen de literatura más light. Literatura es crear a partir de ideas, hechos, escenas, diálogos, palabras. Como en la cocina, amasar ingredientes hasta lograr que no se noten. Y aquí se notan todos, aunque sean de Inteligencia Artificial. Está la patata. Está el huevo. Y está la cebolla. Pero no hay tortilla.
Julio Llamazares me dijo en una reciente entrevista que las librerías están llenas de libros que no están escritos por escritores y tiene razón. Pero al menos son personas. Quién sabe si ahora se llenarán de obras escritas por ChatGPT. Al menos, al leer esto, la herramienta no sufrirá.
Coda: ¿Y si esta crítica se la hubiéramos pedido al ChatGPT? ¿Idea para la próxima vez? Veremos.
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