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Luis Chitarroni, una forma de la generosidad

El escritor y editor interpretó un papel importante en la renovación de la literatura argentina que tuvo lugar a mediados de la década de 1990

Luis Chitarroni
El escritor Luis Chitarroni en octubre de 2014 en su casa de Buenos Aires, Argentina.Ricardo Ceppi (Getty Images)
Patricio Pron

Luis Chitarroni nació en Buenos Aires el 15 de diciembre de 1958 y murió en esa ciudad el 17 de mayo de 2023. Una vida puede ser narrada de muchos modos —incluso sumarialmente, como aquí, con dos fechas y uno o dos nombres de ciudades—, pero la de Chitarroni no puede ser contada sin hablar de los libros: de los que escribió él mismo —Siluetas (1992), El carapálida (1997), Peripecias del no (2007), Mil tazas de té (2008), La noche politeísta (2019), Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) (2019), Pasado mañana (2020)—, de los que hizo como antologador —La muerte de los filósofos en manos de los escritores (2009), La carta perdida (2022)...— de los que publicó como editor, de los muchos, realmente muchos, que leyó y de los que habló.

Buena parte de los autores que le interesaban —sin embargo, tan solo la punta del iceberg— estaban ya en Siluetas, su primer libro: Benjamin Constant, Georg Büchner, Sousándrade, Gerard Manley Hopkins, Italo Svevo, Charlotte Mew, Andrei Bieli, Max Beerbohm, Ford Madox Ford, Catalina de Erauso, Oliver St. John Gogarty... Chitarroni había trazado sus perfiles para la revista argentina Babel y se propuso reunirlos en un libro “como una especie de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, una reunión en la que los invitados ‘hacen rostro’ y a la que sí asisto”; seguramente muchas de estas referencias son ignoradas por quien lee esto, así como, quizás, tampoco le digan nada ya los nombres de Francisco Porrúa y Enrique Pezzoni, los dos extraordinarios editores junto a los que Chitarroni se formó. Antes de que alguien formule la habitual acusación de pedantería, hay que decir que en sus libros —y muy especialmente en la conversación con él— estos nombres no aparecían para reclamar un territorio y un prestigio, sino porque Luis creía acertadamente —como Jorge Luis Borges, como tantos otros— que nuestra cultura, al igual que el lenguaje, es un vasto sistema de citas y sentía placer en citar, que es una forma de compartir. Como escribió Diego Erlan: “Tener la oportunidad de hablar con Luis Chitarroni era una experiencia extraordinaria: por la generosidad de escucharte y de tomar lo que uno decía para expandirlo con referencias de las que uno no tenía ni idea”. Yo descubrí gracias a su Siluetas a Djuna Barnes, a William Gerhardie y a Junichirô Tanizaki, por ejemplo: fueron descubrimientos importantes para mí, que alteraron de forma perceptible mi manera de leer, de concebir la literatura y sus potencias, de pensar en los libros que por entonces ya quería escribir.

No es necesario decir que este tipo de generosidad es poco frecuente. Como editor, Chitarroni interpretó un papel importante en la renovación de la literatura argentina que tuvo lugar a mediados de la década de 1990, cuando publicó en la editorial Sudamericana a C. E. Feiling, Fogwill, César Aira, Ricardo Piglia, Daniel Guebel, Rodrigo Fresán, María Martocia, Luis Guzmán, Alan Pauls y María Negroni, entre otros. Volvería a ampliar, a enriquecer nuestra perspectiva como lectores una década después, publicando en La Bestia Equilátera a Muriel Spark, David Markson, Alfred Kubin, Arno Schmidt, Julian Maclaren-Ross y Alfred Hayes, entre otros. Como escritor, Chitarroni también ocupó una posición intermedia: sus libros —deliberadamente elusivos, irónicos, prodigiosos— nos hablan de una época en la que la mayor parte de los escritores producía su obra a despecho de las modas y con una voluntad de estilo que se oponía implícitamente a las demandas de transparencia, accesibilidad y masividad del mercado literario; también nos recuerdan que los escritores solían leer mucho y hacerlo sin prestar demasiada atención al sitio de procedencia de los escritores. Dos cosas que tienden a no ser habituales ya en la literatura argentina. En palabras de Daniel Gigena: “Todo lo que escribió [...] fue una incesante tentativa de saldar las deudas con los libros de otros, una dilapidación sin cálculo ni medida”. Con sus libros, Chitarroni nos hizo adquirir también a nosotros el único tipo de deuda que vale la pena tener. No solo por eso, sino también por su pasión por la literatura, por su sentido del humor, por su generosidad, por su inmenso talento, el vacío que deja en esa literatura y en las vidas de quienes fuimos sus lectores y sus amigos es enorme.

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