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Sentido y sensibilidad

Los cuentos de Charlotte Mew reflejan en sus diálogos la distancia entre los deseos de los personajes y lo que estos se permitían decir en la época victoriana

Patricio Pron
Una pareja patina en un lago al norte de Londres en torno a 1910.
Una pareja patina en un lago al norte de Londres en torno a 1910.GETTY

Charlotte Mew no fue especialmente prolífica: en su posfacio a este libro de cuentos, Liborio Barrera enumera “algunos ensayos, menos de un centenar de poemas y ni una veintena de relatos”. Nació en Londres en 1869 y murió en esa ciudad 58 años después, vivió toda su vida en la casa familiar en Bloomsbury (lo que la sitúa en la vecindad geográfica, pero no estética, del grupo en torno a Virginia Woolf) y sus interlocutores fueron Joseph Conrad, Ezra Pound y Thomas Hardy. Pese a ello, sólo publicó un libro en vida (el excelente The Farmer’s Bride, 1916) y ocupó una posición marginal entre sus contemporáneos.

A ello contribuyó indudablemente su rechazo a la literatura de su época, de la que su obra es extemporánea: sus poemas son clásicos en hechura y ponen de manifiesto una visión no necesariamente idealizada, pero sí anacrónica, de la cotidianeidad en los pequeños pueblos ingleses, y sus cuentos (cinco de los cuales son publicados aquí) pertenecen al tipo de realismo victoriano de tema romántico que los modernistas, sus contemporáneos, rechazaron explícitamente. ‘La esposa de Mark Stafford’ narra la historia de una joven que rompe su compromiso con un ingeniero para casarse con un filósofo a cuyo lado brilla en los salones londinenses; cuando el ingeniero regresa de una estancia en España, la joven escapa con él, pero muere poco antes de abandonar Inglaterra.

Mew tiene un estilo sensible y delicado (“nada resultaba evidente, sólo sutil, como un cambio de temperatura en el aire”, escribe) en el que predominan los circunloquios y la expresión afectada. Se trata de un estilo especialmente apropiado para dar cuenta de la distancia entre los deseos de los personajes y lo que estos se permiten decir en la conversación social, como sucede en los diálogos de ‘Algunas formas de amor’, en el final de ‘Una puerta abierta’ y en un cuento excepcional, ‘Mortal fidelidad’, en el que el intercambio en torno a lo que “se debe hacer” entre un sepulturero y una viuda reciente acaba convirtiéndose en una propuesta de matrimonio. Pero si estos cuentos destacan por algo es por sus personajes femeninos: la voluble y fatua Kate Stafford del primero de los relatos del libro, la joven de ‘Una puerta abierta’ para quien “la vida no era emocionante, nunca lo había sido; pero ya no era ni levemente entretenida”, la Laurence Armitage del mismo cuento, que rechaza un matrimonio conveniente para misionar en África, la Evelyn de ‘El amigo del novio’: todas se debaten entre unas convenciones que inhiben su personalidad y las posibilidades que se derivan del cambio social, en particular tras la Primera Guerra. Una de ellas afirma, por ejemplo: “Yo nunca he vivido […], al menos no desde que era niña; mi modista y mis compromisos no me dejan tiempo”; cuando más tarde cree haber hallado su “voz”, pide disculpas a su interlocutor por si hace “mal uso de ella”. A sabiendas de que ese hallazgo la condenaba, Charlotte Mew se suicidó bebiendo media botella de desinfectante en 1928.

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Autor: Charlotte Mew (traducción de Ángeles de los Santos). Posfacio de Liborio Barrera.


Editorial: Periférica (2018).


Formato: tapa blanda (232 páginas).


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