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TRIBUNA LIBRE
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Chitarroni, dicha de la literatura

Tras la dictadura, la escena argentina era intensa y festiva. Se lanzaban manifiestos y se creaban editoriales y revistas

Luis Chitarroni
El escritor argentino Luis Chitarroni, en su casa de Buenos Aires en octubre de 2014.Ricardo Ceppi (Getty Images)

Peripecias del no, publicada en Argentina en 2007 y ahora reeditada en España (Firmamento), es la gozosa cristalización de una intensa vida literaria: la del Buenos Aires de las décadas finales del siglo XX. Gira en torno a un grupo de amigos que publican una revista, llamada Ágrafa o, a veces, Alusiva. El nombre parodia la Acéphale de George Bataille. La cantidad de citas directas y veladas, de guiños (Wallace Stevens, por ejemplo, aparece aludido por su poema/catálogo sobre “maneras de mirar un mirlo”, que el narrador convierte en “maneras de fumar en un salón literario”), de nombres en clave y obras de todos los géneros e idiomas tiende al infinito. Un entusiasmo en el cruce de las varias facetas de su autor, Luis Chitarroni: la de editor (lo fue durante años en Sudamericana, y en los últimos tiempos, del sello independiente La Bestia Equilátera), crítico, animador y colaborador de publicaciones de muy diversa índole. Nunca fue maestro de ceremonias en listas de éxitos, sino una especie de regidor entre bambalinas, de decantador exquisito. No es inocente que Peripecias del no lleve ese subtítulo inquietante, ‘Diario de una novela inconclusa’: pequeños núcleos narrativos pautados por el NO que los interrumpe, anotaciones para desarrollos futuros, apuntes de lecturas, registro de reuniones de amigos de una cómica solemnidad: “Una épica del disimulo, una epopeya de lo secundario”, dice. Anota Patricio Pron en su preciso prólogo: “Nadie escribe como Chitarroni, pero tampoco nadie lee como él”.

Quien haya leído lo anterior pensará, seguramente, en Borges. La vida literaria hecha literatura y viceversa, el anudamiento de escritores verídicos y apócrifos, la novela como horizonte necesario y despreciado a la vez. Pero Chitarroni escribía en la misma ciudad que César Aira y Ricardo Piglia; Alberto Laiseca y Luis Gusmán; Sergio Chejfec, Matilde Sánchez, Mirta Rosenberg y Daniel Guebel, por nombrar solo a algunos. Tras la recuperación de la democracia, la escena intelectual era intensa y festiva, contra todos los vaivenes de la política y la economía. Los escritores lanzaban manifiestos, creaban editoriales y revistas. En el invierno de 1986, un extenso grupo de poetas jóvenes, bajo la dirección de Daniel Samoilovich, saca Diario de Poesía: con su formato tabloide, llevará versos a los quioscos de prensa de Buenos Aires, Rosario y Montevideo. En abril de 1988, otra banda de amigos, conocidos como Grupo Shanghai, nucleados en torno a Martín Caparrós, Jorge Dorio y Guillermo Saavedra, lanza Babel, revista de libros. Publicará 22 números, hasta marzo de 1992. Los grupos podían ser permeables: varios de los colaboradores, como Charlie Feiling, fueron comunes. Todos los números de ambas publicaciones, y de muchas más de aquellos años, pueden consultarse ahora gracias a la extraordinaria labor del sitio electrónico AHIRA (Archivo Histórico de Revistas Argentinas), bajo la dirección de Sylvia Saítta.

Las reuniones eran multitudinarias: desbordaban los departamentos de los escritores y llenaban de vocerío los bares, como la confitería Richmond de la calle Florida, en cuyo subsuelo, junto a lo billares, había jugado al ajedrez Witold Gombrowicz. Cuando Babel estaba a punto de salir se decidió que cada número llevaría un perfil de uno de los escritores reseñados. Nadie dudó de que Chitarroni era la persona indicada para hacerlo. La recopilación de esas columnas conformarán Siluetas (1992, reeditado en 2020). En el prólogo, confiesa no haber asistido a la reunión en que se le adjudicó la sección y alude para ello a un famoso chiste de Macedonio Fernández: “Al concierto de piano de la señorita López faltó tanta gente que si llega a faltar uno más no cabe”. La mayoría de los escritores, para mostrarse creativos, borran las huellas de sus lecturas; Chitarroni hace lo contrario: las entreteje, las mezcla con invenciones propias, las superpone de un modo imprevisible y sorprendente, como en un collage de Max Ernst. La información fragmentaria de que disponía se convierte en estímulo para la invención, que no se oculta. Entre “preferencias y obligaciones” están Italo Svevo, Andréi Bieli, Djuna Barnes, Ford Madox Ford, Joseph Cornell, Arno Schmidt y muchos más. La semblanza de Oliver St. John Gogarty, cirujano y poeta, se basa en una carta de Joyce, “prueba irrefutable de que quien escribe esto no es historiador ni artista”; escritor, sí, a pesar de todas sus declaraciones de modestia, que Julio Prieto denomina “erudición reticente”.

‘Peripecias del no’ es un libro vivo, divertido si el lector está dispuesto a entrar en juego; una guía inabarcable

Peripecias del no es un libro vivo, divertido si el lector está dispuesto a entrar en juego; una guía inabarcable y eficaz (cómo resistirse al narrador que se ordena a sí mismo “releer los tres cuentitos [de Henry James] que tradujo [José] Bianco”), una efervescente evocación de varias generaciones de escritores nucleados, casi siempre, en torno a las revistas. Así que terminaremos con lo que escribió Beatriz Sarlo en otra de las imprescindibles, Punto de vista: “Chitarroni escribe una no novela… La ‘peripecia del no’ es la resistencia última de un escritor a la desaparición de lo que considera literatura. Sin desesperación, con cortesía melancólica y afecto erudito, escribe tocando el límite extremo, exterior, extemporáneo, de la ficción. El jardín está en ruinas, y Chitarroni permanece allí”.

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