Muere el escritor argentino Alberto Laiseca, representante del realismo delirante
Sus obras más conocidas fueron 'La mujer en la muralla', 'El jardín de las máquinas parlantes' y 'El gusano máximo de la vida misma'
“No sé por qué escribe un escritor”, afirmó Alberto Laiseca, muerto el pasado 22 de diciembre en Buenos Aires, Argentina. Él lo hacía, le dijo a Graciela Speranza en 1993, para revertir imaginariamente los padecimientos de una infancia presidida por la pérdida de la madre y un padre despótico y por una vida de dificultades materiales y vagabundeo. “Frente a la impotencia, frente a las humillaciones, el único modo de encontrar un espacio de poder es dentro del mundo de la ficción”, admitió.
Nacido en la ciudad de Rosario en 1941 pero residente durante su infancia y su adolescencia en la provincia de Córdoba, Laiseca se había radicado en Buenos Aires en 1966; después de Su turno para morir (1976), su primer libro, había publicado Poemas chinos (1987), los relatos de Matando enanos a garrotazos (1982) y dos novelas, Aventuras de un novelista atonal (1982) y La hija de Kheops (1989), aunque sería en la década siguiente cuando iba a ingresar en la primera plana de los escritores argentinos, debido a la entrevista consagratoria de Speranza, pero también, y sobre todo, gracias a una serie de obras excepcionales: los cuentos de Por favor plágienme (1991) y las novelas La mujer en la muralla (1990), El jardín de las máquinas parlantes (1994) y El gusano máximo de la vida misma (1999). En ellas, Laiseca profundizaba en lo que llamó “realismo delirante”, un estilo que situaba la desmesura y la libertad creativas por sobre la demanda de verosimilitud de los hechos narrados, que “no se suceden o precipitan debido al puro automatismo psíquico, las alucinaciones o la escritura bajo el dictado del inconsciente, como en la receta del surrealismo histórico, ni tampoco a partir de los desplazamientos por contigüidad del significante, como en el modelo barroco”, según el crítico argentino Martín Prieto, sino mediante el ejercicio deliberado de la exageración.
Con su método, le confesó a Speranza, no hacía otra cosa que ponerse “a la altura del universo, porque el universo es realista delirante”. Poseedor de saberes diversos que incluían la poesía china clásica, el sistema de alcantarillado de la ciudad de Buenos Aires, las batallas de la Primera Guerra Mundial, la IV Dinastía egipcia y las “ciencias ocultas”, el escritor presumía de lo mucho que se había documentado para escribir tres de sus libros más importantes, La mujer en la muralla —la bella historia de una mujer que camina treinta kilómetros por día durante años para reencontrarse con su marido—, El jardín de las máquinas parlantes y La hija de Kheops; en esta última, Laiseca hacía unas afirmaciones acerca del consumo de cerveza por parte de los constructores de las pirámides que la arqueología iba a confirmar sólo años más tarde, en una demostración de que su “realismo delirante” respondía a una concepción nada improvisada de las líneas de fuerza de la Historia.
“La pasé muy mal en una época de mi vida. Pensaba mucho en el suicidio, fueron décadas así”, afirmó el autor de Las cuatro torres de Babel (2004) o La puerta del viento (2016). Aunque su figura iba a hacerse popular gracias a su participación en algunos filmes y en el programa televisivo Cuentos de terror, en el que echaba mano de sus dotes de narrador oral para recrear relatos del género, Laiseca —quien había ejercido oficios diversos, trabajando en las cosechas, como empleado de la compañía telefónica y como corrector de pruebas— publicó diecinueve libros a lo largo de su vida; el más importante y extenso de ellos fue una especie de leyenda durante años: Los sorias se eleva en sus 1.400 páginas desde las dificultades de convivencia entre tres hombres en un cuarto de pensión a una lucha de dimensiones planetarias, pero, en realidad, su tema, dijo su autor, es la “humanización” de unas personas deshumanizadas por el dolor y las humillaciones. Laiseca, quien creía que la literatura tiene como finalidad hacernos más íntegros, más sabios, más humanos, murió el pasado 22 de diciembre a los 75 años de edad.
Babelia
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