Los vaqueros del viejo Oeste se topan con la inteligencia artificial
El ‘western’ ha mostrado muchas veces el desconcierto ante la llegada de una revolución material, muy difícil de prever e imposible de frenar


El cineasta Jean Renoir escribió un libro precioso sobre su padre, el pintor impresionista francés, que se titulaba sencillamente Pierre-Auguste Renoir, mi padre (Alba). El artista, fallecido en 1919, vivió al final de su vida el arranque de una gigantesca transformación tecnológica. “Los grandes descubrimientos, los que iban a cambiar el mundo, estaban hechos”, sostiene el cineasta sobre el momento en el que nació su padre, en 1841. Describe un país que se encontraba a las puertas de un cambio total, pero todavía anclado en el pasado. “Un campesino de los alrededores de Limoges, aparte de algunos detalles en la vestimenta y las herramientas, trabajaba la tierra de la misma forma que sus antepasados en los tiempos de Vercingetorix”.
En 1919, el momento de la muerte del pintor, un año después del final de la Primera Guerra Mundial —el primer conflicto marcado por las nuevas tecnologías, desde las ametralladoras hasta los explosivos, los carros de combate o la aviación—, todo era completamente diferente. “El campo había comenzado a vaciarse hacia las ciudades. Los obreros trabajaban en las fábricas. Las verduras consumidas en París venían del sur, incluso de Argelia. Teníamos un coche. Renoir tenía un teléfono. Las carreteras estaban asfaltadas. Nuestra casa tenía calefacción, agua caliente y fría, gas, electricidad, cuartos de baño”.
Las películas del Oeste han contado muchas veces cómo esa revolución tecnológica llegó a los lugares más remotos de Estados Unidos a principios del siglo XX. En Grupo salvaje o Los profesionales aparecen los primeros coches que empiezan a desplazar a los caballos; en Los hermanos Sisters, el cineasta francés Jacques Audiard narra el desconcierto de dos duros pistoleros que acaban de cruzar un inmenso y salvaje territorio cuando llegan a San Francisco y se encuentran con innovaciones como el cuarto de baño o la iluminación de las calles. Ahora la serie 1923 (SkyShowtime), protagonizada por Harrison Ford y Hellen Mirren, regresa a ese viejo tema del wéstern que Sam Peckinpah resumió en una frase de Pat Garret y Billy The Kid, que pronuncia el bandido adolescente: “Los tiempos cambian, pero yo no”.
La serie, una precuela de Yellowstone, narra la historia de la familia Button en Montana en la primera parte del siglo XX (una precuela anterior, 1883, contaba su llegada al Oeste como colonos). Cuando los vaqueros viajan a la ciudad más cercana, Bozeman, se encuentran con coches, calles asfaltadas y con todo tipo de innovaciones que desconocían hasta entonces. En el tercer capítulo, aparece un vendedor de aparatos eléctricos: neveras, lavadoras… “Todas las casas de Nueva York tienen electricidad”, les dice a los tipos que pasan desconcertados con sus caballos, sus pistolas, sus pantalones de montar ante los electrodomésticos que exhibe en la calle. “Si inventan máquinas para hacer eso, ¿entonces nosotros qué haremos?”, sostiene uno de los cowboys. La escena transcurre hace un siglo, cuando el cambio estaba en marcha, pero sus protagonistas no eran capaces de prever lo que iba a ocurrir.
Los avances de la inteligencia artificial parecen acelerarse y anuncian una transformación drástica del mundo. La primera vez que hicimos una búsqueda en internet o que tuvimos un móvil en nuestras manos difícilmente podíamos intuir hasta qué punto la tecnología iba a influir en nuestra vida cotidiana y transformar nuestro oficio. El hecho de que expertos en inteligencia artificial reclamasen recientemente frenar seis meses la “carrera sin control” de los ChatGPT demuestra que algo todavía más profundo puede estar gestándose. Jean Renoir definió así el gigantesco cambio que se avecinaba en el siglo XX. “De vez en cuando mi padre y yo intentábamos determinar el momento en el que se produjo el paso simbólico de la civilización de la mano a la del cerebro”. Tal vez, el siguiente salto sea el del cerebro artificial y nosotros seamos esos vaqueros desconcertados y todavía incrédulos ante el poder de la electricidad.
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