Los Renoir: en el nombre del padre y del hijo
Una exposición en el Museo de Orsay compara las obras del pintor y el cineasta, unidas por las influencias y las discrepancias
Fue hijo de un monstruo de la pintura, pero Jean Renoir nunca tuvo que matar al padre. Su solución fue optar por el cine como medio de expresión, disciplina que entonces no era considerada un arte en mayúsculas, evitando la odiosa comparación con las obras maestras que convirtieron a su progenitor, Pierre-Auguste Renoir, en uno de los jefes del impresionismo. Pero el hijo nunca cortó del todo el cordón umbilical. La influencia de ese padre al que no dejó de venerar terminó impregnando su filmografía, como demuestra la exposición Renoir, padre e hijo. Pintura y cine, en el Museo de Orsay de París.
Renoir hijo fue consciente de mantener una relación ambivalente con el legado paterno. “He pasado mi vida intentando determinar la influencia de mi padre sobre mí”, dijo en 1974, cinco años antes de su muerte. Tal vez porque la respuesta a su reflexión no era categórica: el diálogo del cineasta con el pintor fue tan fecundo como paradójico y conllevó acuerdos y discrepancias. A ratos, las películas del hijo son un reflejo deformante de los lienzos del padre. En otros casos, no parecen firmadas por un consanguíneo. Pese a todo, el ejercicio comparativo que propone el Museo de Orsay, hasta el 27 de enero, desprende una “sensibilidad común”, como dejó dicho el crítico André Bazin. Para demostrarlo, la muestra pasa revista a cuadros, fragmentos de películas, esbozos y dibujos, cartas manuscritas, vestidos de época y viejos carteles. “Esa sensibilidad se traduce en un gusto compartido por la naturaleza y por la luz. Ambos crean un arte vivo, que capta las vibraciones y los cambios que se producen a su alrededor”, analiza la comisaria, Sylvie Patry, conservadora general del museo.
Los motivos son recurrentes en las obras del padre y las del hijo. Están la mujer y el niño, la obsesión por el curso fluvial, el interés por la danza como espectáculo social. Y, en el parecido más cautivador, el columpio que protagoniza un famoso cuadro de Renoir padre, que cobra movimiento en una secuencia de Una partida de campo, mítico mediometraje de 1936 que la nouvelle vague convirtió en piedra fundacional de su revolución fílmica. Basada en un relato de Guy de Maupassant ambientado en 1860, cuando Pierre-Auguste era un joven artista, la película transcurre en esa naturaleza pastoral que predomina en sus obras y está protagonizada por personajes que parecen salidos de sus obras.
Los dos se consideraban artesanos. Pierre-Auguste trabajó como pintor de porcelana en sus inicios y fue un defensor de las artes decorativas, mientras que Jean empezó en la cerámica, por imposición paterna, antes de dirigirse hacia el cine. “Para ambos, la creación no fue un proceso abstracto, sino el encuentro con una materia, un paisaje o una modelo”, señala Patry. Padre e hijo rechazan el papel del artista como teórico. “Para los Renoir, el arte es una especie de bricolaje”. La obsesión por el naturalismo también fue común. Apasionados lectores de Flaubert y Zola, se plantearon cómo reflejar la vida real en sus obras. A Pierre-Auguste nunca le gustaron las modelos al uso: solía pedir a sirvientas y mujeres de la calle que posaran para él, igual que haría después Jean al contratar a intérpretes no profesionales. La más conocida fue Andrée Heuchling, una modelo de curvas prominentes que los dos compartieron: fue la última musa del padre y la primera del hijo, que terminaría casándose con ella. Con el nombre artístico de Catherine Hessling, protagonizó películas como La hija del agua o Nana.
La obra del hijo no existiría sin la del padre. No solo por esa influencia inmaterial, sino también por los beneficios generados por la venta de sus cuadros, que heredó tras la muerte de Pierre-Auguste en 1919. Pese a los fracasos iniciales, el éxito de La gran ilusión (1937) o La regla del juego (1939) convirtieron a Jean en una estrella. Se instaló en Beverly Hills y volvió a adquirir las obras de las que se había desprendido. A mediados de los cincuenta, regresó a París para rodar películas como French CanCan o Elena y los hombres, homenaje al Montmartre que frecuentó su padre.
Diferentes y parecidos
En las salas del Museo de Orsay, las similitudes entre las obras de padre e hijo saltan a la vista, aunque no más que las divergencias. De entrada, por las diferencias intrínsecas a la disciplina que eligió cada uno. La pintura implica detener el tiempo y Pierre-Auguste, más que muchos otros pintores, la concibió como un profundo ejercicio de contemplación. El cine de los orígenes fue, al contrario, pura fascinación por el movimiento. Tampoco compartieron la misma opinión sobre el papel social del artista. “Para el padre, el mundo es un lugar sombrío y de nada sirve que la pintura insista en su fealdad. Para el hijo, en cambio, nacido en otra época e inscrito en otra forma de arte, el cine debe ser un reflejo del mundo, incluyendo su parte más oscura”, sostiene la comisaria de la exposición Sylvie Patry. Para marcar esa distancia, la muestra nunca coloca un cuadro y una película en la misma pared, evitando simetrías forzadas. En la obra de estos dos maestros, las diferencias son tan importantes como los parecidos.
Babelia
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