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Tribuna
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La nueva muerte de Jean Renoir

Desde que, a caballo entre los años cincuenta y sesenta, se desencadenó (y sacudió desde dentro el polvo del cine: de Europa inmediatamente y algunos años después de Estados Unidos) el vendaval de la nueva ola, hubo entre los cineastas. franceses más representativos de este al principio provocador y luego cada vez más calmoso y sereno- radical giro formal, una pelea intestina nunca confesada: quién o quiénes de ellos ocupaban, si es que era posible ocuparlo, el vacío que dejó en las pantallas del mundo la figura irreemplazable del padre Jean Renoir, cuya mirada es uno de los escasos puntos de autoidentificación de todos aquellos artistas tan dispares, pese a que se movían (o eran embutidos en él desde fuera por analistas) en un mismo movimiento renovador. El paso esclarecedor de los años, el aplacamiento de la aparatosidad de aquella turbulencia y el progresivo, desvelamiento de quién es quién dentro de tan dispar conjunto, han derrumbado y puesto patas arriba muchas ideas temerariamente dadas por ciertas. Y si ciertamente el cálido rincón del padre Renoir no puede llenarlo ningún otro, hoy son (dejando a un lado a Eric Rohmer, que es sólo él, un islote de genio fuera de norma) dos espíritus superiores los que más lejos y con mayor vehemencia han rastreado las huellas que dejó el maestro común: Louis Malle y, desde hace no mucho, en su tardía y noble madurez, Bertrand Tavernier.Sobre todo Malle, por encima de todos Malle, pues se ha muerto y morir otorga forma definitiva y da cualidad de signo cerrado sobre sí mismo, a, la, obra del artista de fuste, una obra que, en la exquisita tarea de Malle en la vida, se cierra con un brote de ese genio artesanal que Renoir, pedía a gritos que el cine de la época de su declive y muerte (que comenzaba a envilecerse por los mandatos de un mercado de voracidad creciente y por el fenómeno de la sofisticación técnológica, cosas que hoy adquieren proporciones de peste) recuperase la inocencia inicial y reaprendiese la humildad de los pioneros de este arte prematuramente engolado y viciado: inocencia y humildad que perdió en una zona del ecuador del siglo, dejando abandonados en la cuneta los restos que le quedaban de la frescura fundacional.

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Este prodigio es Vania en la calle 42, una de las más hermosas y rotundas victorias del oficio sobre la técnica, de la artesanía sobre la industria -en eso consistía la llamada, hoy más vigente que nunca, de Renoir: y de Buñuel, Rossellini, Dreyer, Ford, Mizoguchi- del cine de las últimas décadas. Su condición de cierre del círculo de uno de los grandes creadores del cine moderno otorga a Vania condición testamentaria. Y esto obliga desde ahora, cuando sabemos que Malle no hará ninguna otra película, a contemplar las que hizo a través del filtro de esta conclusión, que arroja otra luz sobre Calcuta, Un soplo en el corazón, Adiós muchachos, Los amantes, Lacombe Lucien, Atlantic City, El fuego fatuo y el resto (no mucho) de su escueta y elegante obra, que siempre acarició la ambición de perfección y derivó de una mirada situada a la altura exacta de los ojos de la gente de este tiempo. Muere otro cineasta, como Renoir, irreemplazable.

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