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Los árboles y el bosque
Columna
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Blancanieves y los “siete verticalmente limitados”: Roald Dahl y los cuentos políticamente correctos

La reescritura del autor británico muestra lo que ocurre cuando la cultura queda en manos de grandes corporaciones

Ilustración del cuento original de 'Caperucita Roja', publicado por los hermanos Grimm en 1812.
Ilustración del cuento original de 'Caperucita Roja', publicado por los hermanos Grimm en 1812.
Guillermo Altares

En los años noventa, el escritor James Finn Garner publicó sus Cuentos infantiles políticamente correctos, que vendieron millones de ejemplares y fueron ampliamente traducidos (aquí los editó Circe). Su reescritura de los clásicos era muy ingeniosa, a veces tronchante. El encuentro de Blancanieves con los enanitos era descrito así: “Cuando despertó vio ante sí los rostros de siete hombres barbudos y verticalmente limitados”. Su versión de Caperucita Roja arrancaba de la siguiente manera: “Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad”. Y La Bella Durmiente se titulaba: “La persona durmiente de belleza superior a la media”.

Más allá de las bromas en un momento en que el lenguaje políticamente correcto era una reivindicación de la izquierda y de las minorías para que palabras muy corrientes quedasen marcadas como lo que eran, insultos racistas, homófobos o machistas, el libro recalca una evidencia: que los cuentos infantiles se han adaptado a lo largo de los siglos. De hecho, la mayoría de ellos se pierden en la noche de los tiempos —como ocurre con los chistes o las fábulas— y han vivido constantes transformaciones desde su origen hasta su normalización durante el romanticismo por autores como los hermanos Grimm o Hans Christian Andersen hasta las versiones de Walt Disney.

El historiador Michel Pastoureau explica en su libro Los colores de nuestros recuerdos (Periférica) que, aunque Caperucita Roja es uno de los cuentos más estudiados por los folcloristas y filólogos, no existe una única versión para explicar el color que da origen al relato. El recorrido que hace Pastoureau por la historia de esta fábula ayuda a comprender hasta qué punto los cuentos infantiles son complejos. La primera vez que está documentado es en la región de Lieja en torno al año mil. Para algunos autores, el rojo tiene que ver con la sangre, la violencia del lobo, la muerte de la abuela, incluso el diablo. El psicoanalista austriaco Bruno Bettelheim en un libro que estuvo muy de moda en los setenta, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, bucea en las versiones medievales, antes de que fuesen rebajadas en el XIX, y argumentaba que el color rojo está relacionado con la sexualidad y la brutalidad profunda de la historia (canibalismo incluido). Pastoureau, en cambio, ofrece una explicación menos retorcida: en la Edad Media el rojo era el color de Pentecostés, día en el que nació Caperucita.

Las historias infantiles han evolucionado y cambiado a la vez que los temores, los miedos, las esperanzas y las fantasías de la infancia y, por lo tanto, de la sociedad. Y algunos se quedan anticuados: me pregunto cuánta gente seguirá utilizando una expresión como “tienes más cuento que Calleja”. Es un error y una sandez reescribir a Roald Dahl, pero escandalizarse por ello es un poco como aquella famosa frase del capitán Rénault en Casablanca: “¡Qué escándalo! Aquí se juega”.

Lo que refleja ese error, corregido a medias porque circularán una edición descafeinada y otra con sus calorías de humor negro, no es que la literatura infantil se adapte a los tiempos que corren, algo que se remonta a la Edad Media, sino lo que ocurre cuando la cultura queda en manos de inmensas corporaciones que —legítimamente— se preocupan sobre todo por el beneficio. No ofrecen una manzana envenenada a la sociedad, sino que, como hizo Disney en su momento, buscan lo que creen que un público masivo va a pagar por leer, sin meterse en líos ni complicaciones. Las versiones light de Dahl se parecen más a Google, impidiendo que pueda buscarse Tíbet o Winnie the Pooh en China, que a Blancanieves y los siete verticalmente limitados.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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