Roald Dahl, entre la rabia y el humor
La buena literatura infantil debe tener algo transgresor, subversivo y no pedagógico, para que los niños sientan que entran en un terreno de plena soberanía
¡Aleluya! Al fin se arma un revuelo con la censura que cercena con demasiada frecuencia la literatura infantil. Les aseguro que el asunto interesa realmente tan poco en el mundo cultural que ha tenido que llegar un tótem como Roald Dahl para que algunos se lleven las manos a la cabeza. Si las novelas para adultos estuvieran sometidas al escrutinio de los textos dirigidos a los niños, pensaríamos que en nuestros países no existe la plena libertad creativa. De cualquier manera, seamos justos y pongamos el asunto en perspectiva: los cuentos llevan versionándose desde que comenzaran a publicarse las primeras antologías. Tendríamos que remontarnos al Pentamerón, el cuento de los cuentos (Siruela), una recopilación fabulosa del siglo XVII en la que el napolitano Giambattista Basile recogía por vez primera las más hermosas fábulas populares, que fueron suavizadas en el XIX por los hermanos Grimm y emprendieron su camino adaptativo hasta las acarameladas películas de Disney. Si usted leyera la primera versión de la chica que inspiró la Bella Durmiente se encontraría con una joven en estado de coma a la que un rey que pasaba por allí viola y deja embarazada de gemelos. Los gemelitos nacidos de la mujer violada a punto están de ser cocinados para el padre de la muchacha. Es obvio que por mucho que defendamos la exposición de los niños a cualquier tipo de cuento, el Pentamerón es ahora un extraordinario y exclusivo volumen para adultos interesados en la concisión y crudeza de estos cuentos de la lumbre, que Italo Calvino definió como “el sueño de un Shakespeare napolitano”.
Pero llega un momento en el que los cuentos infantiles se despegan de la tradición oral para convertirse en creación puramente literaria y es ahí donde, a pesar de la importancia que tienen en el desarrollo de la imaginación infantil, no suelen concitar la atención que merecen, salvo cuando se trata de someterlos al perverso mecanismo de la corrección moral. Los que hemos vivido en carnes propias la censura por haber sido traducidos a numerosas lenguas podemos entender algún retoque debido a diferencias culturales o al cambio sutil de una época, incluso proponer motu proprio un cambio en alguna expresión. Pero la verdad es que la buena literatura infantil, la que juega en el mismo equipo que los pequeños lectores, ha de poseer algo transgresor, subversivo y no pedagógico, para que los niños sientan que entran en un terreno de plena soberanía.
Hace ya muchos años que la mirada castrante y sobreprotectora de algunos expertos condenó a las brujas a ser buenas, a los lobos a ser amables y al patito feo a no transformarse en cisne para que el lector no viera en ese final una inaceptable victoria de la belleza. Hace tiempo que algunos animalistas radicales tienen el ojo puesto en las viejas fábulas porque detestan la visión antropocéntrica con que se define el carácter de los animales. Así las cosas, estoy convencida de que me resultaría muy difícil ahora publicar los libros de Manolito, un niño que habla con la inocencia y el desparpajo de sus pares, y que por eso mismo ha sido tachado en EE UU de mil pecados sorprendentes, como de incitar al bullying. Por fortuna, lo tengo ahora mismo refugiado en una colección para adultos.
Cada autor se debe a su imaginación y a su época, incluso si se dedica al género fantástico. Cuando leemos literatura debemos aprender que algunas de las causas justas que hoy defendemos no despertaban entonces la misma solidaridad. La novela de aventuras está repleta de sueños coloniales, de misoginia, de burla cruel hacia los débiles y de venganzas. La mofa al aspecto físico es frecuente. No quiere decir que este sea el aspecto más interesante de los clásicos, se trata de ecos del sentir social de una época. En mi opinión, lo más transgresor de Roald Dahl no son las palabras crudas, sino esa rebelión continua contra la autoridad adulta, algo que sin duda representa un alivio para la mente infantil que se libra por un rato de las imposiciones que determinan el camino de su crecimiento.
A la inclusividad de los diferentes caminamos todos por nuestro propio pie, sin necesidad de catecismos. Pensar que la literatura infantil es un manual de buen comportamiento es despreciar a esos astutos lectores que saben quedarse con lo esencial. Ellos enseguida se percatan de si el autor o la autora se ponen de su parte. Al menos en el tiempo que dura la lectura de un libro, a todos nos gusta estar libre de convenciones y ataduras. Qué sería de Pippi o de Babar si no quedara constancia de su orfandad desde la primera página. Qué sería de Dahl sin esa crudeza sarcástica que sin duda se desarrolló en los espantosos años de internado inglés alejado de una madre de la que creía sentirse más cerca al asomarse a la ventana. Pobre chico. La rabia y el humor para sobrevivir nació ahí.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.