Los ojos de Ana Torrent son los ojos de las niñas de la Transición
Carlos Saura contó el horror del patriarcado y la dictadura y miró con asombro a las pequeñas de nuestra generación
Kim Carnes cantó a los ojos de Bette Davis con una voz macerada en sustancias corrosivas, pero no sé de nadie que cantara a los ojos de la niña Ana Torrent fotografiados por Carlos Saura. Sería imposible concentrar tantas informaciones en cuatro minutos pop. Porque dentro de los ojos de Ana iban abriéndose los ojos de una generación de niñas españolas que ya hemos cumplido los cincuenta. Los ojos de las que llevaron flores a la Virgen durante una temporadita y notaron por las alcobas de sus casas energías invisibles a las que no sabían ponerles nombre. Todo cambiaba, pero sentíamos un peligro confuso por el hecho de ser niñas que ansiaban un cuerpo voluptuoso y, en esa plenitud, presentían un daño.
Carlos Saura apresó una mirada común y radicalmente íntima. Me pregunto cómo podía saber tanto de nosotras. Con qué habilidad nos miraba a través de un agujerito. En La caza contó el horror del patriarcado y la dictadura, y quizá para constatar que ciertos residuos no se lavan fácilmente, miró con asombro a las niñas de nuestra generación para descubrir que, bajo nuestros juegos, dormían profundidades, miedos, ausencias, el deseo de crecer a una velocidad imposible, el sentimiento contradictorio de sentirte la niña más mala y más buena del mundo, creerte especialísima y ser a la vez como todas. Fuerte y frágil, como esas mujeres que reciben el estigma de fatalidad en cuanto se liberan: como Ana en Ana y los lobos, como Elena en Peppermint Frappé. Las que empezábamos a criarnos en el espejismo igualitario del posfranquismo también estábamos condenadas a vivir en la herida. Quizá esas niñas —nuestros cuerpos— fuimos la adelantada metáfora de la Transición.
Un amigo me observa y le dice a mi madre: “Esta niña está endemoniada”. Ana lanza su conjuro “que se muera” mezclando la energía de la imaginación y la niñez, un poder mágico, con el desvalimiento que convoca a los fantasmas amados. Los ojos de Ana Torrent son los de esas niñas especiales —todas— que, cuando cantan practicando un playback introspectivo —Jeannette a cuarenta y cinco revoluciones—, se buscan por dentro y a la vez quieren ser miradas. Isa Campo habla de “inocencia y maldad simultánea”. Las niñas malísimas suelen ser más tontas que un cubo bocabajo. Construyen su maldad con experiencias prohibidas: orgasmos que crees que solo tú eres capaz de sentir y te colocan en una dimensión superior. También te llenan de culpa.
Los ojos de Ana Torrent son los de esas niñas salvajes, que a medida que crecen van sintiendo una carga que les corta la respiración: hombres autoritarios, místicos, depredadores, con uniforme y pistola, sapientísimos, que no tolerarán jamás la libertad sexual ni las travesuras de las mujeres. Los ojos de Ana indagan en la verdad de nuestros fingimientos, juegos y máscaras, mientras nos pintábamos o rebuscábamos en un cajón para probarnos un sostén que nos venía grande. La precocidad erótica, esa anticipación que quemó a nuestras antepasadas como a polillas que se acercan a la luz, nos vuelven a contar el cuento de que a menudo deseamos lo que nos aniquila…
Sin la mirada de Carlos Saura no habrían existido cuadernos de Monstruas y centauras, la huérfana de Verano 1993 jugando a ser su madre, las conversaciones de Las niñas. Su retrato calcó realidades y profetizó violencias. Me queda la duda de si fue él quien nos observó amorosa e inteligentemente, o nosotras hoy somos así porque Saura nos imaginó. Pocos cineastas han resultado tan perturbadores para mujeres que mirábamos y nos mirábamos, desde el filo y la insatisfacción, la atracción simultánea por la convencionalidad y el abismo, el miedo y la esperanza, preguntándonos si de verdad éramos así.
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