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“No puedo escuchar sin mis subtítulos”: cómo el texto en pantalla pasó del rechazo a la hegemonía

De la resistencia del gran público a ver películas en versión original, la transcripción sobreimpresa en la imagen se ha convertido en una herramienta fundamental en el consumo cultural

Una de las intervenciones de 'Leer es sexy', el proyecto de Cris Celada y Tomás Castro en el que remezclan imágenes de divas pop con discursos filosóficos. Aquí, Beyoncé hablando sobre la activista Angela Davis.
Una de las intervenciones de 'Leer es sexy', el proyecto de Cris Celada y Tomás Castro en el que remezclan imágenes de divas pop con discursos filosóficos. Aquí, Beyoncé hablando sobre la activista Angela Davis.Leer es Sexy

El salto de fe definitivo llegó en la temporada de premios de 2020. “Una vez superen esa gran barrera que es la pulgada de ancho de los subtítulos, podrán disfrutar de películas increíbles”, defendió el ganador de la Palma de Oro en Cannes, el director Bong Joon-ho, al recoger su Globo de Oro a la mejor película extranjera por Parásitos. Unas semanas después, el cineasta haría historia en Hollywood al conseguir que una película rodada en coreano se hiciese con dos de los premios Oscar más codiciados (película y dirección, además del de película extranjera y guion original). La gala que más influye en la taquilla cinematográfica confirmaba que esa “barrera de ancho” en nuestras pantallas había sido oficialmente derribada. Y más allá de certificar el soft power coreano, el poder del subtítulo se volvió mainstream aquella misma noche, superando el cliché que lo asociaba a integristas del cine de autor. Allí se confirmó lo que el texto integrado en nuestras pantallas es hoy en día: una herramienta indispensable en el consumo cultural y social.

Que los subtítulos fueran dignos de reinar en los Oscar no pilló por sorpresa a los veinteañeros y treintañeros de nuestro tiempo. Su rutina, básicamente, no funciona sin ellos. Desde los clips de noticias silenciadas que miran en los ratos muertos del bus, los reels (vídeos cortos) de las cuentas que sugiere su algoritmo en redes o las series subtituladas (hasta en su idioma materno) que ven desde su habitación a bajo volumen para no molestar a sus familiares o compañeros de piso. Todo su consumo audiovisual pasa por ellos. Lo saben hasta Google y Apple, que han mejorado su sistema de subtitulación, mientras en TikTok e Instagram han perfeccionado la herramienta que permite subtitular nuestros propios clips de audio. No hay escapatoria: el subtítulo ha pasado del rechazo a una hegemonía absoluta en el día a día.

Lo confirmó un estudio de 2022 de la app de idiomas Preply, que desveló que siete de cada diez jóvenes de entre 18 y 25 años consumen absolutamente todo subtitulado y cinco de cada diez mileniales solo miran clips si tienen textos integrados. La mitad de ellos, además, acceden a este tipo de contenido en espacios públicos y fuera de casa. La ubicuidad de la palabra sobreimpresa en pantalla es tan evidente que hasta protagoniza memes, la unidad mínima de comunicación viral que lo empezó todo en este nuevo consumo voraz de texto e imagen integrados. Uno de los favoritos de Twitter, por su exitosa reincidencia, es esa metáfora visual en la que se ve a Velma de Scooby Doo buscando sus gafas a tientas en un cuarto oscuro mientras se dice: “Mis subtítulos, no puedo escuchar sin mis subtítulos…”. Quién no se ha sentido alguna vez como ella.

Precariedad y monopolio

¿Quién se esconde detrás de esta invasión? Una legión de traductores. El trabajo de un subtitulador va más allá de la mera traducción literal. Para poder encajarlos en pantalla y que el cerebro sea capaz de procesarlos cognitivamente sin tener que releerlos, el subtítulo debe tener un límite de 17 caracteres por línea y segundo (este es el tope que aconseja Netflix, aunque lo ideal son 15) y no pueden estar más de cinco segundos ni menos de un segundo en pantalla. Los tiempos, además, cambian en función del si el contenido es para adultos (se lee más rápido) o infantil (más lento). Estrategias que han tenido que adaptarse a una nueva era de productividad del sector nunca vista.

Si hace una década el mercado de los subtítulos se acotaba básicamente a las ediciones caseras de DVD y Blu-Ray, los subtítulos para sordos en televisión, las filmotecas y los cines de versión original o las webs piratas —fue la época dorada de los fansubs (o subtítulos de fans), cuando series como Perdidos convirtieron en estrellas de la red a aquellos que colgaban las traducciones a los pocos minutos de la emisión de la serie en Estados Unidos—, la llegada de las plataformas de streaming ha disparado un negocio que no ha beneficiado a los profesionales del gremio.

“Necesitamos un convenio colectivo. No solo han bajado las tarifas de una manera drástica y nos impiden hablar o negociar abiertamente de ellas por la ley de competencias, también se han reducido los plazos de entrega. Ahora nos pueden exigir traducir una película en apenas tres días”, cuentan desde la Asociación de Traducción y Adaptación Audiovisual de España (ATRAE).

En Netflix, los subtítulos no deberían pasar de los 17 caracteres por línea. Tampoco pueden estar más de cinco segundos en pantalla.
En Netflix, los subtítulos no deberían pasar de los 17 caracteres por línea. Tampoco pueden estar más de cinco segundos en pantalla.

Según explican los profesionales, la irrupción de tres grandes intermediarios que monopolizan el servicio de subtítulos para las plataformas ha sido clave en la degradación de las condiciones del gremio. “Tienen tarifas fijas no negociables y no son precisamente decentes. Si tú no pasas por el aro, ya vendrá otro que sí. Esto funciona así. Da igual que hayas empezado a traducir una serie, si el cliente no quiere pagar tu tarifa, le dará la serie a otro traductor. Rara vez miran por el bien del producto”, lamenta Begoña Ballester-Olmos, directora de BBO, una agencia boutique que se ha encargado de traducir películas como Alcarràs, As Bestas o La isla de Bergman y series como Friends. En contraposición, cuenta, está el caso de los clientes finales, “productoras, distribuidoras y agencias de comunicación que pagan muchísimo mejor y esto se ve reflejado en la calidad de los subtítulos. Saben lo importante que es su producto y lo cuidan. Como debe ser”, añade.

El desembarco de la IA como herramienta de traducción automática entre estos gigantes intermediarios, así como la subcontratación de traductores amateurs a bajo precio y deslocalizados, está llevando a una degradación y aplanamiento de la experiencia cognitiva audiovisual. Los profesionales lamentan que casos como el escándalo de la mediocre subtitulación de El juego del calamar puedan repetirse con mayor frecuencia. “A veces, la gente cree que no ha conectado con una serie o una película y puede que no se dé cuenta, pero en muchas ocasiones ha sido porque la subtitulación no estaba bien asesorada”, apunta el traductor conocido en Twitter como @Follaldre. Este español residente en Londres, traductor de películas como La La Land y con más de dos décadas de experiencia en el sector, denuncia que Deluxe, una de estas agencias intermediarias que monopolizan el negocio y ofrece subtítulos a plataformas como Netflix, Prime Video o Disney, “está ofreciendo tarifas de tres dólares por minuto traducido, unos 60 por episodio de sitcom”. Un presupuesto que, según aclara, “rechazaría de base cualquier profesional con experiencia del sector”.

De la omnipresencia a la descontextualización

La invasión del subtítulo no solo afecta al negocio corporativo o audiovisual. El texto proyectado también ha asaltado las artes escénicas. “En teatro posmoderno lo usa todo el mundo desde hace unos años”, confirma la dramaturga Cris Blanco, que siente auténtica devoción por romper la cuarta pared con el espectador y en su última obra ha decidido dar un paso más allá frente a esta estandarización del texto proyectado. Aunque no se ha podido ver en las funciones recientes en Conde Duque de Madrid (“quiero trabajarlo de forma específica en otra obra”, cuenta), cuando presentó Grandissima Illusione en el festival Grec de 2022 decidió que, en un momento de la representación, el subtítulo de la obra tomase vida y se rebelase frente a lo que acontecía en el escenario como un ente autónomo, algo así como Hal al final de 2001: Una odisea en el espacio, pero de forma mucho más absurda y descacharrante. “Me fascinan los apartes del teatro. Me hace muchísima gracia ese momento en el que uno habla al público, como desde otra dimensión, y lo rompe todo. Necesitaba actualizar ese instante mágico y que el propio subtítulo dijese: ‘Estoy harto, no puedo más’”, añade la también profesora del Institut del Teatre de Barcelona.

Otros que juegan con el texto en pantalla para descontextualizarlo son Cris Celada y Tomás Castro, integrantes de Leer es Sexy, un proyecto en el que remezclan imágenes de divas pop con discursos filosóficos. En sus clips, como el que desarrollaron en una acción para el Matadero de Madrid, hacen que Beyoncé relate (con subtítulos) un texto de Angela Davis o consiguen que Miley Cyrus explique la habitación propia de Virginia Woolf. “Nos gusta confundir, a nosotros nos encantan los subtítulos como herramienta para darle otro tipo de uso al texto y que obtenga protagonismo”, explica Celada, que también ve “absolutamente todo” en versión subtitulada. Otra más, y son legión, entre los adictos en este nuevo paradigma en el que parece que, como esa Velma del meme persecutorio, ya no somos capaces de escuchar nada sin tener nuestros subtítulos cerca.

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