La vida sin rencor de Margo Pool, la mujer que inspiró ‘As bestas’
Rodrigo Sorogoyen construyó su última película desde la historia de la viuda de Martin Verfondern, muerto a manos de su vecino Juan Carlos en Santoalla. La holandesa es la última habitante de la aldea gallega y no planea marcharse jamás
Hoy ha nacido Coffee, un buen nombre para el más madrugador de los cabritos que van a venir al mundo estas fiestas en casa de Margo Pool, la vivienda de balcón azul turquesa que mira al valle en la parte baja de Santoalla do Monte (Petín, Ourense). Coffee, como indica su apelativo, ha venido al mundo pintado de marrón, y su nacimiento ha servido para que Rubén, un voluntario que se ha presentado en la aldea para aprender y echar una mano a la holandesa con el ganado, vea por primera vez el parto de una cabra.
Este remoto lugar, que en enero de 2010 fue escenario del verdadero thriller rural que inspiró a Rodrigo Sorogoyen su película As bestas, se transforma estos días en una maternidad, un santuario de renovación y vida, con decenas de bebés tragando biberones de refuerzo de la mano de la viuda de Martin Verfondern, la víctima del trágico suceso. Margo, que ahora tiene 69 años, cuida de 40 cabras adultas, y de cada una de ellas espera que nazcan “uno o dos” cabritillos. En marzo, cuando empiece a sobrar la leche, empleará el excedente en fabricar quesos. Son “poquitos cada día”, cuenta ella, pero tienen tan buena fama que si alguien quiere catarlos debe llamar para reservar: “Con dos meses de antelación, si se quieren maduros”.
Margo Pool, a quien está dedicada la obra de Sorogoyen, fue una de las primeras personas en ver el filme que fue coronado hace unos días en los Premios Forqué y apunta a gran favorito para los Goya. En pantalla le da vida la francesa Marina Foïs. No bajó de su montaña para ir al cine a ver el largometraje, sino que apareció en su casa el director con la peli bajo el brazo. Allí, en Santoalla do Monte —la población despoblada, oscura y perdida en la ladera, pulverizada en escombros—, la mujer que conmueve por su falta de rencor, su paz y su fuerza para seguir sosteniendo ella sola el proyecto de vida natural que construyó con su esposo, vio en primicia As bestas. Ahora, con esa sonrisa tranquila con la que recibe a los curiosos que, sobre todo en verano, siguen visitando la aldea donde muere la serpenteante carretera, asegura: “La película está bien”. Pero a continuación avisa: “Es una ficción. No cuenta mi historia. Aunque esté basada en mí, son otras cosas, otros nombres, otro mundo”.
Sin embargo, reconoce que cuando baja en su Dacia Duster azul a comprar a la feria de A Rúa, uno de los pueblos grandes de la comarca de Valdeorras, la gente se empeña en decirle “tú eres la mujer de la película”, pese a que todos conocen allí, de primera mano, la genuina historia del holandés que amaba esta tierra y murió violentamente por defender sus derechos. En el largometraje prácticamente todo evoca los hechos reales que desencadenaron el crimen de Santoalla y la posterior ocultación del cadáver de Martin Verfondern bajo un pacto de silencio sellado por la familia nativa, los Rodríguez. Aunque la pareja cosmopolita que llegó al pueblo para fundar una vida en comunión con la naturaleza no era de origen francés y con una hija, como en el filme, sino holandesa y sin descendencia. Y la guerra sucia no se declaró a causa de unos aerogeneradores que se van a instalar, como en la ficción, sino por los derechos del monte comunal, cuando los extranjeros descubrieron que la ley gallega les otorgaba la mitad de las ganancias por la venta de madera.
En Santoalla ya solo quedan dos casas habitables: la de los Rodríguez, ahora cerrada, y la que compraron para arreglar y vivir los Verfondern a finales de los años noventa. El resto son ruinas de piedra, derrumbadas sobre las calles, de medio centenar de hogares que dejaron atrás los demás vecinos cuando abandonaron la aldea para emigrar al valle, a las ciudades de Galicia, a Madrid, a Barcelona, a Alemania, a Cuba. Todos tenían derechos sobre los pastos y los pinos del monte comunal, de 355 hectáreas, aunque es cierto que hace ya unas tres décadas pasaron por la zona empresarios del sector eólico buscando posibles parajes para clavar en la cumbre unos 25 molinos. Pero Margo Pool asegura que ella “nunca” tuvo conocimiento de eso, y que el conflicto se desató cuando la única familia autóctona que no había emigrado se negó a dejarles entrar en la asociación vecinal.
Aquella cerrazón fue enturbiando las relaciones cada vez más, con choques físicos, sabotajes a las cosechas y robos que denunciaba el holandés, mientras su compañera trataba de mantener la calma y aplacar al marido indignado. Hasta que en 2009 Verfondern sintió la necesidad de proteger su vida y su casa. Instaló media docena de cámaras en su propiedad, situada en la punta opuesta del pueblo que la de la familia enemiga, y contaba a quien quisiera escucharle que no salía al camino sin llevar siempre otra cámara en la mano, siempre encendida, para poder demostrar las agresiones en la Guardia Civil y el juzgado. Tanto fue así, que antes de morir Verfondern dejó resuelto el crimen en el que perdió la vida. Con vídeos y testimonios señaló a quien apretaría el gatillo: el eslabón más débil de la estirpe contraria. Pero, con su cadáver escondido, la investigación varó durante más de cuatro años y medio.
Durante todo ese tiempo, Margo siguió conviviendo en Santoalla con los Rodríguez. La precaria carretera que lleva a la aldea se bifurca en la entrada en dos caminos y así se evitaban los encuentros: Margo y Martin usaban el de abajo. La otra familia, el de la parte alta. Era posible no coincidir si no se quería pero, al año de desaparecer el holandés, Juan Carlos empezó a dejarse caer de visita. Como si no hubiese pasado nada. Hoy, el único Rodríguez que queda como partícipe de la Comunidad de Montes, Julio, vive en otra localidad más grande, pero él y la viuda de Verfondern están condenados a entenderse. Por los pastos y los pinos. Ese era “el sueño de Martin”, y a ella le toca hacerlo realidad.
Los holandeses pleitearon largo tiempo en los juzgados, y obtuvieron sentencias favorables, pero la familia rival, compuesta básicamente por los ya ancianos progenitores y dos hijos varones, recurría las decisiones porque prefería seguir como antes de llegar los forasteros: sin compartir. El odio prendió en ellos de tal manera que el hijo menor, Juan Carlos, con una discapacidad mental del 65%, pero dueño de varias armas de fuego, “disparó al holandés para agradar a su padre [Manuel, O Gafas] y a su hermano [Julio]”, zanjó el fiscal del caso en el juicio contra los dos hijos de la familia Rodríguez, celebrado en la Audiencia de Ourense en junio de 2018.
Secretaria del monte disputado
Cuando Juan Carlos Rodríguez, condenado a 10 años y medio de cárcel gracias a la atenuante psíquica, mató a Verfondern mientras entraba con su Chevrolet Blazer en Santoalla el 19 de enero de 2010, acababa de dictarse la confirmación judicial de los derechos de la víctima. Luego, Julio, el hermano, se encargó de conducir el coche del incómodo vecino extranjero hasta un apartado pinar a 18 kilómetros. Y allí, sobre el suelo nevado, quedaron el vehículo, el difunto y los restos calcinados de sus enseres hasta junio de 2014. Entonces, el clan de O Gafas acaparaba todos los cargos de la entidad comunal: Manolo era el presidente; Julio, el secretario; y el hijo discapacitado ostentaba el puesto de tesorero.
Hoy, el patriarca y su esposa, Jovita González, ya fallecieron; Juan Carlos tiene una orden de alejamiento (el Gobierno le denegó el indulto que pidió el jurado popular, pero sin cumplir completa la condena de 10 años salió de prisión) y solo Julio (libre del delito de encubrimiento por la eximente de parentesco) sigue manteniendo en Santoalla un rebaño de vacas de carne que pacen libres y pacíficas entre las cabras de colores de Margo Pool. Él es el presidente de la comunidad de montes, y la vecina —que en 1990 dejó su empleo de oficinista en Ámsterdam y acabó eligiendo para vivir esta aldea perdida— es la secretaria. Como única habitante fija del lugar, también es ella quien guarda la llave de la iglesia aunque, en la misma deriva de abandono que siguió la preciosa aldea, el templo amenaza ruina. “El tejado está muy, muy mal; cualquier día se viene abajo”, lamenta Margo, “así que el cura quiere cerrarla definitivamente”. Antes, la encargada de las llaves era Jovita, la madre del autor material del homicidio. Pero hace ya varias décadas que no hay feligreses, y que la capilla encalada por dentro solo se abría “en Corpus Christi y en el día de la patrona”, Santa Eulalia de Mérida, la mártir que da nombre, en gallego, a Santoalla (Santa Olalla).
Margo nunca quiso marcharse de aquí y cuando aún no se había resuelto el crimen su serenidad llegó a ser malinterpretada por algunos, porque no lloraba en público. Sin embargo, en la última sesión del juicio, cuando terminó todo, salió de la sala, se asomó a una de las ventanas que miran a una fuente a los pies de la Audiencia, y rompió a llorar sin ruido. Dentro, todavía sentado en el banquillo, también sollozaba Juan Carlos, con la cabeza hundida entre los brazos. “Si me fuera, ellos ganarían la guerra por la que murió Martin”, ha repetido muchas veces la vecina de Santoalla desde que el hombre que acabó siendo condenado rasgó el silencio del clan y confesó a finales de 2014.
Con sus propias manos, la mujer cavó el agujero en el que enterró la caja que le dio el forense. Dentro iba el puñado de huesos de su esposo que dejaron los lobos, como sobras, en el solitario monte de As Touzas da Azoreira (A Veiga, Ourense). La familia de Martin en Alemania (se había nacionalizado holandés para librarse del servicio militar) planeaba entonces incinerar los restos y repartir las cenizas entre su país natal, Holanda y Petín, pero hoy lo que quedó de la víctima sigue sepultado en el diminuto camposanto situado a las puertas de la aldea. Cuando ya temía por su vida, el marido le comentó a Margo que le gustaría ser recordado eternamente con un lema: “Aquí crece Martin, el holandés de Petín”. Esa frase la escribe ella cada día trabajando la huerta de los dos, dando nombre a cuanto animal nace, resistiéndose a marchar, empeñándose en envejecer “feliz” de estar aquí y “algún día morir también” en su montaña.
Babelia
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