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Adiós desde Planilandia, Calpurnio

La obra del ilustrador es un objeto multidimensional, un inmenso y complejo poliedro de infinitas líneas que se prolongan por dimensiones matemáticas que escapan a nuestra imaginación

Calpurnio Pison en el año 2016, en una foto del Salón del cómic de Zaragoza.
Calpurnio Pison en el año 2016, en una foto del Salón del cómic de Zaragoza.DANIEL SURUTUSA

Hace unos años, en los tiempos de antes de la pandemia, Calpur me llamó para que le echara una mano en un nuevo proyecto que tenía entre manos. Era un proyecto misterioso porque, en otras ocasiones, me había mandado un PDF para que le diera mi opinión o incluso le escribiera un prólogo, pero, esta vez, la explicación fue escueta: “Vente a mi casa y ya lo verás”. El enigma se resolvió rápido y no me pareció tan, tan arcano: quería hacer un “Libro Gordo Calpurnio”, un grueso volumen que recopilara toda su obra más allá del cómic.

Aunque la obra del Calpurnio en el mundo del cómic era inmensa, su curiosidad de niño inquieto le había llevado a explorar todos los caminos imaginables. La lista, sin querer ser exhaustiva, incluye muralismo, publicidad, ilustraciones, vídeoinstalaciones, música, merchandising, muñecos de felpa, barajas de cartas, portadas de discos, decoración de locales, diseño de escenarios de películas, dibujos para textiles, cartelismo, señalética, posavasos… ¡Hasta una taza de váter! Me decía, con sorna tranquila, porque Calpur era un hombre apacible y extremadamente humilde, que ante todo ese despliegue parecía que tenía un trastorno de déficit de atención, pero era solo que le gustaba probar todo. Y aunque uno hubiera leído los tebeos de Calpur desde que sus monigotes aparecieran en el fanzine El Japo hace ya unas décadas; aunque conociera bien que la obra de este zaragozano nacido en 1963 como Eduardo Pelegrín Martínez de Pisón, pero transformado por obra y gracia de apellido en nueva reencarnación del romano cayo Calpurnio Pisón, era variada y poliédrica, el torrente de imágenes que vomitaba la pantalla del ordenador superaba con creces lo que podía asimilar en una visita a domicilio.

Ilustración de Calpurnio con Cuttlas como protagonista.
Ilustración de Calpurnio con Cuttlas como protagonista.

Ya en casa, al pasar las páginas y páginas de ese libro gordo que dejaba a Petete en parvulitos sin imaginación, empecé a comprender lo equivocado que estaba con Calpurnio. Obnubilado por las implicaciones que suponían para el noveno arte los descubrimientos de El bueno de Cuttlas, el vaquero samurái que se había convertido ya en, más que marca de la casa, su álter ego, había confundido su minimalismo con una cualidad intrínseca de su obra y de su personalidad. Pero ante esa visión global de su obra, entendí el misterio al sentirme como el señor cuadrado de la Planilandia de Edwin Abbot.

El trazo minimal y sencillo no era la expresión característica de la obra del dibujante, sino el triste resultado de nuestra limitadísima percepción: la obra de Calpurnio es un objeto multidimensional, un inmenso y complejo poliedro de infinitas líneas que se prolongan por dimensiones matemáticas que escapan a nuestra imaginación, en constante mutación por espacio, tiempo y otras variables que ni siquiera llegamos a concebir. Calpurnio había estado en el hotel infinito de Hilbert —nos lo dejó caer en Mundo Plasma—, pero en todas las habitaciones a la vez, en múltiples realidades que se solapaban simultáneamente para descubrir detrás de cada puerta la belleza escondida de cualquier objeto. Los murales con líneas geométricas ya no eran simples entramados decorativos, sino mantras visuales que abren momentáneamente la percepción a esos estados alterados donde, por apenas un instante, podemos adivinar una ínfima parte del inmenso fractal creativo que Calpurnio podía ver.

Ilustración de Calpurnio para la edición de la 'Odisea' publicada por Blackie Books.
Ilustración de Calpurnio para la edición de la 'Odisea' publicada por Blackie Books.

Las páginas de El bueno de Cuttlas son testimonios del paso por esas dimensiones alternativas: la belleza de una fórmula matemática se codea con la luz anaranjada de un atardecer, con la música de Kraftwerk, la obra de Chirico, la última batalla entre indios y vaqueros o la paz que da recibir un correo en el desierto. Y, de paso, además de darnos envidia por esas visitas imposibles para el resto, dejaba un catálogo de recursos narrativos sin fin que conseguían, además, capturar la esencia de un noveno arte acostumbrado a ser elusivo con su definición.

La pandemia y la enfermedad se aliaron y El libro gordo de Calpurnio es posible que nunca vea la luz, que se pierda por ese multiverso en el que me gustaría pensar que está ahora él. Recorriendo de la mano de Cuttlas caminos que se bifurcan sobre sí mismos en dimensiones inexplicables, mientras nosotros nos quedamos aquí, en Planilandia, sin poder ver por dónde anda, sin poder siquiera imaginar lo que él está viendo fascinado, anclados en una percepción limitada de la que él supo liberarse. Este puñetero 2022, que tanto nos ha quitado, nos cierra ahora de golpe la ventana por la que nos dejaba mirar a un visionario, Calpurnio.

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