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Tebeorama

Minimalistas complejos y barrocos etéreos

La gran maravilla del cómic es que no es excluyente: se puede disfrutar de un prodigio del minimalismo lo mismo que de un portento del barroquismo visual

Página de 'El bueno de Cuttlas', de Calpurnio.
Página de 'El bueno de Cuttlas', de Calpurnio.

Los aficionados a los tebeos somos, además de incondicionales del arte de la viñeta, adictos a la rivalidad desmedida entre correligionarios. La cosa es antigua y afecta a todas las ramificaciones de la historieta: o se es de Astérix o de Tintín, o de Mortadelo y Filemón o de Zipi y Zape. Puede que uno sea más global y decida ser o de Marvel o de DC, o bien de europeo o americano, y no se libran ni los aficionados al manga, que tienen sus particulares puyas entre narutianos y songukianos. Pero de todos esos piques, quizás el más intrigante es el que enfrenta a los seguidores del canon del dibujo académico frente a los que admiran el trazo más sencillo e iconoclasta, que podría resumirse en “o eres de Foster o eres de Calpurnio”.

Una discusión sesuda de serios argumentos, pero en la que los bandos olvidan que, en el tebeo, el dibujo está al servicio de la transmisión de un mensaje, del establecimiento de una relación íntima entre autor y lector. Tan personal e intransferible que matiza el debate y lo lleva fuera del ámbito estricto de la técnica o el estilo. Nada mejor que unos ejemplos: El bueno de Cuttlas, de Calpurnio (DeBolsillo), recoge en un grueso volumen las tiras publicadas en el diario 20 Minutos durante la última década de un personaje que ya lleva casi 35 años rompiendo moldes. Los garabatos de Cuttlas son, en esencia, minimalistas que, pese a tener antecesores insignes como los Striking effects produced by lines & dots for the assistance of young draftsmen que George Cruikshank dibujara a principios del XIX, entran generalmente en la categoría de “esto lo dibujaría mi hijo de tres años”. Y no me cabe duda de que cualquier avezado parvulito o parvulita podría dibujar al aguerrido vaquero, pero ¿contaría las maravillas que narran las historietas de Cuttlas? Porque esas historias de una página son un prodigio de narrativa visual, donde Calpurnio experimenta con el lenguaje del cómic exprimiéndolo y generando nuevos caminos donde no hay más límite que los cuatro lados de la página, que a veces incluso parecen desaparecer.

El minimalismo gráfico esconde un barroquismo narrativo prolífico y sorprendente, capaz de evitar repetirse durante siete lustros atendiendo a la actualidad, a la física cuántica o a la electroacústica de Kraftwerk. Todo es posible en un espacio donde Cuttlas, Jim, Mabel y 37 —no olvidemos nunca a 37, emparentado, es posible, con el 42 admasiano— corren aventuras imposibles en las que, paradójicamente, siempre —o casi— se es fiel a las reglas del wéstern. El bueno de Cuttlas es, así, una obra maestra de la narrativa gráfica, de ese arte invisible que no necesita de trazo académico para ser perfecta.

Pero la gran maravilla del cómic es que no es excluyente: junto a este prodigio del minimalismo, el lector puede disfrutar sin solución de continuidad de un portento del barroquismo visual como Dino Battaglia, de quien la editorial Ponent Mon recupera en un volumen de exquisita factura sus Cuentos y leyendas. El veneciano está en las antípodas gráficas del valencianoaragonés, pero su genialidad se mueve en la misma liga. Reconocido por sus adaptaciones literarias de Maupassant, Poe, Stevenson o Hoffman, este volumen recoge las traslaciones de los cuentos clásicos a la historieta de la famosa publicación infantil Corrieri dei piccoli, editados entre finales de los sesenta y los primeros setenta. Su dominio de la historia corta le permite sintetizar con precisión obras como El gigante egoísta, El pájaro de fuego o Una canción de Navidad en el reducido espacio de 8 o 10 páginas, en ejercicio arriesgado de síntesis narrativa que resuelve gracias a su elegante estilo, deudor tanto del grabado clásico como de dibujantes como Ronald Searle, asimilados en un estilo personalísimo donde la exactitud de la plumilla contrasta con el uso de sombras realizadas con técnicas que van del sfumato a la textura vigorosa, en páginas de cuidada composición donde la viñeta desaparece para que sea el espacio en blanco el que cargue con la responsabilidad de guiar al lector. Paradójicamente, toda esa pomposa carga gráfica es casi transparente para el aficionado, que se encuentra con la apariencia de una narrativa simple y sencilla, eficaz en su pura esencia, perfecta.

Lo que en uno es minimalismo gráfico y barroquismo narrativo, en el otro es barroquismo gráfico y minimalismo narrativo. En ambos, pura genialidad del noveno arte. Y es que el arte del cómic tiene esa grandeza: se puede gozar de la elegante coreografía clasicista de Alex Raymond en Flash Gordon o de la aventura pura del héroe mainstream moderno que supuso el Johnny Hazard de Frank Robbins (ambas editadas por Dolmen), pero sin renunciar a la experimentación libre y atrevida de Klari Moreno en Ya será o al intimismo desafiante de catarsis especular que Esteban Hernández practica en Hernán Esteve (dos obras editadas por Libros de Autoengaño).

Y todo, disfrutando de leer tebeos. ¿Quién da más?

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