Diez joyas para cinéfilos entre la programación oculta de Netflix
‘Se interpone un hombre’, de Carol Reed; ‘Tokyo Godfathers’, de Satoshi Kon o ‘La última tentación de Cristo’, de Martin Scorsese, son algunas de las películas escondidas en la plataforma
En marzo inició EL PAÍS una serie de artículos con el objetivo de ir rescatando de entre el ingente contenido de las plataformas cinematográficas multitud de grandes películas escondidas, que normalmente no son las que el algoritmo ofrece a las primeras de cambio. Y, tras ofrecer una selección de 10 títulos de cada una de las principales plataformas, el objetivo vuelve a Netflix para seguir indagando en su programación más oculta. De nuevo, lo encontrado son joyas, sorpresas y alguna necesaria reivindicación.
Se interpone un hombre (1953), de Carol Reed.
Cuatro años después de El tercer hombre, Reed volvió a un espacio, a una situación, a un tono y a unos subtextos similares: posguerra mundial, ciudad dividida —en este caso Berlín—, ambiente de espionaje, toques de cine negro, personalidades equívocas y variados chanchullos en torno a los bloques occidental y oriental. Los característicos planos inclinados de Reed para mostrar incomodidad en el espectador, ya experimentados en Larga es la noche y El tercer hombre, encuentran su cénit en el espectacular secuestro de la mujer protagonista, tan perdida como el personaje de Joseph Cotten en la obra maestra ambientada en Viena. Mientras, el eje siniestro de Orson Welles lo ejecuta esta vez James Mason. No es El tercer hombre, y sería injusto pedírselo, pero los fascinantes escenarios nocturnos y nevados de una ciudad aún derruida bien valen su recuperación, o su descubrimiento, pues es una película bastante desconocida.
Therese Raquin (1953), de Marcel Carné.
Carné trasladó la ambientación de la novela original de Émile Zola desde la segunda mitad del siglo XIX hasta su contemporaneidad de los años cincuenta, sin perder una pizca de amargura en el retrato de la vida gris y melancólica de una mujer casada con su pánfilo y enfermizo primo, que encuentra la luz de la pasión que nunca tuvo en un rudo camionero que visita su tienda de telas. El carisma interminable de Simone Signoret y de Raf Vallone, intérprete del amante, miradas enfebrecidas, calidez en sus gestos, habitantes de una sociedad atrasada y ruin. El entusiasmo amoroso que desemboca en crimen y, posteriormente, en remordimiento. Y el tormento interior de dos seres humanos abocados a la autodestrucción. Frente al naturalismo y al psicologismo del escritor, Carné apuesta por el suspense, el policiaco y la emoción sentimental. Las bestias humanas de Zola, de la mano del halo poético de Carné.
Nola Darling (1986), de Spike Lee.
Con la nouvelle vague y el Nuevo Hollywood como referentes formales, sobre todo el Martin Scorsese de Who’s That Knocking At My Door, aunque llevando aquellas esencias a su propio terreno, Spike Lee debutó en el largometraje con el estiloso retrato de una mujer libre: la Nola Darling del título, que tiene tres amantes, cada cual más infame y posesivo pese a que ellos son los adúlteros. Eso sí, a todos los domina, ya desde la puesta en escena del director afroamericano, marcando territorio en una climática cena en comunidad sexual y afectiva. En ella, los planos desde el punto de vista de la protagonista son en picado, con la cámara más arriba de sus miradas; y los de ellos, en contrapicado, empequeñecidos ante la situación y la chica. En precioso blanco y negro, en tono de comedia, y con una llamativa explosión de color en una secuencia musical. En 2017, el propio Lee convirtió a su heroína feminista en una serie de televisión bastante más convencional.
Tokyo Godfathers (2003), de Satoshi Kon.
Kon, maestro del anime, con películas tan formidables e influyentes como Perfect Blue y Paprika, compuso una insólita variante del wéstern Tres padrinos, de John Ford. En ella, los cuatreros del Oeste que debían cruzar medio desierto con un bebé huérfano son sustituidos por tres vagabundos sin techo que buscan por toda la ciudad a los padres de un bebé abandonado en la basura. El retrato del triángulo de personajes: un alcohólico hosco, un extrovertido travesti y una adolescente extraviada, expuesto a través de flashbacks que explican cómo han acabado en la calle y en esa situación de desamparo, es precioso. Y, junto a los bellos diseños nocturnos de una ciudad agria y amarga, festiva y sin freno, el muy original tono de la película (para adultos) atrapa hasta la seducción. Toques de brutal comedia negra, matices de crítica social y conmovedor drama personal.
Joe Kidd (1972), de John Sturges.
Una película llena de grandes nombres. Sturges, director de La gran evasión y Conspiración de silencio, y uno de los grandes del cine del Oeste. Elmore Leonard, guionista en solitario y prestigioso novelista, cuyos sentenciosos diálogos ofrecen un disparo a bocajarro en cada secuencia: “Parpadea, que se te van a caer los ojos”. Lalo Schifrin, compositor. Robert Duvall, formidable villano. Y, por supuesto, Clint Eastwood, protagonista y productor a través de su compañía Malpaso, creada cinco años antes. El personaje de Luis Chama está inspirado en Reies López Tijerina, líder revolucionario texano de los años sesenta (ojo, del siglo XX, y no del XIX de la ambientación del wéstern), que en 1967 había irrumpido en un juzgado de Nuevo México tomando rehenes y exigiendo la devolución a las familias de origen mexicano de las tierras expropiadas en el pasado. Algo muy semejante a lo que ocurre en la historia de Leonard filmada por Sturges.
La cerillera (1928), de Jean Renoir.
Probablemente la gran joya escondida de esta pieza, por ser un mediometraje de 32 minutos muy poco visto hasta ahora, salvo en canales de proyección más especializados. Aún en la etapa muda de Renoir, y con la codirección de Jean Tédesco, La cerillera es una libre adaptación del cuento de Andersen, acerca de la soledad y las penurias de una joven entre el frío y la nieve de una noche al raso. De una belleza suprema en cada plano, sin apenas intertítulos y con la fuerza expresiva tanto de la actriz Catherine Hessling, de ojos fascinantes y entonces esposa de Renoir, como de la puesta en escena, la película explota sobre todo en su particular onirismo. Las alucinaciones de la joven son visualizadas por Renoir con un catálogo de artesanales efectos especiales, trucajes y superposiciones que dejan al público boquiabierto.
Family Life (1971), de Ken Loach.
En 1967, un joven de 29 años que en aquellos días firmaba sus trabajos como Kenneth Loach realizó un impactante telefilme para la BBC titulado In Two Minds. Trataba, en tono casi documental, los problemas mentales de una joven, partiendo de la tesis del psiquiatra escocés R. D. Laing, entonces en boga y cercano a la antipsiquiatría: el vínculo entre la esquizofrenia y un ambiente familiar que favorecería su desencadenamiento. Cuatro años después, filmó una nueva versión para cines, de narrativa algo más convencional, eludiendo un tanto la tesis final, aunque mostrando el mismo ambiente opresivo para la chica. La religión, las presiones de sus padres para el aborto cuando la chica queda embarazada, el agravamiento de sus problemas, el tratamiento médico con electroshocks y el internamiento en una institución. De la cárcel del mal hogar, a la prisión médica. Estremecedora.
Yield to the Night (1956), de J. Lee Thompson.
Antes de marcharse a Hollywood para dirigir, entre otras, El cabo del terror, algunas de las secuelas de la primera serie de El planeta de los simios, y culminar su carrera filmando los subproductos de venganza a la medida de Charles Bronson, Lee Thompson creó en su Inglaterra natal un puñado de enérgicas películas de bajo presupuesto sobradas de talento en la puesta en escena. Los primeros minutos de Yield to the Night, durante la secuencia precréditos, te dejan ya pegado al sofá por la variedad de ángulos de cámara, las fascinantes perspectivas y la rotundidad de cada uno de sus planos: el asesinato de una mujer en plena calle por disparos de la imponente rubia fatal que interpreta Diana Dors. A partir de ahí, toques de cine negro en los flashbacks y, en el presente del relato, un innegociable alegato contra la pena capital, al mostrar los días en el corredor de la muerte inmediatamente anteriores a su ejecución. En su álbum Singles, del año 1995, el grupo The Smiths colocó en su portada una expresiva imagen de Dors, pálida y desmaquillada en la prisión de la película.
El globo rojo (1956), de Albert Lamorisse.
En la ceremonia de los Oscar de 1958, Federico Fellini y Tullio Pinelli, por La strada, y William Rose, por la desternillante El quinteto de la muerte, eran los grandes favoritos al mejor guion original. Sin embargo, un tercer contendiente dio la sorpresa en un hito insólito, pues se trataba de un mediometraje de poco más de media hora y prácticamente mudo: El globo rojo, el histórico relato de Lamorisse sobre la amistad entre un crío de seis años y un enorme globo encontrado en plena calle. Pascal, hijo del director, recorre las calles de un otoñal París con la espontaneidad infantil del que está dispuesto a cualquier cosa por estar con su preciado tesoro. Y, si se indaga un poco en la historia, incluso se puede atrapar la alegoría cristiana del calvario, muerte y resurrección de Cristo.
La última tentación de Cristo (1988), de Martin Scorsese.
Ahora que han pasado suficientes años desde su polémico estreno, quizá sea hora de reivindicar la altura de esta obra de la presuntamente menor década de los ochenta en el cine de Scorsese. Paul Schrader, su guionista, tan afecto a la teología y al simbolismo cristiano a lo largo de toda su carrera (junto a Scorsese y sin él), tuvo la oportunidad de explicitar buena parte de sus subtextos habituales en la adaptación de la novela de Nikos Kazantzakis. La culpa, la redención y, por supuesto, la tentación. La doble naturaleza de la figura de Cristo se despliega con profundidad hasta marcar las comprensibles dudas de alguien que, pese a su condición divina, era también un hombre en toda su extensión. Y esa maravilla de reparto, con Willem Dafoe como Jesús, Barbara Hershey como María Magdalena, Harvey Keitel como Judas y hasta David Bowie como Poncio Pilatos.
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