El último superviviente del amable poblado donde se creó la bomba atómica
Un libro y un documental recogen el testimonio del Nobel de Física Roy J. Glauber sobre su trabajo en el laboratorio de Los Álamos
Los Álamos era un apacible poblado habitado por parejas jóvenes, abundantes niños, trabajadores con tiempo libre para disfrutar de la naturaleza circundante y del buen clima del estado de Nuevo México. Después de la jornada laboral se podían dar paseos, disfrutar de proyecciones de cine por 10 centavos, asistir a alguna conferencia o bailar en alguna fiesta. Las bebidas disponibles eran de baja graduación alcohólica, dado el carácter militar del recinto, pero alguno de los abundantes científicos fabricaban alcohol en secreto, porque la ciencia tiene múltiples aplicaciones. En el amable poblado de Los Álamos, a principios de los años cuarenta, estas jóvenes familias estaban trabajando en producir algunos horrores por venir y una potencia de destrucción que aún tiene en vilo al mundo. Estaban construyendo la bomba atómica. La primera de esas que todavía, y sobre todo hoy, siguen siendo una amenaza para la supervivencia de la Humanidad.
La macrohistoria de la bomba es bien conocida: en 1938 los científicos alemanes Lise Meitner y Otto Hahn descubren la posibilidad de fisionar el átomo de uranio liberando grandes cantidades de energía, según había establecido Albert Einstein en la ecuación más célebre de la ciencia: E=mc². Ante el poderío de este proceso natural y sus posibilidades militares, el físico Leó Szilárd ve el futuro retorciéndose y convence a Einstein para que firme una carta dirigida al presidente de los Estados Unidos, urgiéndole a desarrollar el arma antes de que lo hagan los nazis. Roosevelt pone en marcha el ambicioso Proyecto Manhattan, cuyo epicentro es el laboratorio de Los Álamos. De ahí salieron Little Boy y Fat Man, las bombas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki en 1945 y que cambiaron la historia para siempre. Desde entonces la civilización se puede destruir a sí misma con cierta facilidad. En eso estamos.
Lo que ahora podemos conocer con más detalle es la microhistoria de aquel lugar, en boca del físico estadounidense Roy J. Glauber (New York, 1925 - Massachussets, 2018), que fue el más joven de los participantes del área teórica del Proyecto Manhattan, y que ganó posteriormente, en 2005, el premio Nobel de Física por otras cosas: sus trabajos en el campo de la Óptica Cuántica, disciplina de la que se le considera pionero. Su testimonio se recoge en el libro La última voz (Ariel) y el documental That’s the Story (se puede ver en YouTube), ambos obra de María Teresa Soto-Sanfiel, doctora en Comunicación Audiovisual y profesora de la Universidad de Nacional de Singapur, y el físico José Ignacio Latorre, catedrático de la Universidad de Barcelona y director del Centre for Quantum Technologies de Singapur.
Todo empezó con unas copas. “Estábamos en un congreso en Benasque y me llevé a Glauber a tomar algo que no conociese, como los mojitos, porque a un premio Nobel siempre hay que tratarle bien”, bromea Latorre. Animado por el brebaje, Glauber comenzó a contar anécdotas que implicaban a grandes nombres de la Física del siglo XX. ¿Por qué les conocía? “Es que trabajé en el Proyecto Manhattan, a los 18 años”, dijo Glauber, que era, por tanto, uno de los últimos supervivientes de los que colaboraron en la fabricación de la bomba. A partir de esos mojitos, y a través de varios encuentros fortuitos (en Singapur, en el MIT de Massachusetts, etc), los autores fueron grabando el material. Curiosamente, cuando se disponían a ilustrar el documental, se desclasificaron los archivos del Proyecto Manhattan y consiguieron 17 horas de imágenes de la época, muchas de las cuales se muestran por primera vez al público. “En nuestros encuentros Glauber era muy minucioso con los detalles, de modo que nos dio una fotografía muy viva de aquellos tiempos”, explica Soto-Sanfiel, “es la vida en Los Álamos contada por un protagonista, y eso es algo inusual”.
Glauber describe en varias ocasiones Los Álamos como un lugar utópico (aunque en esa pequeña utopía científica se empezaran a generar algunas distopías que nos quitan el sueño desde entonces), y eso que también habla de su austeridad: era un lugar perdido de la mano de Dios, no se cobraba demasiado y tampoco había demasiado con qué llenar el tiempo más allá del trabajo. “Pero se encontraban elementos que a un joven como aquel le maravillaban”, dice Latorre, “al parecer la comida era muy buena (Glauber seguía siendo un gran comilón a sus 90 años), hacía buen tiempo y, sobre todo, estaba rodeado de los mejores cerebros de la época”.
En Los Álamos se concentró un poderío intelectual que deslumbraba al joven Glauber, que, destinado allí para hacer cálculos complejos, ni siquiera había terminado los estudios en Harvard. El de Robert Oppenheimer, director científico, que tenía una gran facilidad para entender la física y comunicarla (por ejemplo, al general Leslie Groves, responsable supremo del proyecto). Glauber le describe como un intelectual romántico, gran conocedor de los textos clásicos hinduistas (dominaba el sánscrito), que contrastaba con el típico pensamiento pragmático de los científicos estadounidenses. Cuando vio estallar la primera bomba, en el desierto de Nuevo México, se recitó estos versos del Bhagavad Gita: “Ahora me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”. El director Christopher Nolan prepara una película sobre su figura, que se estrenará en 2023.
También Hans Bethe, responsable del área teórica del proyecto, al que Glauber describe como de gran inteligencia y comprensión con sus colaboradores; Enrico Fermi, capaz de hacer ingeniosos cálculos y aproximaciones para abordar los problemas; o el célebre Richard Feynman, todo un personaje capaz de pensar la física de otra manera y ser el centro de atención con sus eternas historias y anécdotas (como se muestra en su conocida biografía ¿Está usted de broma, Sr. Feynman?, que sirve de inspiración a estudiantes de todo el planeta). A Glauber, sin embargo, parece no convencerle del todo la figura de Feynman, al que considera un hombre demasiado centrado en seducir a los demás interpretando a su personaje estrambótico. “Glauber era un hombre serio, poco dado a los aspavientos, pero Feynman era todo lo contrario, alguien que brillaba”, dice Soto-Sanfiel, “así que le consideraba un poco fantasma, aunque le tenía gran respeto intelectual”.
Glauber presenció en primera persona el primer estallido de la bomba, la prueba Trinity, sucedida en julio de 1945 en el desierto de Nuevo México. No estaba invitado, por su condición de físico teórico, pero junto con unos colegas se apostó como espectador en una montaña cerca de Albuquerque, a unas 70 millas (algo más de 112 kilómetros) de la explosión. Cuando la bomba, de 20 kilotones, estalló, se quedaron aterrados. El primer hongo nuclear surgió contra el cielo nocturno y, en el lugar de la detonación, la arena del suelo se fundió formando una sustancia verde y brillante como el jade, que luego se bautizó como trinitita. Glauber describió el evento como algo “muy grande y siniestro”. Durante el mes siguiente nadie en el laboratorio quiso hablar de lo que había visto.
El relato del libro y el documental no se queda en la experiencia de Los Álamos, sino que también narra la posterior caída en desgracia de Oppenheimer, víctima de la caza de brujas y defenestrado por el físico Edward Teller (algo así como el malo de esta historia), que le acusó de comunista y que era partidario, contra el primero, y aún después de los horrores de Japón, de seguir desarrollando bombas de mayor potencia, como la de hidrógeno. Así se hizo.
Glauber falleció en diciembre de 2018, con el libro ya en fase de edición, de modo que no llegó a presenciar el inicio de la guerra de Ucrania, en la que Vladímir Putin ha vuelto a agitar los miedos nucleares que tanto inquietaron la segunda mitad del siglo XX, en la Guerra Fría. “Entonces no se hablaba casi del peligro nuclear y, como comprobamos al mostrar una primera versión del documental en diferentes centros de investigación, había cierto consenso en que la posibilidad de una destrucción total había mantenido una larga paz en Europa”, dice Latorre.
El físico neoyorquino nunca expresó arrepentimiento por participar en el Proyecto Manhattan, por varios motivos: entonces era un chaval sin ninguna importancia al que solo le requerían para hacer ciertos cálculos y, además, en aquel momento miles de jóvenes soldados morían “como moscas” en la guerra mientras que los nazis podían estar construyendo su propia bomba. “Eso sí”, agrega Soto-Sanfiel, “cuando se lanzaron las bombas en Japón, Glauber abandonó el proyecto y nunca quiso saber más de la carrera armamentística”.
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