La conspiración que acabó en Hiroshima
El historiador Peter Watson reconstruye en su nuevo libro las maniobras de militares, políticos y científicos del bando aliado para construir la bomba atómica
“En la segunda semana de junio de 1942 el mundo entró en la era atómica al mismo tiempo que su razón de ser original se esfumó”. Armado con esta tesis, el historiador Peter Watson construye en Historia secreta de la bomba atómica (Crítica, traducción de Amado Diéguez) un relato poblado por militares conspiradores, políticos ingenuos o malvados, nazis, espías comunistas y los científicos que conformaron la edad de oro de la física, una historia de traiciones y mentiras otras veces contada pero no desde esta óptica. “Estados Unidos gastó tanto en la bomba, y en secreto, que tenía que ser usada para justificar su coste. Sabían que no iba a ser necesaria una invasión porque los japoneses negociaban en secreto una rendición a través de los soviéticos. Los científicos de Los Álamos querían saber si sus cálculos y otras disposiciones funcionaban, era un triunfo de la ciencia, un gran logro por nuestra parte, cuando lo razonable habría sido no construir la bomba porque no hacía falta. Rusia no tenía ni la ciencia ni la fuerza humana para desarrollarla durante la guerra. Si el tándem Estados Unidos-Reino Unido no hubiera seguido adelante, nadie habría construido una bomba nuclear nunca en ningún sitio”, comenta Watson por correo electrónico para resumir su controvertida tesis.
¿Por qué junio de 1942? Porque fue el momento en que la Alemania nazi, contra quien se competía para construir la bomba antes y evitar que tomaran la delantera en la Segunda Guerra Mundial, decidió en una conferencia de científicos, militares y jerarcas dirigida por Albert Speer abandonar el proyecto y centrarse en armas que le dieran rédito inmediato. Werner Heisenberg, Otto Hahn y toda la elite científica que seguía en Alemania debían cambiar de rumbo. Esa misma semana, sin embargo, Centro (el eje del espionaje soviético) ordenó a todos sus agentes en Berlín, Londres y Nueva York, que recopilaran cuanta información pudieran sobre el “proyecto secreto” de la Casa Blanca “para fabricar la bomba atómica”. Empezaba el prólogo de la Guerra Fría.
¿Sabían los aliados que la amenaza nuclear nazi quedaba desactivada? Reino Unido, con una calidad espectacular en sus fuentes de inteligencia, sí. Gracias a Paul Rosbaud —científico, periodista y gran relaciones públicas alemán entregado a la causa aliada, personaje de novela que siempre iba con una cápsula de cianuro en el bolsillo “por si acaso” y que aguantó con su coartada hasta el final de la guerra— tenían información de primera mano de lo que ocurría en el interior del mundo científico alemán. “Su importancia es incalculable”, asegura Watson. Y, sin embargo, los estadounidenses lo ignoraron. Riguroso al extremo con documentos, declaraciones y fechas pero también con su habitual pulso narrativo, Watson (Birmingham, 77 años) demuestra que Estados Unidos conocía los planes de Alemania. El gran conspirador en la sombra era el general Leslie Groves, supervisor de la construcción del Pentágono y el mayor cargo militar al frente del Proyecto Manhattan en Los Álamos, quien ya en septiembre de 1942 aseguró que Rusia era el “enemigo” natural de Estados Unidos y que el proyecto “estaba orientado sobre esa base”. “Groves es el gran villano de la historia. Es un poco como Trump, que pensó que lo militar podría volver a dar la grandeza a Estados Unidos. Él veía el proyecto de una manera que era imposible que no llegara a realizarse”, comenta Watson.
¿Lo sabían los científicos recluidos en Los Álamos? Algunos no. A otros no les importaba tanto como el hecho en sí de conseguirlo. En 1943, David Hawkins, uno de los más estrechos colaboradores de Robert Oppenheimer, director científico del proyecto, se quejó del entusiasmo “alegre, enloquecido, delirante” que había sobre el arma en Los Álamos y la pérdida de contacto con las consecuencias de su investigación del equipo allí reunido, el más imponente de la historia de la física. Recuerden el “no me vengan con escrúpulos de conciencia” de Enrico Fermi poco después de producir la primera reacción en cadena en un reactor nuclear. No todos eran así. El danés Niels Bohr, para Watson el científico más importante del mundo junto a Einstein, luchó y puso en juego su prestigio y sus influencias para que Roosevelt y Churchill accedieran a compartir con la Unión Soviética sus secretos. Pero fracasó donde otros con otros métodos más torticeros iban a triunfar.
Uno de los grandes personajes de un libro lleno de ellos es Klaus Fuchs. Hijo de pastor cuáquero, brillante físico teórico huido de Alemania tras luchar contra los nazis en los treinta, trabajaba para Moscú al menos desde 1941, cuando estaba exiliado en Reino Unido. Su incorporación al Proyecto Manhattan dio a los soviéticos una fuente directa e información esencial para desarrollar su bomba. “Creo que se puede decir que la información que Fuchs pasó a los rusos significó que cuando empezó la guerra de Corea en 1950 Rusia estaba mucho más avanzada de lo que hubiera estado sin él y el hecho de que estuvieran preparados fue un factor clave para que Truman no usara de nuevo la bomba. Pero eso no cambia el hecho de que Fuchs fue un traidor y que si su traición hubiera ocurrido con Rusia como enemigo y no como aliado él podría y debería haber sido ejecutado”. Fuchs creía que así contribuía a la paz, una paz que Reino Unido y Estados Unidos buscaban a través de la coerción que supondría ser los únicos que tenían el arma atómica.
¿Eran todos unos ingenuos? “No hay que olvidar que Churchill creyó que podía llevarse bien con Stalin. Hasta cierto punto fue tan ingenuo como cualquier otro”, comenta Watson. “El equilibrio ha sido destruido. La bomba A es un chantaje”, dijo Stalin a Beria desde Postdam. Tras Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, "en el ámbito de la física se había culminado una terrible aventura”, afirma Watson en Historia intelectual del siglo XX. Hoy, hay 9.500 cabezas nucleares en el mundo, que podrían destruir el planeta más de 100 veces. Peter Watson insiste en que todo eso se podría haber evitado sin la conspiración que llevo a construir una bomba que no se necesitaba.
De espías y físicos
El danés Niels Bohr es uno de los tantos premios Nobel que pueblan el libro y uno de sus ejes narrativos. “Fue siempre algo más que un simple científico”, asegura Watson de este hombre “generoso y paternal” que “carecía por completo del instinto de rivalidad”. Su labor, primero en Copenhague, luego en Reino Unido y finalmente en Estados Unidos dio cobijo a científicos alemanes huidos y fue esencial para ensamblar el equipo que terminó en Los Álamos. Pero una obra como Historia secreta de la bomba atómica, en cada esquina aparece un espía, un acto de traición, una sombra. A Bohr le perseguirá siempre la duda sobre lo que ocurrió en su encuentro en la Copenhague ocupada por los nazis con Werner Heisenberg. ¿Le dio este a Bohr el dibujo que él aseguraba poseer aunque los testigos no lo recuerdan y en el que se revelaban secretos de estado? ¿Fue el alemán un traidor que en público se mostraba como un ferviente nacionalista y en privado les decía a los aliados que ellos no iban a fabricar la bomba? ¿O era un nazi seguro de la victoria que quería reclutar a Bohr? ¿Se inventó Bohr el dibujo para dar credibilidad a sus tesis? Se ha escrito mucho sobre el asunto sin llegar a ninguna conclusión y aquí Watson tampoco se atreve a aventurarla.
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