La última voz del proyecto que desarrolló la bomba atómica
Roy Glauber, Nobel de Física y único participante vivo en el Proyecto Manhattan en el laboratorio secreto de Los Álamos, cuenta su experiencia en un documental
Muchas personas ansían la fama, otras la alcanzan por partida doble. Éste es el caso del profesor Roy J. Glauber (New York 1925), que sigue activo en su cátedra en el Departamento de Física de la Universidad de Harvard. El primer mérito de Glauber es que fue él quien consiguió comprender, en 1963, por qué la luz de un láser es tan especial, por qué se comporta de una forma tan diferente a la luz de una bombilla o a los rayos del sol. Glauber fue el primero en entender que los fotones obedecen las leyes de la mecánica cuántica y que, gracias a ello, pueden comportarse colectivamente de forma coherente. Aquella magnífica contribución, la teoría cuántica de la coherencia óptica, le valió a Glauber el premio Nobel de Física de 2005.
Pero el profesor Glauber merece ser célebre a día de hoy por otro hecho incontestable. Él es -ni más ni menos- el último científico vivo que participó en la construcción de la primera bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial. Las palabras de Glauber son la última voz que ostenta la autoridad moral de narrar de forma directa, sin reinterpretaciones históricas posteriores de terceros, la evolución del proyecto científico que cambió el mundo. Él es el último testigo no sólo del proceso entero, sino de la vida de todos sus protagonistas.
Nuestras charlas con Glauber se han traducido en un documental que hemos titulado That's the story (Esa es la historia), porque así nos lo dijo él. Gracias a la colaboración del Archivo de Los Álamos, el documental cuenta con imágenes de la vida diaria en el laboratorio que fueron desclasificadas recientemente y que ven la luz por primera vez.
La historia de Glauber se remonta a 1943, cuando a la edad de 18 años fue captado para trabajar en un proyecto secreto en Los Álamos, cerca de Santa Fe, Nuevo México. Poco antes, en 1941, el presidente Roosevelt había aprobado un programa secreto de alta prioridad para crear una nueva arma, de potencia impredecible. Aquel esfuerzo recibió el nombre de Manhattan Engineering District (abreviado a Proyecto Manhattan) y se nombró al general Leslie Groves como su director. Éste, a su vez, nombró a J. Robert Oppenheimer como director científico del proyecto. Ambos decidieron concentrar a los mejores científicos de aquel momento en el laboratorio de Los Álamos.
La idea directriz del Proyecto Manhattan consistía en aprovechar una reacción de fisión nuclear en cadena. Nadie sabía a ciencia cierta si los problemas técnicos harían viable la construcción de una bomba. Pero la posibilidad de que la fisión nuclear pudiera ser aprovechada por el bando alemán hacía perentorio el desarrollo de un programa de investigación fuertemente financiado. A día de hoy sabemos cómo evolucionó el proyecto. La primera explosión de una bomba atómica se realizó en julio de 1945 en el desierto de Alamogordo. Aquel ensayo recibió el mítico nombre de Trinity. Veintiún días después, Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas que destruyeron Hiroshima y Nagasaki. La devastación de estas ciudades y la consiguiente masacre con cientos de miles de personas fallecidas aceleraron la rendición de Japón. Se inició, así, la guerra fría entre Estados Unidos y la URSS, cuyas consecuencias todavía vivimos 70 años después.
Glauber se unió al laboratorio de Los Álamos cuando todavía cursaba tercero de la licenciatura de Física (¡y, a la par, varios cursos de doctorado!). Él justifica su fichaje por el proyecto con la frase: “Había escasez de talento en los Estados Unidos”. Efectivamente, muchos estudiantes y profesores se habían unido a las fuerzas armadas y luchaban en los distintos frentes hasta el punto que Harvard superaba las 10.000 bajas entre los miembros de su comunidad. Por otra parte, otros muchos científicos se habían sumado a proyectos militares de diversa índole. No era fácil, pues, hallar jóvenes de manifiesto potencial intelectual. Glauber sí tenía el talento necesario.
De la noche a la mañana, el laboratorio de Los Álamos se convirtió en un experimento social en sí mismo. Oppenheimer trataba de reunir en un único lugar a la mayor cantidad de cerebros del planeta. Y así fue como, perdidos en el medio de la nada, fueron a trabajar físicos de la talla de Hans Bethe (Nobel en 1967), Richard Feynman (Nobel en 1965), Norman F. Ramsey (Nobel en 1989), Victor Weisskopf, Eduard Teller y un largo etcétera. También visitaron Los Álamos con frecuencia otros científicos no menos notables como Niels Bohr (Nobel en 1922), Enrico Fermi (Nobel en 1938) o Isodor Isaac Rabi (Nobel en 1944). Los Álamos fue, sin duda alguna, el mayor centro de inteligencia de la tierra.
“Eran personas extraordinarias”, rememora Glauber. Así nos ha definido a sus compañeros de laboratorio en una serie de conversaciones que comenzaron en una terraza de Benasque, donde le invitamos a probar, por primera vez, un mojito. El octogenario y lúcido profesor Glauber había acudido al bello pueblo de Benasque para asistir a un congreso científico sobre los avances más recientes en óptica cuántica y sus aplicaciones en gases ultrafríos. Entre sorbo y sorbo, Glauber recuerda pausadamente cómo se unió al proyecto Manhattan. "Envié todas mis pertenencias al apartado de correos 1662, Santa Fe, New Mexico; que era ficticio", dice. Y luego, entre ésa y otras charlas, cuenta lo difícil que eran los cálculos que tuvo que realizar o lo pesado que se ponía Feynman embelleciendo las historias que explicaba y en las que cada persona era más estúpida que la anterior. Cuenta que la mayor producción de Los Álamos no era realmente ciencia, sino bebés. Aparte de ir al cine tres veces por semanas, los muchos jóvenes que allí habían acudido debían entretenerse en algo. Glauber palpó de primera mano cada avance teórico del proyecto, y también cada vivencia personal de sus colegas. Glauber los fue despidiendo uno a uno.
El verdadero reto para todos nosotros fue, y lo es hoy en día, visitar esta parte crucial de nuestra historia con una mente libre de prejuicios. Las voces que han reinterpretado el uso de la bomba atómica van del pavor más absoluto ante la crueldad humana, al pragmatismo de las grandes cifras. ¿Cuánta gente murió? ¿Cuánta hubiera muerto en un final de guerra convencional? La pregunta recurrente en la mente de Glauber es: "¿Qué habría sucedido si la bomba hubiese sido creada dos años antes? ¿Se habría devastado Alemania?". Glauber responde inamovible desde el ayer a nuestras preguntas formuladas desde el juicio de hoy. Aunque lo intentamos, nunca logramos saber si se había arrepentido de participar en el proyecto o si tuvo, al menos, sentimientos contradictorios. Su mente no parecía haberse hecho esas preguntas. En algún momento, sin embargo, y así lo capta el documental, dice: “A partir de 1945, no quise saber nada más de todo aquello”. Entonces, sus ojos fugazmente brillan humedecidos. No podemos asegurar que fuese un lagrimeo propio de su edad.
El proyecto Manhattan tiene, al menos, dos grandes derivas, la científica y la ética. Es válido decir que la gran ciencia se inició en Los Alamos, en el sentido de que grandes cantidades de dinero, más buenos científicos dan lugar a resultados impresionantes. En la parte ética, no existe consenso evidente. Es cierto que el peligro nuclear puede ser en parte responsable de la ausencia de conflictos a escala mundial. Ahora bien, el mundo no parece mucho mejor hoy, 70 años después del lanzamiento de las bombas atómicas, que antes de la Segunda Guerra Mundial.
José I. Latorre es catedrático de Física Teòrica en la Universitat de Barcelona. María T. Soto-Sanfiel es profesora titular de Comunicació Audiovisual i Publicitat en la Universitat Autònoma de Barcelona.
That's the story. Producción: Centro de Ciencias de Benasque Pedro Pascual. Producción ejecutiva: José I. Latorre. Dirección: María T. Soto-Sanfiel, O. Cusó. Distribución: Twelve Oaks SL
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