Hans Bethe, el último superviviente del Proyecto Manhattan
Hans Bethe, uno de los físicos más brillantes del siglo XX, nunca se sintió cómodo con la calculadora digital. Prefería su vieja regla de cálculo, el mismo instrumento que hace más de 60 años le sirvió para estimar dos cifras de enorme trascendencia histórica: la masa de uranio necesaria para una explosión nuclear y la probabilidad de que una detonación semejante pudiera destruir la Tierra entera. Bethe fue el responsable de ambos cálculos como director de la división de física teórica del Proyecto Manhattan, el esfuerzo científico que culminó en la construcción de la primera bomba atómica en el laboratorio secreto de Los Alamos, en Nuevo México (EE UU). El científico, de 98 años, murió el domingo en su casa de Ithaca (Nueva York).
Nació en 1906 en Estrasburgo, entonces una ciudad alemana. No tardó en dar signos de un excepcional talento matemático, que tuvo que desarrollar a espaldas de su padre, un fisiólogo que temía que el niño destacara demasiado en clase. Se formó en Munich con el gran físico teórico Arnold Sommerfeld. Pero su madre era judía, y ese hecho marcó su futuro desde la llegada de Hitler al poder. En 1933 se vio forzado a abandonar su país y, tras un par de años en el Reino Unido, aceptó un puesto en la Universidad de Cornell (Ithaca, Nueva York).
Casi inmediatamente, Bethe empezó a hacer brillantes aportaciones a mecánica cuántica y a la teoría relativista, los dos grandes marcos de la física del siglo XX. Y en 1938 publicó su trabajo más célebre, en el que logró responder una pregunta tan vieja como la humanidad: ¿Por qué brilla el Sol? Bethe mostró que el Sol y otras estrellas similares brillan durante miles de millones de años gracias a una reacción de fusión nuclear, en la que dos átomos de hidrógeno producen uno de helio y una gran cantidad de energía. Casi treinta años después, en 1967, ganaría el premio Nobel por esa contribución esencial a nuestra comprensión del cosmos.
A finales de los años treinta y principios de los años cuarenta, los físicos europeos emigrados a Estados Unidos, incluido Albert Einstein, empezaron a temer que la Alemania nazi pudiera construir la bomba atómica. El laboratorio de Los Álamos fue creado en 1943, y su director, Robert Oppenheimer, reclutó enseguida a Bethe para dirigir la división de física teórica. Su pupilo predilecto en aquel laboratorio secreto fue Richard Feynman, que también acabaría escribiendo algunas de las páginas más brillantes de la física teórica del siglo pasado.
El 16 de julio de 1945, Bethe presenció en el desierto de Nuevo México la primera explosión nuclear de la historia. Aquella detonación era en parte hija de su regla de cálculo, pero, cuando Estados Unidos lanzó las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, el físico se convirtió en un activista político, y en una voz moral en el ojo del huracán de la recién estrenada guerra fría.
Nada más acabar la guerra, Bethe se unió a Einstein en el Comité de Emergencia de Científicos Atómicos, y empezó una tenaz campaña de medio siglo por la restricción de las investigaciones sobre nuevas armas, y a favor de las políticas de desarme. Bethe se sirvió de su enorme prestigio científico para promover la prohibición de las pruebas nucleares atmosféricas (1963) y los sistemas antimisiles (1972), más tarde conocidos como Star Wars, o Guerra de las Galaxias.
Una constante de la vida de Bethe fue su continua pelea con Ed Teller, el físico de origen húngaro que fue uno de los grandes defensores de las políticas armamentísticas de Estados Unidos. Curiosamente, Teller había sido su gran amigo en los viejos tiempos, y una de las pocas personas que asistieron a su boda en 1939. La historia de la guerra fría puede representarse como una lucha encarnizada entre estos dos físicos emigrantes, unidos por la ciencia pero situados en los dos polos opuestos de la política.-
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