La fama ya no es lo que era: nadie triunfa como Marilyn o Elvis en un mundo de ‘influencers’ y superhéroes
La industria del cine se reboza en la nostalgia de las grandes estrellas de antaño ante la fragmentación de la cultura pop y la dificultad de encontrar referentes comunes actuales
Cada vez pasa más, incluso a gente bien impregnada de cultura pop. Un buen día, uno descubre que no conoce a la mitad de los intérpretes que aparecen en el famoso número especial dedicado a Hollywood que publica Vanity Fair coincidiendo con los Oscar. ¿Quién es esa actriz al lado de Nicole Kidman? Ni idea. Y tampoco le suenan quienes ocupan los primeros puestos en la lista de Los40 (Bebe Rexha, Ava Max, Polo Nandez), ni en la lista de éxitos musicales de Estados Unidos, el Billboard Hot 100 (Morgan Wallen, Steve Lacy). Se viraliza la casa de una influencer llamada Emma Chamberlain y no tenemos muy claro quién es y cómo lo ha hecho esa persona de 21 años para comprarse una mansión de 4,3 millones de dólares (casi 4,4 millones de euros) —respuesta: ser un fenómeno en redes y firmar contratos con Levi’s, Cartier y Louis Vuitton—. No es solo una cuestión de hacerse viejo, es que la conversación intergeneracional e interburbujas nunca había sido tan difícil.
¿Volverá a ser alguien tan famoso como Elvis o Marilyn? Se lo preguntaba hace poco The Economist, a cuenta de los estrenos de Blonde, de Andrew Dominik, y de Elvis, de Baz Luhrmann. O lo que es lo mismo: ¿hará alguien una película dentro de 50 años que se titule Kim y todo el mundo entenderá que el filme va sobre Kim Kardashian, persona ubicua en los medios en las dos primeras décadas del siglo XXI? No parece probable. Incluso con sus 152 millones de seguidores en Instagram y su alcance global y multitarea (tiene a su nombre un imperio que alcanza las industrias de la moda, la belleza y el entretenimiento), Kim K. no es Marilyn M., por mucho que se pusiera su vestido en la última gala del Met.
“Elvis y Marilyn Monroe son como los monolitos de 2001: una odisea del espacio respecto a la fama, tal y como la concibió una cultura americana que aspiraba al dominio iconográfico universal en el siglo XX. Los dos encarnaban lo mismo: el máximo ideal del deseo, en sus modulaciones masculina y femenina”, reflexiona Jordi Costa, jefe de exposiciones del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y alguien que ha pensado mucho sobre todos los estadios de la cultura popular en este mismo periódico y en libros (Cómo acabar con la contracultura, Taurus). Él confiesa que tardó más de lo aconsejable en enterarse de quién es Ibai Llanos, el streamer que congrega audiencias de más de tres millones de personas en la plataforma Twitch.
“Los modos en los que se construye, se distribuye y se vive la fama han cambiado radicalmente”, continúa Costa. “Hoy tenemos claro que ni siquiera hay deseos universales y que, por lo tanto, no debería plantearse ninguna exigencia de un deseo hegemónico. Los nuevos modelos de fama responden a una realidad mucho más fragmentada, que están en correspondencia no solo con las nuevas maneras en que deseamos, sino también con las nuevas maneras en que consumimos y generamos cultura”.
Fragmentación es la palabra clave. Cada vez cuesta más que haya suficientes personas a las que les guste lo mismo al mismo tiempo. Incluso los productos con mayor capacidad de impregnación (series como Stranger Things, La casa del dragón, el propio Ibai Llanos) provienen de plataformas segmentadas, como Netflix, HBO Max y Twitch. Las dos primeras son de pago. Y en la tercera, casi el 50% de los usuarios tiene entre 25 y 34 años y solo el 1,3% supera los 65, de manera que lo que salga de allí necesariamente está condenado a estar filtrado por edad y género. Menos del 20% de las usuarias son mujeres.
Gran parte de esa transición que ha ido de la fama absoluta a las muchas microfamas tiene que ver también con la pérdida de potencia del cine como arte aglutinador en la cultura popular y con el giro que ha tomado la película taquillera en el siglo XXI. Aunque, como pasa con el huevo y la gallina, no es fácil dilucidar qué pasó antes: que muriera el star vehicle, la película hecha para el lucimiento de una estrella y que solo existía porque esa estrella la sostenía (como las exitosísimas películas de Elvis Presley en los cincuenta y sesenta), o que se apagaran las estrellas que podían sostener esos vehículos.
Lo cierto es que el star system no es lo que era. Entre las 10 películas que más han recaudado en España en lo que va de año, hay dos filmes de dibujos animados (la más taquillera de todas es Minions: el origen de Gru, y Tadeo Jones 3 está el número 8), cuatro que tienen que ver con los superhéroes (Doctor Strange en el multiverso de la locura, Thor: Love and Thunder, The Batman y Spider-Man: No way home) y otra que es una adaptación de un videojuego (Uncharted). Solo una, la secuela de Top Gun, en el número nueve, tiene como protagonista a una estrella global, Tom Cruise, a quien todos los análisis sitúan como “la última gran estrella de Hollywood” en el sentido clásico.
En la era del entretenimiento basado en la propiedad intelectual y las franquicias, los intérpretes son intercambiables. Casi todas las grandes estrellas, de Benedict Cumberbatch a Jennifer Lawrence, están adscritas a Marvel o bien a DC, pero todas son desechables, ninguna imprescindible. Incluso los intérpretes lo saben. El actor Anthony Mackie, que hace de Falcon en las películas del universo cinematográfico de Marvel, dijo en un clip que se hizo viral en 2019: “Ya no hay estrellas de cine. Anthony Mackie no es una estrella. Falcon es una estrella. Antes ibas a ver la película de Will Smith, o de Stallone, o de Schwarzenegger. Ahora vas a ver a los X-Men. La evolución de la película de superhéroes ha significado la muerte de la estrella de cine”.
Como señala el historiador del cine Ben Fritz en su libro The Big Picture, la situación contrasta con la de hace apenas dos décadas, cuando actores como Tom Hanks o Julia Roberts eran el corazón de la industria y podían pedir salarios de 20 millones de dólares y aprobación final sobre cada elemento de sus filmes, aunque no los produjeran (el reparto, el guion, la dirección), que se escogían para estar en sinergia con la estrella. Eso quedó claro en la históricamente corta era del DVD, señala Fritz, cuando el diseño de las carátulas se basaba en sacar la cara o el cuerpo del protagonista lo más visible posible.
Ante la falta de estrellas de nueva generación, lo único que queda es rebozarse en la nostalgia de las antiguas. El éxito descomunal y hasta cierto punto inesperado de Bohemian Rhapsody, el biopic de Freddie Mercury, en 2018, abrió la puerta a Rocketman, sobre Elton John, y al Elvis de Luhrmann. Netflix ofreció un contrato de 300 millones de dólares al productor Ryan Murphy para que continúe con su revisión del pasado en forma de series. “La obra de Murphy gira constantemente alrededor de la relectura queer del Hollywood clásico, y películas como Blonde o Elvis desvelan la construcción tras el icono y también la tragedia subyacente a ese estado de las cosas que hoy en día conviene dejar de ver como un paraíso perdido”, apunta Jordi Costa.
En un ensayo que acaba de publicarse en España, titulado Las horas han perdido su reloj (Alpha Decay), el crítico cultural Grafton Tanner abunda en la idea de que la vista atrás nunca es inocente: “La industria de la nostalgia no solo se dedica a vendernos el pasado. También hace circular versiones de la historia que consolidan las ideologías dominantes del presente”. Pero ese pasado, cada vez más manoseado y distorsionado, es lo único que nos queda en común.
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