Nadie quiere medio millón de fotos que relatan 50 años de flamenco
Paco Sánchez, que ha desarrollado una trayectoria como periodista musical durante cuatro décadas, sumó a su trabajo la pasión por retratar a las figuras del cante jondo hasta reunir un archivo abrumador y de futuro incierto
Para no haber sido su trabajo principal, el de periodista musical, a Paco Sánchez (Dos Hermanas, Sevilla, 76 años) le ha cundido con creces su pasión por la fotografía de flamenco. Desde mediados de los setenta, cuando probó a llevar una cámara a una actuación que le tocó cubrir, hasta hoy ha atesorado un archivo “que supera el medio millón de imágenes”, dice en un hotel del barrio sevillano de Triana, a la vera del Guadalquivir. Blanco y negro en negativos y en papel, diapositivas en color y archivos digitales almacenados en discos duros de varios terabytes. Actuaciones de cantaores, bailaoras o guitarristas y retratos, en estudio o fuera de él.
Sánchez, con una exquisita dicción, sobre todo cuando dice todas las sílabas de palabras como “extraordinario” o “magnífico”, fue radiofonista y después directivo en la desaparecida Radiocadena Española, que pertenecía a RTVE. Allí puso en marcha Radiocadena Flamenca, la primera que en España se dedicó a emitir íntegramente arte jondo. Más adelante se incorporó al equipo directivo de Canal Sur Radio y repitió jugada con una emisora en internet, FlamencoRadio.com, iniciativa que ganó un Premio Ondas en 2009.
Sus imágenes se han visto “media docena de veces” en exposiciones en la Bienal de Flamenco de Sevilla y también en festivales de flamenco en Argentina o Francia, aunque confiesa que tiene “clavada la espinita” de no haber podido mostrar su obra ni en Madrid ni Barcelona. El fotógrafo del flamenco no pierde la esperanza, dice, mientras pasa por la iglesia del Cristo de la Expiración, conocido como El Cachorro: “Tengo siete exposiciones montadas guardadas en cajas”. Pero como ya tiene “una edad”, está llamando a varias puertas para ver si a alguna institución le puede interesar su apabullante legado, del que hay ejemplos en la colección del Centro Andaluz de la Fotografía, en Almería, y en el Centro Andaluz de Documentación del Flamenco, en Jerez. Mientras, cada día publica varias fotos en redes sociales: “¿Para qué las quiero en un cajón?”.
No obstante, sus primeros gustos musicales no estaban en el fandango ni el taranto, iban más por el rock, el soul y el pop. Fue a mitad de los setenta, en un festival en La Puebla de Cazalla (Sevilla), cuando fotografió al cantaor Diego Clavel “rompiéndose en una seguiriya” y comenzó a recoger con su cámara las distintas manifestaciones de la música popular andaluza para intentar captar su duende, ese trance de encantamiento y magia. En sus retratos a dos clásicos como Antonio Mairena o Fernanda de Utrera, esta última cantando a unos centímetros de su puño cerrado, se aprecia lo que denomina su “época dramática, fotos en blanco y negro, con luces fuertes de contraste, duras”. Era cuando el objetivo de su cámara “era tan cortito como el sueldo, tiraba dos rollos”, añade. Con las vacas gordas llegó a comprar para una Bienal 100 rollos de diapositivas, con 36 cada uno.
En los retratos considera que se da esa creencia ancestral de “robar un poco el alma a la persona”. “Pero lo importante es la iluminación y que me miren a los ojos”. Su siguiente etapa fue en color, al que se pasó por el baile. Le interesaba “la plasticidad” de las bailaoras moviendo la bata de cola o el mantón, o girando con sus vestidos de flamenco, y detalles, como los zapatos de tacón, unas manos que tocan unas castañuelas o una mirada que asoma detrás de un abanico.
Con las posibilidades del digital, se metió en un proyecto ambicioso para la Bienal de 2012, titulado Bailaoras. Ya no solo hacía clic, sino que buscó un teatro con la iluminación que le gustaba (a veces había tenido sus más y sus menos con algún iluminador al que le pedía que le bajara los rojos, “porque parecía que estábamos en el infierno”); eligió los fondos, los trajes y las artistas, a las que decía cómo moverse. Fue un año de trabajo que cosechó “10.000 fotos” y una exposición en el Alcázar de la capital andaluza.
En todos estos años a pie del tablao, Sánchez ha constatado la evolución de los artistas flamencos, destacando como gran cambio “la cultura”. “He visto a cantaores de enjundia firmar así...”, dice antes de llevarse el pulgar a la boca y dejar la huella digital en un papel. “Estaba también el no saber comportarse, ni hablar delante de un micrófono. El flamenco venía de orígenes muy humildes”.
Sobre los grandes nombres que ha conocido y fotografiado, opina: “¿Camarón? Revolucionó el flamenco; Paco de Lucía, genial, pero a mí me emociona menos que Diego del Gastor, búscalo, ya verás… Juanito Valderrama, una enciclopedia del cante, aunque se hizo famoso como cupletista; Antonio Mairena es el sumun, el más grande de los que he conocido; La Paquera de Jerez, una magnífica voz”.
Se lo piensa cuando sale el nombre de El Lebrijano: “El más grande creador que he visto en el cante; Fosforito fue extraordinariamente bueno, pero su etapa fue corta por problemas físicos, vocales; Manolo Sanlúcar, un genio, es que no es lo mismo tocar bien que componer una obra con su principio, desarrollo y fin, y Manolo lo hacía”. José Mercé “es un buen cantaor, pero hace cosas con las que no estoy de acuerdo; Morente fue una referencia porque se atrevió a afrontar propuestas valientes; Lola Flores me gustaba, pero no sé si incluirla en el flamenco más allá de las alegrías; Miguel Poveda, en su época de flamenco puro me gustaba más, es una esponja, lo absorbe todo”. El repaso termina con José de la Tomasa, “un flamenco fanático del soul, que cuando me veía me cantaba Sentado en el muelle de la bahía, de Otis Redding”.
Sin embargo, a la hora de recordar anécdotas, Sánchez es cauto: “No, no”. Alguna cae sobre un cantaor “que siempre estaba borracho” y al que, como a otros, le pidió que grabara un indicativo para su programa de radio: “Ya sabes, eso de soy fulanito y saludo a los oyentes de…”. Pues ese cantaor de la provincia de Huelva no daba pie con bola: “Se equivocaba todo el rato… ‘¡Niño!, ¿qué tengo que decir?”. Cuando había transcurrido media hora, el hombre se plantó con una dedicatoria inesperada: “¡Te voy a decir lo que digo en mi cante. Todo el mundo quiere ser, lo difícil es serlo”. Y se fue.
Del fallecido Chano Lobato rememora su guasa. En una ocasión le tocó lo del indicativo a un tipo tan festero como el cantaor El Mono de Jerez, que tampoco atinaba. A su lado le escuchaba el cantaor gaditano: “¡Hola!, soy El Mono de Jerez…”. Y volvía a tropezarse. Entonces se oyó a Chano Lobato por detrás: “¡Hola! Y yo soy Leonardo da Vinci”.
Hoy, Sánchez hace “pocas cosas, como emérito”. “En muchos sitios no dejan hacer fotos durante la actuación y yo no puedo ver un espectáculo flamenco sin fotografiarlo”. Su particular mirada está en los libros Retratos del flamenco, en blanco y negro, Flamenco en escena, El color del baile flamenco y Nueva savia del flamenco, con retratos en color. Y se enciende una mijita cuando reivindica que en todo colegio de Andalucía “deberían ponerle flamenco a los niños”; o cuando lamenta que apenas haya programas de radio con esta música. “Aquí”, dice antes de degustar en un restaurante típico tortillitas de camarones y cola de toro, “aquí eso debería ser delito”. Aunque, eso sí, está convencido de que el flamenco “no va a morir nunca”, al contrario de lo que se decía en el siglo XIX cada vez que desaparecía una gran figura.
¿Y la fusión? “Se pueden hacer cosas buenas, hay una arpista flamenca en Jerez buenísima y un violinista que hace flamenco, pero la evolución no es hacer una soleá [palo de tono melancólico] con una gaita, aunque algunos nos llamen talibanes”.
Babelia
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