Diez años sin él: la transgresión de Enrique Morente, contada por sus hijos
En el décimo aniversario de la muerte del cantaor, Soleá y Kiki, también músicos, evocan la figura como artista y como padre de un innovador del flamenco. Un festival lo homenajea en Madrid
Enrique Morente tenía el instinto para innovar tan afilado que hasta en las situaciones más mundanas surgía sin que él se esforzara. Como, por ejemplo, para hacer llevaderas las resacas de juventud de sus hijos. Morente se levantaba temprano, sobre las ocho de la mañana, en su casa granadina. Se vestía con un chándal, se calzaba “unos tenis” (tenía una gran colección), se acercaba al potente equipo de sonido de la casa, sintonizaba música clásica y se marchaba a pasear. El aire mestizo y aromático del Albaicín entraba por las ventanas y sumía las dependencias en un ambiente agradable. Las sinfonías de Händel remataban la faena. “Era una forma muy bella de que mi hermano y yo pasásemos las resacas. Así era mi padre”, cuenta Soleá Morente mientras, a su lado, su hermano, José Enrique Kiki, se carcajea.
Son los dos hijos menores del cantaor. Cuando el patriarca murió (con 67 años, por las complicaciones tras una operación de cáncer de esófago), hace justo una década, ella tenía 25 años, él 20 y la mayor, Estrella, 30. Aquel 13 de diciembre de 2010 la vida de estos tres jóvenes y la de su madre, Aurora Carbonell La Pelota, se quedó sin su faro. Han tenido que caminar a tientas, aunque la luz de Morente les enseña el trayecto cuando la oscuridad se hace más tupida.
Los cuatro pasaron un año de duelo “con momentos terribles”, hasta que decidieron someterse a una terapia donde no fue necesario el diván. La madre, bailaora, pintora, diseñadora de ropa “y señora de su casa” (añaden sus hijos), ideó una exposición-espectáculo, Universo Morente (en Madrid y Granada, 2014), donde expresó “el arte como bálsamo para la pena”, dijo en aquel momento la viuda. Soleá Morente (Madrid, 35 años) ofrece, hoy, detalles: “Mi madre empezó a dibujar a mi padre, desde diferentes perspectivas y maneras. E hizo una performance donde se expresaba todo el dolor físico y emocional que teníamos. Los tres hermanos participamos. Fue la mejor terapia”.
Soleá y Kiki (Granada, 30 años) se encuentran en Casa Patas, esa institución flamenca madrileña que hoy tirita económicamente por la ausencia de actividad obligada por la pandemia. Estamos en una dependencia que se llamaba Café Cantante y ahora se ha rebautizado como Café Morente para conmemorar el décimo aniversario de la muerte del creador. Estos días los dos van a actuar en el festival Suma Flamenca, de Madrid, que con el título Morente Siempre celebra al cantaor. Soleá canta el 10 de diciembre y Kiki el 13.
Café Morente es un bonito espacio de madera con un pequeño tablao. El lugar está sembrado de fotos enmarcadas, del padre y de otros flamencos. Soleá ha llegado a la entrevista con un bolso de tela donde aparece la cabeza de su padre con ese cabello tan leonino que exhibía; el rostro está cruzado por un rayo verde, simulando la caracterización de David Bowie en los setenta. Morente/Bowie, dos transgresores que se fueron cuando todavía tenían revoluciones que liderar.
Los tres hijos de Morente cantan. Empezaron de palmeros y coristas en el grupo de su padre, que vio triunfar a la mayor, Estrella, pero se perdió la profesionalización de sus hijos pequeños. A cambio, con estos compartió su formación académica. Morente padre acudía, de oyente, a las clases universitarias de su hija Soleá, licenciada en Filología Hispánica. “Se ponía a mi lado en el aula. La gente me decía: ‘Qué haces sentada con Enrique Morente’. No sabían que era su hija, claro”. Con Kiki, el cantaor dio un paso más. “Estaba estudiando en el conservatorio, pero me escapaba para ir a jugar al fútbol. Para que no me fumase las clases mi padre se inscribió también, como alumno. Todos los estudiantes tendríamos 12 años. Y allí estaba él, con nosotros. Cuando llegaba a casa él se ponía a repasar en el pentagrama”, cuenta con una sonrisa Kiki. Soleá vive hoy en la casa que la familia tuvo en el centro de Madrid, a donde el cantaor llegó desde Granada para asentarse profesionalmente.
“Nos dejó una discoteca y una biblioteca grandes. El otro día estuve viendo algunos libros. Cogí uno de León Felipe y estaba subrayado, con asteriscos, anotaciones… Uno de los que más me gusta es Cantos populares españoles, de Francisco Rodríguez Marín. Ahí están un montón de letras que él cantó y las hizo conocidas. Incluso hay gente que se cree que son de mi padre”. Una de las cosas que legó Morente a su único hijo tiene poco valor económico… a no ser que la subaste en plataformas como eBay. La historia es otra de tantas en la que está involucrado Camarón de la Isla. Los dos maestros se citaban en casa de Morente para apurar una frasca de vino, calentar las voces e intercambiar cantes. Camarón le había echado el ojo al equipo de música de la casa, un mamotreto setentero con altavoces de medio metro. “Camarón siempre llevaba una grabadora de casete de aficionado. Grababa a cualquiera siempre que le pareciera interesante, para luego estudiarlo. Podía ser un taxista cantando por fandangos o la Tina, de Las Grecas. Luego lo escuchaba con mi padre. Así aprendían y profundizaban en el cante”, relata Kiki.
Un día, Camarón sacó su pericia de negociante: “Te cambio la grabadora por el equipo de música”. Morente, estupefacto, le dijo que sí, sabiendo que claramente perdía en el trueque. “Mi madre siempre cuenta que era un cuadro ver a Camarón y a Tomatito bajar por las escaleras cargando con el enorme equipo de música”, apunta Soleá. La grabadora, una joya sentimental, la guarda ahora Kiki, incluso con una cinta dentro. “No la he querido escuchar. Prefiero tenerla ahí”, dice. Los dos relatan historias de su padre con devoción y diversión, cuando la anécdota lo requiere. Durante la hora de encuentro solo se emocionan cuando hablan de su madre. Los ojos de Soleá se tornan acuosos: “Mi madre es una persona mágica. Es una gitana con poderes. No tenemos a mi padre, pero tenemos a mi madre, que ostenta el conocimiento que aprendieron juntos, y su conocimiento propio. Ella está todo el rato iluminada por la energía de mi padre, de una manera sobrenatural”.
Los dos recuerdan escuchar algunas noches (“a las dos de la madrugada”) desde la cocina a su padre con la guitarra y a la madre haciendo compás golpeando con los nudillos de la mano en la mesa. “Enrique, mira este cante, esta letra, por qué no haces esto”, le decía Aurora. Y su marido respondía: “Sí, venga, vamos a hacerlo”. Ahí se fraguaron muchas de las transgresiones sonoras del músico.
Aquel 13 de diciembre de 2010 los medios tejieron la biografía del cantaor con una idea básica: el gran renovador del flamenco. “Es una verdad como un templo, pero también fue uno de los cantaores más puros que puedan existir. Mi padre estudió el cante de arriba abajo. De principio a fin. Dedicó su vida al cante jondo. No había ni un cantaor ni ningún cante que no conociera. Y a través de esa pureza llegó a ser uno de los grandes innovadores”, sentencia Soleá.
Son conocidos los sarpullidos que provocaba entre los puristas esta actitud rompedora del cantaor. José Mercé publicó un artículo en EL PAÍS días después de la muerte de Morente en contra de estos puristas con este título: “Hoy le lloran, ayer le criticaban”. “Mi padre siempre nos dijo que la crítica es necesaria para evolucionar y construir. También decía que esas críticas furibundas eran fantásticas porque significaba que el arte estaba provocando una reacción, estaba moviendo algo. Si siempre dicen que eres magnífico y muy guapo sería para preocuparse”, explica Soleá.
“Mi padre escapó de la noria”
Kiki apela a una pieza que escribió y cantó el gaditano Javier Ruibal dedicada a su padre, A Morente. “Anda y que miren con lupa./ La tropa de los miopes./ Tú, cantando por farruca./ Te los pasabas al trote”, dice el tema. En otro momento Ruibal canta: “Te escapaste de la noria y Morente fue Morente”. Su hijo lo explica: “Era una época muy difícil con el tema de la droga. Si querías ser flamenco y moderno había que drogarse. Mi padre escapó de esa noria, como bien dice Ruibal”.
La entrevista ha terminado y los dos miran las fotos que cuelgan en Café Morente. Se detienen en una donde su padre, joven y atractivo, posa con una psicodélica camisa de raso. La imagen es en blanco y negro, pero se intuye que esa camisa es de algún color chillón. Soleá está segura. Dice tener fotos de él con el pelo teñido de azul y calzado con plataformas. Algún día las sacará a la luz. Morente, un flamenco que sigue retorciendo el arte diez años después.
Babelia
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