Una vida escrita por Javier Marías
El novelista, fallecido el domingo pasado, escribió muchas cartas y a mucha gente, conocida o desconocida. Su amigo Vicente Molina Foix se pregunta qué destino les reservaba
Por alguna razón de origen misterioso me temo que ya insoluble, Javier Marías y yo dejamos de vernos en los primeros meses del año 2000, después de una larga y profunda amistad iniciada en 1968 entre juegos malabares (de él) y acrecentada por encuentros y llamadas telefónicas, a menudo diarias, desde 1969, o sea, durante más de treinta años. Fuimos en esas décadas los mejores amigos; los primeros en acudir en socorro mutuo cuando hacía falta (y la hizo, en un par de ocasiones), y él y yo los últimos de la variada pandilla madrileña (María Vela Zanetti y su hermano Pepe, Eduardo Calvo, Isabel Oliart, Pabluco García Arenal, Fernando Savater, Antonio Gasset, Ángel González García, entre otros) en retirarse, caminando ya solos Javier y yo en las noches cálidas desde el Paseo de Recoletos hasta su calle de Vallehermoso, o en sentido contrario hasta los chaflanes de Castellana y General Oráa, calle y zona de notable importancia en el nomenclátor de dos de sus mejores novelas. Más de una vez por semana volvíamos a nuestros respectivos domicilios, con itinerarios distintos, del cine, una pasión compartida, aunque Javier, si la película era larga, se impacientaba, se tocaba los labios y acababa la proyección, de un modo para mí incongruente, con el pitillo apagado en la boca, palpándolo con algo parecido al ardor sensual. Pero no se iba de la sala, como buen cinéfilo, antes de que acabasen los títulos de crédito finales, por farragosos que fueran; solo en la calle encendía con fuego real sus cigarrillos, por entonces en toda su potencia, es decir, sin los escamoteos en la nicotina y las mentolizaciones a las que Javier, bastante tiempo después, se avino de mala gana. Sin embargo el tabaco, habiendo sido yo toda mi vida un riguroso no-fumador atormentado por un trauma infantil al que pronto le supe ver, sin psiquiatría, su lado saludable, no fue la causa del declive que empezó con el nuevo siglo.
El comienzo de nuestro alejamiento amical tuvo el aviso de una costumbre rota, la cena de fin de año que se hacía en mi piso de Madrid con otros amigos de entonces, también muy queridos; la llamábamos, sin serlo culinariamente, el banquete de los huerfanitos, y en una de esas noches de San Silvestre los huerfanitos atentos a las doce uvas, y sobre todo Javier y yo, nos reímos a carcajadas con Martes y Trece y su famoso sketch de la empanadilla, que hoy quizá tendría la consideración de improcedente, pues Encarna Sánchez quedaba zaherida y los dos cómicos, sin ser mujeres, hacían con una gracia extraordinaria de marujonas. Javier y yo, a los que nos ha gustado mucho siempre ver a otros, más profesionales, hacer imitaciones de gente famosa y escritores conocidos, llegamos a atrevernos en su día a hacerlas nosotros mismos, por separado y a dúo, ante un selecto público amistoso pero muy exigente; al mimetizar cariñosamente, por ejemplo, un truculento relato épico del matrimonio Cabrera Infante/Miriam Gómez, yo sudaba tinta para poder igualar la música y el acento de Guillermo que mi co-intérprete Javier bordaba, gracias a sus antecedentes familiares cubanos.
De literatura no se solía hablar en los cotillones, pero sí, y mucho, en las horas de paseo y cháchara post-cinematográfica. Javier —como otros amigos novelistas y yo mismo he hecho más de una vez— tomó la costumbre de pasar a consulta a mí y a Juan Benet y a alguna otra persona amiga que no sabría precisar sus originales mecanografiados antes de mandarlos al editor. Había poco que corregir o sugerir, aunque en su primera novela Los dominios del lobo, escrita siendo él aún teenager, además de proporcionarle el título le di un consejo, que siguió: eliminar una larga lista preliminar de nombres de escritores, cineastas, actores, películas y libros que le habían guiado en la escritura de su ya muy original ópera prima. Daban, en mi opinión, demasiadas pistas o imágenes: “o publicas la lista o publicas el libro; ambas cosas juntas se hacen sombra la una a la otra”.
Pero el 31 de diciembre de 1999, por razones que no me quedaron del todo claras, Javier no podía venir al banquete, que sin él quedó deslucido; faltó quorum. Estuvimos en mi casa siguiendo las campanadas del último día del siglo XX solo tres de los huerfanitos fundacionales, haciendo a última hora una pequeña leva de amigos ya cenados para continuar la fiesta en algún local. ¿Las uvas de la ira?
Los contactos siguientes entre Javier y yo se hicieron ya por fax, y, sin ninguna trifulca ni palabras más altas que otras, empezó una larga travesía del desierto de la amistad. Una cinta suya de VHS prestada y quizá retenida por mí indebidamente, y una frase tal vez mal expresada por mí o malinterpretada por la periodista que me la oyó y se la trasmitió fueron motivo de diferencias y de un recelo que desembocó en frialdad y distancia, ambas, pronto se vio, irreparables.
Esa amistad dejada morir, más por su parte que por la mía, viendo seguramente él en mí una culpa mayor que yo no vi entonces ni he sabido encontrar después, pasó —hablamos de más de veinte años— por diversas fases. Un comienzo algo beligerante no desprovisto de humor en las bromas suyas sobre mí, gruesas o leves, que me llegaban por intermediarios no siempre malintencionados; o los chascarrillos míos sobre el Reino de Redonda, haciendo circular el falso disparate de que el remoto y minúsculo islote no por ello dejaba de tener sus fuerzas armadas y su fiesta nacional, día en el que la nobleza ducal, presidida por Su Majestad Xavier I, asistía bajo palio al desfile de los plebeyos, uniformados todos con el estrafalario traje regional redondino y un mosquetón al hombro. Pienso, sin embargo, que si esta cándida burla le llegó, Javier, que tenía un gran humor travieso, le habría sacado punta no hiriente a mi payasada.
Hubo también treguas escritas: una cariñosa carta suya de pésame a la muerte de mi madre, a quien no conoció, y una mía al morir a fines del 2005 su padre don Julián, figura siempre amable en el piso de la calle Vallehermoso y en los cines madrileños, contestada por Javier con largueza y prontitud. O recados de buena voluntad a mano o vocales, trasmitidos a través de Mercedes López-Ballesteros y Julia Altares, grandes amigas suyas y mías, cuando uno y otro nos enterábamos de que nuestro antiguo amigo estaba seriamente enfermo o iba a operarse a corazón abierto. Pero también algún mensaje cifrado, for your eyes only, en artículos o declaraciones de ambos: guiños secretos, pullas encubiertas.
Una novela mía que le mandé, ya muy entrado el siglo XXI, dedicada, (estos envíos librescos los proseguimos recíprocamente hasta hace poco, con grados variables de calor o simpatía a secas) contenía, en la nota de acompañamiento, una invitación tímida a un encuentro en Madrid con cita previa (fortuitos los hubo antes). Sin rechazarlo él expresamente, tal encuentro quedó en suspenso. Hasta hoy, y él ya no puede venir.
En este memorial que escribo cuarenta horas después de la llorada muerte de Javier no me detengo en sus novelas, cuentos y artículos, que tendrán sin duda muchas y más ecuánimes glosas en otros periódicos y medios de todo el mundo. Pero sí quiero hablar, aunque él no me oiga, de una obra suya desconocida, tal vez, usando el famoso título de Balzac, une chef-d’-oeuvre inconnu, que podría además no ser la única en su registro.
En una de las primeras noches del confinamiento de marzo del 2020 busqué, por alusiones a Javier Marías del libro de la correspondencia privada de Jaime Salinas que yo acababa de leer, las cartas de este dirigidas a mí. Y como soy un lector incansable de esa para-literatura que componen los epistolarios, los diarios personales, las memorias o los dietarios, seguí explorando en mi archivo, y, ya enviciado, tiré del hilo de la curiosidad, que me hizo reparar en que la mayor cantidad epistolar que conservo es la de Javier Marías: 238 exactamente, contando las tarjetas postales abigarradamente escritas, los faxes tan amados por él hasta que el progreso los hizo desaparecer, las cartas breves de texto pero ricas en adornos dibujados, deliciosos juegos de palabras en el remite y otras trastadas cuasi dadaístas, y lo que es mayoría, las cartas muy extensas, alguna escrita a máquina, casi todas a mano y no pocas de entre seis y diez páginas de letra pequeña pero muy legible en la tinta de su doble cara, lo que me hace calcular, a ojo de buen cubero (no soy muy matemático) una cifra total de más de mil páginas. Así que celebré mi semana Marías en orden cronológico: el relato privado del antiguo amigo, del mayor novelista vivo aún entonces vivo, que en la primera de todas sus cartas a mí dirigidas, una postal fechada el 7 de julio de 1970, tiene en su cara A una hermosa imagen de los claustros románicos de San Juan de Duero, y en el reverso habla en tono jovial de dos de sus constantes, su amor por las mujeres y Benet: “He encontrado a la mujer que me hará feliz, pero aún no sé cómo se llama ni dónde vive, y me voy el jueves. ¿Terrible, no? ¿Has visto la indignación suscitada por D. Juan [Benet] en los lectores de “Triunfo”? Todo divino, ¿no crees? Abrazos Javier.”
Pero ese muchacho de 18 años que mandaba su postal románica a una playa alicantina en julio de 1970 creció y siguió escribiendo, no solo novelas. En mis noches pandémicas de aquel funesto mes de marzo estuve leyendo con gran placer y asombro, íntegramente, esa correspondencia de Marías que alcanza hasta el 2019: una narración de su vida por entregas, un escritor también dotado de talento en el difícil arte de autoescribirse. Fui un privilegiado que no puede repartir su suerte.
Pues es imposible ignorar que Javier Marías dio a conocer más de una vez que estaba en contra del “valor desmedido que hoy se otorga a los diarios, las memorias, las autobiografías y las cartas de los escritores, en tanto que documentos capitales para forjar sus biografías […] creo que más bien se trata de chismorreo para letraheridos, especialistas y estudiosos” (cito fragmentos de dos de los artículos de JM en su sección dominical de EPS titulada La zona Fantasma). Y también es sabida su negativa a publicar correspondencias suyas con otros, decisión que, supongo, sigue en firme, o encomendada a la voluntad de sus herederos.
Se cita a menudo el caso de Kafka como prototipo del escritor que no quería pasar a la posteridad más allá del corto límite de publicaciones que él se marcó en vida. Pero hubo en esta historia un traidor, Max Brod, el íntimo depositario (y más tarde biógrafo) que desoyó la voluntad de su amigo Franz y dio a conocer no solo las novelas que el checo nunca quiso publicar en vida sino los diarios y correspondencias, que forman hoy un fundamental corpus literario del siglo XX. Javier ha dejado una obra extraordinaria y abundante, pero yo no seré en la pequeña parte que me corresponde como poseedor físico de esos 238 documentos quien viole los designios de Marías, al que además le protege la ley de propiedad intelectual, sobre la que él mismo, por cierto, expresó quejas de abuso comparativo respecto al tiempo en que los derechos de autor pasan a ser de dominio público en nuestra legislación.
No seré traidor pero lo lamentaré, eso sí. La banalización de las intimidades y la maledicencia denunciada por Javier Marías en estos tiempo de destape frecuentemente obsceno es evidente, pero aquí hablamos de literatura, no de cotilleo banal, que a veces se suprime de unas memorias, con el acuerdo de las partes, primando lo que en este caso también es relevante: la altura literaria, el valor narrativo, la intrahistoria de una generación y una época vistas desde la lucidez y la máxima depuración expresiva.
Como me consta que Javier escribió muchas cartas en su vida y a mucha gente, conocida o desconocida, que tanto nos gustaría leer a sus admiradores, me pregunto qué destino les reservaba a las que tenía él en su poder, y qué esperaba del de las suyas. Hace muchos años, en la dictadura, un escritor más que amigo destruyó las que tenía en una maleta por temor a que la policía de Franco, y el consiguiente Tribunal de Orden Público, le empapelase por afrenta a las buenas costumbres. Hoy ya no existen esas cortapisas ni esos miedos. Y la única manera que hay de impedir que algo nuestro lo vean ojos ajenos, si es eso lo que se decide voluntariamente, es hacer una pira y quemarlo. Otra pérdida.
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