Javier Marías: ‘Wonderful boy’
Es cosa extraña convertirse en devoto admirador de alguien a quien conoces desde siempre, con el que has jugado a vivir desde antes de aprender qué era eso
Siempre tuviste entre los amigos fama de joven. Eras el “joven Marías”, como te llamaba Juan Benet, nuestro chico prodigio, a medias grumete astuto de la “Hispaniola” y uno de los inspirados ángeles terribles de Rilke. Esa perpetua mocedad te vino al principio de tu traviesa agilidad (¡sabías andar sobre las manos y otros volatines!) y también de tu precocidad literaria: aún no tenías 20 años cuando publicaste Los dominios del lobo, narración madura y completa aunque sólo reveladora a ráfagas de tu personalidad como escritor.
Lo habías leído todo ya, podías traducir como nadie los versos de Stevenson o el Tristram Shandy, pero conservabas sobre algunos asuntos una ingenuidad virginal, adolescente. Y eras el más cálido de los amigos y el más furioso de los amantes, aunque los que no te conocían te crearon fama de frío y altivo. Compartías conmigo aficiones y chaladuras, desde los cuentos de fantasmas ―el único género verdaderamente realista, por cierto― hasta el culto de latría a Sherlock Holmes. De vez en cuando me mandabas un libro difícil de encontrar que iba a gustarme: “¿Cómo que no conoces a Manly Wade Wellman? Te va a encantar”. Y me regalabas una edición inencontrable de la primera novela de John The Balladeer. De vez en cuando, en algún relato, introducías a modo de guiño una escena en el hipódromo (no creo que pisaras ninguno en tu vida) sólo para decir: “Por allí andaba un filósofo…”. Tu humor hecho de sobrentendidos era, junto a tu afición a la aventura, lo más inglés de tu carácter.
Es cosa extraña convertirse en devoto admirador de alguien a quien conoces desde siempre, con el que has jugado a vivir desde antes de aprender qué era eso. Yo fui tu lector subyugado, hasta el punto de que olvidaba que era a ti a quien leía, a mi siempre joven Marías. Ayer estaba en un hipódromo cuando, entre carrera y carrera, me llegó el aviso indescifrable de tu muerte. Morir tú, tan joven… ¡Imposible! Pero como creo que dijo Heidegger, la muerte es la posibilidad de la imposibilidad. De modo que ahora ya nada puede ser. Que te vaya bien, chico maravilloso.
Babelia
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