El Festival de Lucerna lo fía todo a la diversidad
Las minorías o los colectivos tradicionalmente infrarrepresentados encuentran un importante hueco en la programación musical de la gran cita estival suiza
La música clásica está permanentemente necesitada de renovación: no hay más que ver a los instrumentistas de las orquestas, condenados aún mayoritariamente a estas alturas a tocar con frac en todas las estaciones del año: en el pasado Festival de Ópera de Múnich, se achicharraban en el foso. Solistas y directores disfrutan de más libertad, o cuando menos se la toman: Esa-Pekka Salonen ha dirigido en Lucerna a la Filarmónica de Viena, como acostumbra, con una sencilla chaqueta encima de una camiseta negra, reforzando así su aspecto eternamente juvenil, aunque acaba de cumplir 64 años. Y Bertrand Chamayou hace tiempo que decidió despojarse de la corbata y el martes tocó la endiablada parte de piano de la Sinfonía Turangalîla con el cuello de su camisa blanca desabrochado. Los músicos de orquesta, anclados aún en las viejas convenciones, tienen que seguir esperando la hora de su manumisión.
Pero, más allá de las formas, en los contenidos también hay inercias anquilosadas desde hace décadas: las mismas obras, los mismos compositores, las mismas secuencias (obertura + concierto + sinfonía como ejemplo paradigmático), a pesar de que las posibilidades son infinitas. Aquí se ha avanzado más que con el frac, por supuesto, pero queda un larguísimo camino por recorrer. El Festival de Lucerna, bajo el lema Diversidad, ha apostado este año por reforzar extraordinariamente la presencia de mujeres (compositoras e intérpretes), personas de color (hasta hace nada las orquestas estaban integradas exclusivamente por hombres blancos y muchos recordarán los escándalos cuando llegaron las primeras mujeres a las Filarmónicas de Berlín o Viena) o colectivos tradicionalmente mal recibidos en el ámbito musical clásico. Que el concierto de clausura del próximo domingo se haya confiado a la orquesta Chineke!, fundada por la contrabajista de color Chi-chi Nwanoku e integrada en su totalidad por músicos pertenecientes a minorías étnicas, supone toda una declaración de intenciones por parte de un festival tildado tradicionalmente de exclusivo y elitista.
En comparación con el concierto del martes, el del miércoles, con la misma orquesta (Filarmónica de Viena) y director (Esa-Pekka Salonen) tuvo mucha menos historia: es lo que tiene interpretar la desbordante y avasalladora Sinfonía Turangalîla: que, a su lado, casi cualquier música palidece y parece poca cosa. El contraste fue especialmente acusado en la primera parte del programa del miércoles, aunque por razones diferentes. La versión orquestal de cuatro de las piezas para piano de Le tombeau de Couperin de Ravel es un refinadísimo aperitivo, una délicatesse, prácticamente música de cámara —aunque de altos vuelos— al lado de la epopeya amorosa y abrumadoramente sensual de Messiaen. En la página de su compatriota todo es, por el contrario, pequeño, delicado, efímero, casi evanescente. El homenaje a Couperin se traduce, además, en la elección de danzas y maneras barrocas con un inequívoco toque francés. Salonen prescindió incluso de la batuta, innecesaria en una música que fluye por sí sola, avanzando con una perfecta lógica dieciochesca, y que los instrumentistas vieneses, después de haber superado con matrícula de honor el exigentísimo examen de la Turangalîla, podrían tocar casi con los ojos cerrados. Los mismos solistas de viento-madera del día anterior (Luc Mangholz, Sebastian Breit, Konstanze Brosch, Gregor Hinterreiter, Sophie Dervaux) volvieron a obrar maravillas en la traducción de las filigranas que les regala Ravel. También se hizo merecedor de una mención especial el trompetista Martin Mühlfellner, tan comedido como expresivo en todas sus intervenciones.
La segunda obra era un estreno mundial, aunque no del todo, porque se trataba tan solo de la primera vez que se interpretaba la versión para saxo soprano y orquesta de Peacock Tales, un concierto escrito originalmente en 1998 para el clarinetista sueco Martin Fröst por su compatriota Anders Hillborg y que ya había conocido un segundo avatar, dos años posterior, con el subtítulo de Versión del Milenio. Ya antes de que sonara la obra de Ravel, había humo en el escenario y un pequeño equipo de iluminación instalado en el suelo. También se proyectaron luces de diversos colores desde el fondo de la sala y la solista, la francesa Valentine Michaud (premiada con el premio Credit Suisse concedido a jóvenes artistas en 2020, un mal año para exprimir luego el jugo del galardón) salió vestida con un vistoso traje azul que completó con una elaborada máscara del mismo color, todo ello hay que imaginar que para imitar al pavo real que da título a la obra. También tuvo que moverse por el centro del escenario e incluso ejecutar pequeños movimientos coreográficos.
Musicalmente, sin embargo, la obra no pasa de ser un ejercicio de gran virtuosismo un tanto huero para la solista, que, tras una entrada descalza con la sala en medio de una total oscuridad, inicia la obra con una larga cadencia durante la cual participaron también dos clarinetistas de la Filarmónica de Viena (Andrea Götsch y Gregor Hinterreiter) avanzando desde ambos lados del escenario (a pesar de que la partitura no incluye estas dos partes, quizás un añadido de último momento) y cruzándose en el centro tanto al comienzo como al final de la obra. Después la orquesta se limita a mantener larguísimos acordes, sobre los que el saxo ha de exprimir la totalidad del registro del instrumento, tocando frecuentes saltos, a menudo alternando registros dinámicos extremos, o largas secuencias de arpegios en pianissimo y fortissimo. Hillborg también le da cancha para improvisar por completo en pasajes marcados ad libitum y trascender la naturaleza monódica del instrumento a la manera bachiana, simulando una polifonía sobreentendida y construida mentalmente por el oyente a partir de notas aisladas que se destacan y quedan como suspendidas en el aire.
Es llamativo el contraste entre la extrema exigencia técnica de la parte solista y la, por regla general, comodísima escritura orquestal. Todo confirma que estamos ante una obra de puro lucimiento, musical y escénico, y la joven saxofonista francesa, decidida a ampliar los horizontes de su instrumento, se empleó a fondo para sacar todo el partido de una obra escrita con gran habilidad, pero que alberga una escasa sustancia musical de verdadera entidad. Aplaudidísima, tanto por su virtuosismo como por su desparpajo sobre el escenario, Michaud tocó fuera de programa en solitario Pulse, de Vincent David, esta vez con el saxo tenor.
Lo más interesante, con mucho, del concierto del miércoles fue la interpretación de la Segunda Sinfonía de Sibelius, en la que se percibió una tensión casi constante entre el concepto novedoso de Esa-Pekka Salonen, empeñado en despojar a la obra de adherencias románticas, y la versión, digamos, tradicional de esta partitura que tantas veces habrá tocado la Filarmónica de Viena. El finlandés, compositor él mismo y con ideas muy definidas sobre la música que interpreta, desmenuzó todas las células temáticas de la obra y las expuso con objetividad, resaltando todo aquello que convertía ya al lenguaje de Sibelius en una voz propia, personal, imprevisible, que se valía de los moldes clásicos para, en muchos momentos, subvertirlos en su manera de generar y transformar el material motívico. Orquesta y director parecieron converger por fin conceptualmente en el último movimiento, iniciado con un allargando sensacional por parte de Salonen, un mago de la técnica, que decidió despojar a la música de grandiosidad, que no de grandeza. El ostinato repetido en la cuerda grave (constantes semiescalas ascendentes y descendentes) sonó más ominoso que nunca, como negros nubarrones que no despejan jamás el cielo y, coronada con un dilatado y casi imperceptible ritardando, la compacta coda final culminó en tres acordes llenos de fuerza y cargados de incertidumbre. El habitual Sibelius triunfal jamás sonó a tal.
El público que, sin llegar a llenar la sala, sí que acudió en mayor número que el día anterior al reclamo de la exigente Sinfonía Turangalîla de Messiaen, aplaudió, quizá sin saberlo, esta interpretación marcada fundamentalmente por la constante dialéctica entre orquesta y director. En un gesto de nuevo de gran inteligencia, Esa-Pekka Salonen dirigió fuera de programa no el Vals triste de Sibelius, como hubiera cabido esperar, una propina muy socorrida siempre que está la música del finlandés de por medio, sino un vals vienés: Wo die Zitronen blüh’n de Johann Strauss, explorando así un repertorio que todo el mundo vincula a la formación que ocupaba el escenario (y nadie, en cambio, a Salonen). ¿Por qué esta elección en concreto? Porque el vals fue compuesto en “la tierra donde florece el limonero”, el famoso verso que canta Mignon en el Wilhelm Meister de Goethe y que hace referencia a Italia. El vals de Johann Strauss se tituló, de hecho, originalmente Bella Italia y fue una estancia en el país de Dante la que proporcionó a Sibelius la inspiración inicial para componer su Segunda Sinfonía. Pocos debieron de establecer la conexión, pero existía, y cuesta creer que no fuera buscada conscientemente por Salonen, que demostró que sería una magnífica y heterodoxa opción para dirigir un muy diferente, pero sumamente interesante, Concierto de Año Nuevo en el futuro.
Quien lo dirigirá de nuevo en 2023 (y que diez años antes incluyó precisamente Wo die Zitronen blüh’n en el programa de su segunda aparición el 1 de enero en la Musikverein), Franz Welser-Möst, ha sido el protagonista del concierto del jueves con la formación de la que es Director Musical desde hace ya dos décadas, la Orquesta de Cleveland. Tras dos años sin cruzar el Atlántico, las orquestas estadounidenses han vuelto a viajar en verano a los festivales europeos: además de Cleveland, han realizado sendas giras la Sinfónica de Pittsburgh y la Orquesta de Filadelfia, esta última también presente en Lucerna hace pocos días. En el primero de sus dos programas felicitaban a Wolfgang Rihm, flamante septuagenario este año, y ofrecían en la segunda parte la monumental, aunque incompleta, Sinfonía núm. 9 de Bruckner.
A Rihm, con la salud quebrada pero felizmente activo, lo homenajearon en el Festival de Salzburgo con una extraordinaria versión de concierto de su ópera Jakob Lenz, entre otras obras. En Lucerna se han ofrecido dos de sus seis obras de la serie Verwandlung, todas las cuales pivotan, como indica su título, a partir de la idea de metamorfosis o constante transformación de alguna idea básica que ejerce como germen de toda la pieza. Se trata siempre de piezas orquestales en las que Rihm despliega su formidable talento para la instrumentación, con no pocos guiños a la tradición. Muy diferentes entre sí —más breve y dinámica la tercera, más lenta y extensa la segunda—, sirvieron tanto para constatar la inagotable inventiva del compositor alemán como para admirar las infinitas virtudes de la Orquesta de Cleveland, una de las predilectas de Pierre Boulez, creador de la Academia del Festival de Lucerna, una escuela para promover la excelencia en la interpretación de la música contemporánea, y confiada desde su muerte justamente a Wolfgang Rihm, que se encontraba en la ciudad del lago de los Cuatro Cantones, pero cuya fragilidad no le permitió asistir al concierto del jueves.
No es fácil valorar las dos obras de Rihm en una primera audición (Verwandlung 2 se estrenaba en Suiza), pero sí cabe pronunciarse sobre la versión de la Novena de Bruckner propuesta por Welser-Möst: baste decir que se la despachó en 53 minutos, lo cual debe de suponer todo un hito en cuanto a brevedad. La versión que dirigió Claudio Abbado en esta misma sala a la Orquesta del Festival de Lucerna dura nada menos que diez minutos más y la suya no es, ni de lejos, una de las más lentas. El director austríaco convierte los negros abismos de la obra en verdes praderas alpinas. El “misterioso” del primer movimiento no es nunca tal, como tampoco es “feierlich” (solemne): todo lo más, amable. Viendo a Welser-Möst, siempre con una actitud rígida en el podio, tanto corporalmente como en los movimientos de sus brazos, tampoco hay que extrañarse, porque no hay nada en él que irradie dramatismo, lucha, sufrimiento, tres sustantivos que cuadran muy bien a esta obra. El director austríaco acumula fiascos (Elektra en 2020 y la reciente Il trittico, ambas en el Festival de Salzburgo) y este ha sido uno más.
No hubo en su interpretación de esta sinfonía del desasosiego ninguna calidez, sino que llegó a sonar incluso gélida en muchos momentos, desapegada del padecimiento de este Bruckner descreído y lleno de dudas que dedica ingenuamente la obra a su “amado Dios”. Las tensiones, o los procesos conducentes a ellas, tampoco existen y todo suena absolutamente externo, banal y, en los pasajes más desesperados, irritantemente superficial. Puede que, en los ensayos, Franz Welser-Möst haga comentarios apasionantes o reveladores, pero sus conciertos, a buen seguro, no lo son. En el tercer movimiento (letra M de la partitura) subdividió un pasaje que rompió por completo el curso natural de la música y fueron frecuentes las líneas melódicas que quedaron tapadas por otras de inferior relevancia. Todas estas carencias resultan más dolorosas al comprobar las infinitas capacidades de la Orquesta de Cleveland, una extraordinaria maquinaria de precisión, perfectamente engrasada en todas sus secciones (hubo tan solo dos leves pifias de trompas y flautas, ambas en sendos unísonos, en el primer y el tercer movimientos, respectivamente), con esa brillantez tímbrica característica de las orquestas estadounidenses, pero, al mismo tiempo, con una aptitud sobresaliente para la transparencia y la ductilidad. La capacidad de esta orquesta para tener a su frente a un director tan neutro —por decirlo elegantemente— durante veinte años solo puede resumirse con una palabra muy en boga: resiliencia. Esta Novena de Bruckner no tuvo un solo momento de veracidad, de hondura: sonó a cenizas, pero sin sentido.
En la mañana de ese mismo jueves, el Cuarteto Viano se ajustó a la perfección en su concierto ofrecido en la Lukaskirche a esa diversidad que ha proclamado y demandado este año el Festival de Lucerna. Todo, además, fue paritario: el grupo lo forman dos hombres y dos mujeres; dos orientales y dos occidentales; presentaron obras de dos compositores (Beethoven y Dvořák) y dos compositoras (Caroline Shaw y Florence Price). Lucy Wang y Hao Zhou se alternan, además, en los atriles de primer y segundo violín, para que ninguno prevalezca. Su programa poseía también una fuerte lógica interna, porque Blueprint, de Caroline Shaw, cita retazos melódicos del último movimiento del Cuarteto op. 18 núm. 6 de Beethoven, que abrió el concierto. Y Dvořák pasó una parte importante del final de su vida en Estados Unidos, donde intentó que se oyera su voz (lo que no era fácil por el color de su piel) Florence Price, representada por un movimiento de su Cuarteto en Sol mayor. Las interpretaciones de los jóvenes instrumentistas estadounidenses fueron siempre brillantes, aunque un tanto superficiales. Les falta aún el poso y la reflexión de la madurez, pero han apuntado excelentes maneras y sobrada solvencia técnica. Los aplausos del público les llevaron a ofrecer fuera de programa Strum, de Jessie Montgomery, otra violinista y compositora estadounidense, al igual que Shaw. Con una tercera mujer en liza, se rompía por fin la paridad. Pero la verdadera diversidad es mucho más que una mera cuestión numérica.
Babelia
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