Wagner y Messiaen se citan en Lucerna
Esa-Pekka Salonen dirige a la Filarmónica de Viena en el festival suizo una versión torrencial de la ‘Sinfonía Turangalîla’ del compositor francés
Si la originalidad es un mérito, bien puede afirmarse que no ha habido, ni probablemente habrá, otro compositor como Olivier Messiaen. Bastan tan solo un par de compases de su música para que quede proclamada, sin asomo de duda, su autoría. Como él mismo, sus composiciones habitan en un extraño territorio en el que parecen darse la mano la mayor ingenuidad (casi prelapsaria, o previa a la caída en el jardín del Edén, diría quizás W. H. Auden) y la más extrema complejidad: un niño resolviendo sin esfuerzo, al tiempo que juega, las ecuaciones más abstrusas. Su estilo fue construyéndose al margen de alguna manera de cuanto sucedió en la música occidental entre, digamos, los trovadores medievales y el Tristan de Richard Wagner. Uno y otro extremo se dan la mano, por así decirlo, en su Sinfonía Turangalîla, la segunda de sus obras inspiradas en la leyenda de Tristram e Yseult: la primera fue el ciclo de canciones Harawi y la tercera, los Cinq rechants. Alienta en todas ellas la idea de “l’amour plus fort que la mort”, incluido, con sordina, o en la trastienda, el elemento adúltero de la historia medieval, ya que la pasión de Messiaen —católico furibundo— por su alumna Yvonne Loriod nació mientras estaba aún nominalmente casado con Claire Delbos, aunque esta se encontraba ya fuera del mundo: estuvo ingresada durante años en una clínica psiquiátrica con su cerebro atrofiado y la razón perdida. Fue solo tras su muerte en 1959 cuando Messiaen y Loriod contrajeron matrimonio y limpiaron por fin su amor —a los ojos de Dios y de los hombres— del estigma de lo prohibido.
Wagner acabó de componer el tercer acto de su Tristan und Isolde justamente aquí, en Lucerna, en el histórico Hotel Schweizerhof, que mira de frente, con tan solo el agua entre ambas fachadas, al moderno Centro de Cultura y Congresos de Lucerna (KKL por sus siglas en alemán) del arquitecto Jean Nouvel, escenario el pasado martes de una interpretación fulgurante de la Sinfonía Turangalîla en este tramo final del festival suizo. La obra sonó aquí por primera vez (parcialmente: tan solo seis movimientos) en 1967 y completa en el año 2000, bajo la dirección de Zubin Mehta, con la misma orquesta que ahora (la Filarmónica de Viena) y quienes fueron las dos solistas “oficiales”, impuestas casi por Messiaen, durante décadas de las partes de piano y ondas Martenot: las hermanas Yvonne y Jeanne Loriod.
La cancelación repentina de la pianista Yuja Wang, que sí había actuado cuando la formación austríaca, bajo la dirección de Esa-Pekka Salonen, tocó la obra los días 26 y 28 de agosto en el Festival de Salzburgo, debió de generar no poca incertidumbre y preocupación, pero su ausencia se ha cubierto con la mejor de las soluciones: el pianista francés Bertrand Chamayou. Él mismo tocó la Sinfonía Turangalîla el 14 de julio con la Orquesta de París y el propio Salonen en el Festival de Aix-en-Provence y volverán a ofrecerla la semana que viene, los días 14 y 15, en la Philharmonie de París. El martes, Chamayou tenía previsto tocar con el Cuarteto Belcea el Quinteto con piano de César Franck en el marco del Festival Ravel, pero, como es su codirector artístico, se autoliberó de su compromiso para poder estar en Lucerna y no perderse el privilegio de tocar una partitura que conoce tan bien con la Filarmónica de Viena: la vida no te regala muchas oportunidades así. Chamayou es un messiaenista devoto y el pasado sábado tocó en Chillida Leku, siempre en el marco del Festival Ravel, una de las obras pianísticas capitales del compositor francés, Vingt Regards sur l’Enfant-Jésus, en un fin de semana dedicado a su música con motivo de los treinta años transcurridos desde su muerte. Por cierto que, para cerrar el círculo, el otro codirector artístico del Festival Ravel, Jean-François Heisser, fue quien tocó la parte de piano de la Sinfonía Turangalîla en Barcelona en 1985 con dirección, precisamente, de Esa-Pekka Salonen. Pocos meses antes del estreno en Boston, Eduard Toldrà dirigió tres movimientos, también en Barcelona, entonces llamados aún Trois Tâlas, con, por supuesto, las hermanas Loriod como solistas.
Resulta elocuente que Leonard Bernstein, el director del estreno de la obra en Boston el 2 de diciembre de 1949 (seguido poco después de otras dos interpretaciones en la misma ciudad y en el Carnegie Hall de Nueva York), no volviera a dirigirla nunca más en el curso de su extensa carrera. En la carta que le escribió Messiaen desde París el 5 de octubre, no se anduvo con rodeos: “La única ondiste posible es Ginette Martenot [hermana del inventor del instrumento, Maurice]. La única pianista posible es Yvonne Loriod”. Aparte de pedir que le pagasen los gastos de estancia en Boston para él e Yvonne Loriod durante 25 días (524 dólares de la época), Messiaen señalaba: “De todas mis obras, esta es la más lograda y la más original. Tengo 41 años y he puesto en mi sinfonía todos mis poderes de amor, de esperanza y de investigación. Pero sé que usted es un hombre brillante y que la dirigirá tal como yo la siento”. En otra carta fechada el 6 de noviembre se refiere a la “ultramoderna”, “gigantesca y muy difícil” Sinfonía Turangalîla como “la obra de mi vida” y presagia que “estos conciertos serán la mayor alegría de mi carrera”.
Varias décadas después, la Sinfonía Turangalîla sigue despertando sentimientos encontrados: durante los cien minutos largos que se dilató su interpretación en Lucerna el martes, varias personas abandonaron discretamente la sala, incapaces en apariencia de comprender, asimilar o dotar de sentido a lo que estaban escuchando. Su antagonista más famoso, y más mordaz, fue un alumno del propio Messiaen, Pierre Boulez, tan vinculado en los últimos años de su vida al Festival de Lucerna. No tuvo reparos en decirle a su maestro que la escucha de la obra le había hecho “vomitar”, muy en línea con su manera de definir una obra anterior, Trois petites liturgies de la Présence Divine, despachada como “música de burdel”. El autor de Le marteau sans maître detestaba el timbre melifluo de las ondas Martenot, que la Sinfonía Turangalîla utiliza profusamente desde la tercera página de la partitura y que se sitúan, en un nivel de igualdad con respecto al piano, en la parte delantera del escenario, con auténtico estatus de solista.
Salvo algunos momentos de quietud, sobre todo en el sexto movimiento, Jardin du sommeil d’amour, en el que el piano se serena y emula lentamente el canto de un pájaro solitario, casi todo en la sinfonía de Messiaen es desaforado, ingente, torrencial: una orquesta gigantesca con no menos de ocho percusionistas, una parte pianística con exigencias técnicas que rozan lo inhumano (y que, como escribió Messiaen a Bernstein, Yvonne Loriod era capaz de tocar enteramente de memoria aun varios meses antes del estreno de la obra), una dinámica extrema (ffff en la página 421 de la partitura, por ejemplo, en el clímax del décimo y último movimiento), un uso constante de ostinati melódicos y rítmicos, de intervalos aumentados, de escalas pentatónicas, incursiones constantes en el umbral más agudo de los instrumentos, secuencias de trinos que parecen no tener fin, complejísimas superposiciones rítmicas que conviven con pasajes casi homofónicos repartidos en grandes bloques por la orquesta. Messiaen tiene una fe abrumadora en lo que hace y despliega toda su artillería de recursos y hallazgos propios con la convicción, el desparpajo y la fervorosa confianza en sí mismo que caracteriza a un vendedor de biblias ambulante (la comparación, insuperable, es de David Schiff). Ante lo extremo de su propuesta, no caben medias tintas: lo tomas, o lo dejas.
Esa-Pekka Salonen pertenece al primer grupo, sin duda, porque lleva cuatro décadas dirigiendo la Sinfonía Turangalîla y nos ha regalado, al frente de la Orquesta Philharmonia, una de las mejores grabaciones de la obra (sin ninguna de las hermanas Loriod, solistas de la versión dirigida por Myung-Whun Chung, bendecida como canónica por el propio Messiaen pocos meses antes de morir). Verlo poner orden en esta jungla de notas, que a veces rozan los treinta pentagramas por página en la partitura, es otro espectáculo en sí mismo. No hace un gesto de más, pero tampoco de menos y todos los instrumentistas de la orquesta saben que ninguna entrada importante dejará de estar marcada con claridad, pero sin aspavientos. En los numerosos y descomunales rallentandi prescritos por Messiaen, aun sin exagerar el gesto, el director finlandés indica con toda claridad cómo y cuál debe ser el avance de la progresión: en una obra tan exigente, con tantos recovecos, seguir atentamente el movimiento de sus brazos equivale a un curso completo de dirección de orquesta.
No parece esta la música más idónea para una orquesta tan esencialmente clásica como la Filarmónica de Viena. Sin embargo, Salonen la convierte en el instrumento ideal para dar vida a esa sensualidad desmesurada y, a veces, casi sonrojante que pide a gritos la partitura (“avec amour”, escribe Messiaen en la página 124). Aun en los momentos de mayor desafuero dinámico, la formación austríaca logra mantener intacta la belleza de su sonido. Puede ser también “soñadora”, como requiere el tercer movimiento, o “acariciante”, como reclama en un pasaje concreto del octavo, pero cuando derriba todas las compuertas es cuando, alentada por Salonen, es capaz de producir un sonido que se diría susceptible de seguir creciendo ad infinitum y que nos impacta como una avalancha. La abrumadora respuesta de los contrabajos a las exigencias de Messiaen, ya desde su temprano unísono con los violonchelos y, sobre todo, en muchos otros momentos en solitario, fue uno de los componentes esenciales de la orgía sonora. Los metales son más impactantes, por supuesto, y tocaron a un nivel sobrenatural, pero también es bueno reparar en lo que sucede en las catacumbas de la orquesta.
Yuja Wang habría tocado, sin duda, la parte de piano de un modo muy diferente de como lo hizo Bertrand Chamayou y, de nuevo sin sombra de duda, con un lenguaje corporal que nada habría tenido que ver con la contención y la ausencia absoluta de artificio del pianista francés, un dechado de austeridad aun en sus diversas cadencias en solitario. Por más que tuviera la partitura en dedos, no por ello hay que minimizar el riesgo que estaba afrontando. Olivier Messiaen escribió a Leonard Bernstein en 1949 que “nadie en este mundo puede tocar la parte de piano con una elocuencia tan brillante” como, por supuesto, Yvonne Loriod. Evitando las comparaciones, Chamayou fue brillantemente elocuente en todo momento, haciendo gala de los mismos comedimiento en los gestos y eficacia en los resultados que Salonen y casi se diría que rehuyendo todo protagonismo, por más que estuviera situado en el lugar de honor que le correspondía y que también dejó cuidadosamente estipulado Messiaen: entre el director y el concertino (Volkhard Steude, magnífico en sus solos, por cierto). Bertrand Chamayou —cuello de la camisa desabrochado y sin corbata, sin alterar sus principios en un día que sabía histórico dentro de su carrera— no necesita demostrar que es uno de los mejores pianistas de su generación, porque lleva años exhibiendo inteligencia, sentido común y versatilidad en toto tipo de repertorio. Pero esta actuación, y por las circunstancias en que se ha producido, lo eleva a lo más alto del pianismo actual, por más que algunos se empeñen en tirar solo de nombres consagrados o, lo que es peor, de productos mediocres inventados por el marketing.
Al otro lado del podio, Cécile Lartigau fue una dignísima émula de Jeanne Loriod o, rebobinando aún más, de Ginette Martenot. Graduó siempre con tino el sonido del instrumento (no es nada fácil dar con el volumen justo), tocó los frecuentes unísonos con otras secciones de la orquesta con precisión y encajó a la perfección los frecuentes y larguísimos glissandi que tanto gustaban a Messiaen (y que debían de estomagar a Boulez) con el resto de las capas que integran la escritura por momentos endiabladamente compleja del compositor francés.
Al final del concierto, hubo aplausos unánimes y abiertamente sinceros de la orquesta para Salonen, un gesto que la Filarmónica de Viena no frecuenta ni regala a cualquiera. También fueron largos y sonoros, aclamaciones y vítores incluidos, los del público para orquesta, solistas y director: no se asiste a semejante banquete, con un menú largo y nada estrecho, todos los días. Al lado de la Sinfonía Turangalîla, casi cualquier otra música palidece, al menos en punto a elocuencia. Salvo, claro está, Tristan und Isolde de Wagner, una pariente lejana en unas cosas y una hermana de sangre en otras: prueba de ello es que, en las citadas interpretaciones salzburguesas, Esa-Pekka Salonen inició el concierto con el Preludio del primer acto y el llamado Liebestod, la versión instrumental del monólogo final de Isolde del drama de Wagner. Yvonne Loriod, Olivier Messiaen, Mathilde Wesendonck, Richard Wagner, Yseult, Tristram: el amor torrencial, incontenible, “l’amour plus fort que la mort”.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.