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El reverso tenebroso del verano

Atascos, ciudades desiertas, salmonelosis, aeropuertos colapsados, insolaciones, monstruos marinos, ‘trabacaciones’, arena entre los dedos de los pies... La estación más esperada del año también tiene su faceta oscura

Una pareja trata de leer en una postura incómoda mientras toma el sol en una playa de Mallorca.
Una pareja trata de leer en una postura incómoda mientras toma el sol en una playa de Mallorca.Martin Parr (Magnum Photos)

El olor a crema solar. El chiringuito. Bañarse en la poza del río. Recordar la infancia. Los flujos del deseo. Ponerse triste al final. No en todos los planetas hay verano, se debe a la inclinación del eje de la Tierra, generada por las condiciones de formación del planeta. Así, la astrofísica precede a Georgie Dann, que nos dejó hace unos meses. Pero los humanos llenamos esta circunstancia azarosa de un imaginario propio. Porque en verano buena parte de la población tiene vacaciones, y eso es lo que le confiere su aura mítica... y sus absurdos más profundos.

La sociedad playocéntrica

La obsesión por la playa: tal vez el lugar más deseado por el asalariado medio, pero, al mismo tiempo, un lugar objetivamente incómodo y peligroso. En la playa la arena se introduce en todos los pliegues del cuerpo, el viento cierra los ojos, los reflejos del sol deslumbran. La mente es atenazada por el aburrimiento total, que obliga a leer los artículos veraniegos de los periódicos. Amenaza el melanoma, el kraken oculto entre las olas, la salmonelosis en el almuerzo. En una playa demasiado calurosa el protagonista de El extranjero, de Albert Camus, asesina fríamente a un hombre, como si tal cosa. No es para menos.

La reportera María Paredes, de 37 años, se fue de vacaciones a Menorca algunos días después de hacer un reportaje sobre las picaduras de medusa y la plaga de peligrosas carabelas portuguesas que invadía la costa balear. Como discutía con su pareja, se fue a hacer esnórquel para liberar la mente: “Quizás podría ver algún pececillo que me alegrara el día”, recuerda.

Se alejó de la orilla en una cala serpenteante y recoleta, buceando, buceando, llegó a un lugar donde el azul del agua se volvió negro. “Había salido a mar abierto, de pronto sentía un fuerte oleaje y estaba en mitad de la mismísima nada, a tomar por saco de la orilla. Lo que era peor, sin que nadie supiera que yo estaba allí”, cuenta. A los pocos segundos sintió el peor dolor que hubiera padecido, como si le estuvieran dando descargas eléctricas en el pecho, la espalda y el tobillo, en lo que parece un cuento de terror. Le habían picado las medusas, abundantemente. Gracias a otro nadador pudo salir por un costado de la cala. En la arena su novio, tan tranquilo, la miró con desdén: “¿Pero por dónde se te ha ocurrido irte?”. Son cosas que pasan en la playa, en verano, una versión a nivel usuario de la película Tiburón, tal vez el más célebre retrato de los horrores que puede esconder el estío bajo su dorada superficie.

Hace no muchas décadas la orilla del mar era un lugar solo transitado por rudos marineros de piel curtida y por locos, en el que encallaban las ballenas, los barcos, los cadáveres. Pero hubo en momento, en la bisagra entre el s. XIX y el XX, en el que la playa pasó de ser amenazante a volverse distinguida y luminosa, frecuentada por la burguesía y la más fina aristocracia. Coco Chanel hizo mucho por difundir el gusto por la piel bronceada, que antes era propia de piratas y jornaleros. Las clases pudientes buscaban los beneficios del litoral en la salud y la paz en el espíritu. Así pintaron la playa Sorolla y algunos impresionistas: apacible, fresca, etérea, elegante. Con el tiempo, la extensión de las vacaciones a mayores sectores de la población, la emergencia de la clase media o la democratización del turismo, la sociedad derivó en playocéntrica.

La sociedad playocéntrica es la que pone la playa en el centro. La gente espera las vacaciones para ir a la playa. La gente quiere ganar la lotería para ir a la playa. La gente va a la playa, se hace fotos y las pone en Instagram. No es nuevo, la fascinación también cegaba a Paco Martínez Soria en El turismo es un gran invento. Es como si el Jardín del Edén hubiera sido en realidad una playa de la que fuimos expulsados y a la que siempre queremos volver. Pero muchas personas son disidentes del playocentrismo y van a la playa a disgusto, manifiesto o no: sufren en silencio los horrores playeros solo para complacer a sus acompañantes o porque, al fin y al cabo, ir a la playa es lo que toca. Lo normativo, en lenguaje contemporáneo.

Ahora lo que encalla en la playa no son los cadáveres de los náufragos (excepto los de las pateras) sino los cuerpos de los turistas, que, comprobamos, no se parecen tanto a la anatomía praxiteliana de la publicidad como a los cuerpos mundanos del porno amateur. Algunos artistas, como el fotógrafo británico Martin Parr, han retratado el costumbrismo fluorescente de las playas vacacionales, el ridículo del paraíso anhelado convertido en un lugar abarrotado de sombrillas, colchonetas hinchables y contribuyentes, en cuya homogeneidad nos vemos reflejados.

Rebelión en el aeropuerto

Colas en el control de pasaportes del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, en junio.
Colas en el control de pasaportes del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, en junio.IBERIA (Europa Press)

Para llegar a los lugares de veraneo es preciso desplazarse, lo que provoca algunos de los eventos más traumáticos del periodo vacacional. Por ejemplo, los atascos a las salidas de las ciudades cuando se da la señal para escapar o, lo que es más triste, el embotellamiento que espera a la vuelta y tras el cual ni siquiera hay un horizonte luminoso, sino la vuelta a la rutina gris.

En su relato La autopista del sur, Julio Cortázar imaginaba un atasco a la entrada de París, bajo el aplastante calor del verano, en el que la ciudadanía atrapada se acostumbraba a vivir día tras día, porque el atasco no se acababa nunca. Allí se formaba una sociedad en miniatura, donde el comportamiento humano, llevado a situaciones extremas, revelaba su verdadera naturaleza. Hay sed, hambre, enfermedad, un suicidio. A veces, en verano, cuando el tráfico colapsa, tememos habernos metido entre las neuronas del enorme cronopio. En el cuento, cuando el embotellamiento por fin termina, la vida de los protagonistas continúa como si nada hubiera pasado, igual que acaban las vacaciones y vuelve la rutina.

No son las autopistas los únicos lugares asociados al transporte donde se dan escenas tremendas en verano. Los aeropuertos ya son de por sí lugares inquietantes: de no lugares los calificó el antropólogo Marc Augé, espacios clónicos y asépticos con los que es prácticamente imposible establecer una relación emocional. A veces, en ellos se lía parda, como en la película Aeropuerto. Una parte no desdeñable de la población tiene un miedo irracional, aunque comprensible, a montarse en una máquina alada que, empujada por motores a reacción, viaja a 10 kilómetros de altura, rompiendo la maldición de Ícaro. Son 2,5 millones de españoles, un 5% de la población, según el Instituto Nacional de Estadística (INE).

La profesora Gema Estudillo iba de viaje a Catania, Italia. Tras dos intentos fallidos de aterrizaje se dirigieron al aeropuerto de Calabria, atravesando una tormenta en el estrecho de Mesina. Aquello parecía la comedia absurda Aterriza como puedas. “Todos saltando, la gente vomitando, una rezando Madonna mía, al de al lado le dio un síncope y le tuvieron que tumbar”, cuenta entre divertida y horrorizada. El aeropuerto de Calabria también estaba cerrado, así que se dirigieron a Lamezzia (a tres horas). “La azafata miraba a la otra azafata con cara de miedo, las turbulencias eran toboganes, el capitán mete el turbo y nos quedamos pegados al respaldo del asiento, alguien grita, no tienen gasolina... yo me meto un lexatin en la boca, sin agua ni nada”. Finalmente, salvaron el pellejo, aterrizaron, como casi siempre. Nunca olvidemos que el avión, según todas las estadísticas, es el medio de transporte más seguro que existe.

Retenciones en la A-1 el día que comenzó la Operación Salida del puente de mayo.
Retenciones en la A-1 el día que comenzó la Operación Salida del puente de mayo.Eduardo Parra (Europa Press)

Pero los mayores terrores se dan en tierra, en esas imágenes mil veces repetidas en los informativos: turistas con sus sueños rotos por odiosos retrasos y cancelaciones. Iban a un resort todo incluido y se han quedado durmiendo en un banco donde la puerta de embarque, apoyando las piernas en una montaña de equipaje que ya no sirve para nada. Los que están despiertos hablan a las cámaras con una ira inusitada, casi revolucionaria, e increpan a los trabajadores de la aerolínea como quien lincha a un monarca del siglo XIX. El calor nos hace más agresivos, según ha encontrado el psicólogo Craig A. Anderson, de la Universidad de Iowa. Y con las vacaciones de la gente no se juega.

La película La terminal, protagonizada por Tom Hanks, recrea una situación similar en la que, por diferentes razones, una persona se queda atrapada en un aeropuerto. Estaba inspirada en la historia real de Mehran Karimi Nasseri, un refugiado iraní que, incapaz de conseguir asilo en Europa, vivió durante dos décadas en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. No es extraño, por lo demás, que las personas sin hogar se asienten en estos lugares con electricidad, seguridad, calor y agua corriente. Algo bueno tenían que tener, aunque para pagar un café con leche y cruasán te pidan un riñón.

Quedarse en casa

Hay quien no sufre atascos en autopistas ni estancamientos, pero porque no sale de su ciudad. Les sucede a aquellos chavales de familia trabajadora en la película Barrio de Fernando León de Aranoa, que no tenían más que hacer en el estío que haraganear por descampados de extrarradio y ver la playa a través del informativo de Matías Prats. A uno de ellos le tocaba una flamante moto acuática en un sorteo... pero no le quedaba otro remedio que atarla a una farola del barrio, generando una de las imágenes icónicas del cine patrio. Muchas ciudades se transforman en verano en un espacio fantasmal, donde todo sucede al ralentí, como si la vida se hubiera ido a otra parte... visto desde el ajetreo actual, no parece tan mal plan. Pero, aun así, quedarse en casa, por no tener recursos o por no tener vacaciones, es otro de los grandes terrores estivales. Mientras, vemos en Instagram las piernas de nuestros amigos, que parecen frankfurts al sol. “Aquí, sufriendo”, postean con inquina. Así pasaba en la canción La playa, de Los Planetas, cuyo narrador se quedaba muerto de celos mientras su pareja se iba a la costa con las amigas: “Y no me llamaste ni una sola vez”.

“Estuve una semana ingresada por salmonelosis, en verano de 2019″, recuerda Carolina Álvarez, profesora de Clásicas y bajista de la banda punk Estrogenuinas. Y no fue en el chiringuito de la playa, sino en su ciudad habitual, Salamanca. Siente cercanos aquellos vómitos y diarreas, la pérdida de seis kilos de peso, fiebres y taquicardia por deshidratación. “Cagué verde durante semanas”, añade. Ingresaron a 20 personas porque la bacteria llegó a la sangre, y Álvarez tuvo insuficiencia renal. “Cuando en el hospital me preguntaron si no me llamó la atención el mal sabor del pincho, les dije que no era muy distinto al de otros pinchos de Salamanca”, recuerda la afectada. “Me jodieron el verano”.

Hay un equivalente existencial a quedarse en casa en estos meses: cumplir años en verano. “A ver, es una mierda muy grande que tu cumpleaños sea en verano”, dice Noelia Dueñas, que trabaja en Recursos Humanos y tiene 40 recién cumplidos. Según su escalofriante relato, siempre se ha perdido eso de llevar las chucherías al colegio, o las meriendas en casa de los amigos a base de bocatas de Nocilla. “Me invitaban a sus fiestas y yo nunca pude devolverles la invitación. Cuando era mi cumple no quedaba nadie con quien celebrar”, señala compungida. Ya de mayor, las amigas se juntaban para reunir dinero, comprar regalos, organizar una cena, salir de fiesta por ahí... “Pero llegaba mi cumpleaños y no había ni regalo, ni cena ni fiestón”, concluye la perjudicada. “Ni siquiera llamaban para felicitar”.

Trabajar en verano, en los típicos trabajos estacionales que tanto alivian el desempleo español, también tiene su enjundia. “Mi peor verano fue trabajando en un hotel de Salou, disfrazada de china, de rollo tex-mex o de gondolera para acompañar la comida barata del bufé”, relata la química Inés Rodríguez García, de 45 años, “las condiciones laborales eran buenas sobre el papel, pero esclavistas en la práctica”. A un compañero turco le sangraban los pies de tanto estar de pie. “Luego la gente se drogaba mucho, para desconectar”, añade. Tan malas son las condiciones en ciertos sectores veraniegos que este año está siendo difícil encontrar trabajadores: la gente tiene un límite.

Fotograma de la película 'Barrio', de Fernando León de Aranoa, en el que el joven Rai recibe la moto acuática que gana en un sorteo.
Fotograma de la película 'Barrio', de Fernando León de Aranoa, en el que el joven Rai recibe la moto acuática que gana en un sorteo.

Otra perversión moderna de lo vacacional es el concepto de trabacaciones (trabajo y vacaciones), que es una especie de síntesis hegeliana que concilia a los contrarios y los supera. O, más bien, una estafa, porque se entiende que el sentido de las vacaciones es que no se trabaja. Las trabacaciones, según el glosario contemporáneo, serían esos periodos donde uno se va de vacaciones, pero en los que, gracias a la tecnología (y saltándose el derecho a la desconexión), puede seguir trabajando con un ordenador conectado a internet. Así, ahora que las fronteras entre el trabajo y el ocio se difuminan cada vez más, proliferan los hoteles con salas de coworking: hay quien suelta el daiquiri en la piscina para, perlado de cloro, irse a mirar un ratito en el ordenador una tabla de Excel con el Tour de Francia de fondo.

Y aunque uno sobreviva a la peripecia y regrese al hogar después de tantas contrariedades y sobresaltos, probablemente más cansado que cuando partió, todavía no está a salvo: queda la depresión posvacacional.

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Sobre la firma

Sergio C. Fanjul
Sergio C. Fanjul (Oviedo, 1980) es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados y premios como el Paco Rabal de Periodismo Cultural o el Pablo García Baena de Poesía. Es profesor de escritura, guionista de TV, radiofonista en Poesía o Barbarie y performer poético. Desde 2009 firma columnas y artículos en El País.

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