Locos por la música ‘country’ en Cataluña
El ‘catalan style’ de ‘country’ domina en Europa, fruto del furor de una subcultura que estalló a finales de los noventa: la del baile en naves industriales transformadas en ‘saloons’
Un grupo de tres amigas se encuentra a las puertas de una nave industrial, a las afueras de una ciudad de las afueras de Barcelona. Nadie diría que dentro suena Garth Brooks, y hay un instrumento musical con aspecto de piano de saloon. Un piano de más de 100 años que Greg, el dueño del llamado El Barn d’en Greg, compró por 100 euros. “Oh, tuve que afinarlo, y arreglarlo, pero ahí está”, dice. Greg es Greg Ryan, un músico de Chicago, un pioneer, o pionero del fenómeno country en Cataluña, una realidad cruzafronteras que se gestó, no se sabe bien cómo, hace más de 20 años. Existe hoy, en todo el mundo, un catalan style, que es el estilo de baile dominante en toda Europa, y que nació y creció como parte de una subcultura, de una fascinación por el country subterránea y, por momentos, multitudinariamente al margen, en naves industriales transformadas en locales yankees a las afueras de ciudades como Rubí, Terrassa, El Masnou, Vilassar de Mar y Mataró.
El grupo de tres amigas se llama a sí mismo Les Bruixes —Las Brujas— y lo forman Susana Muñoz, Laura Flores y Esther Muñoz, apodada la Cuky, porque “toda ella es muy cuqui”, según dice Laura, una exflorista que hoy trabaja para el Ayuntamiento de Barcelona en Parques y Jardines. Esther, la más joven de las tres, no sabía que huía de un matrimonio en ruinas cuando empezó a bailar country una vez por semana con otro grupo de amigas de las que hoy no sabe nada. Lleva sombrero —no es un Stetson, “el Rolls Royce de los sombreros”, dice, pero no tiene nada que envidiarle—, ajustada camisa a cuadros, vaqueros, cinturón con hebilla —todas tienen más de una, ella, “cinco o seis”, y elige una distinta cada vez— y, por supuesto, camperas. “Las botas son indispensables, no puedes bailar en bambas, resbalas”, dice Susana, una taxista con turno de noche —de seis de la tarde a seis de la mañana— que baila desde hace dos décadas.
“Empezó como una vía de escape. Estaba destetando a mi hija de 10 meses y pasaba mucho tiempo en el hospital con mi hijo, que estaba enfermo”. Su hijo murió con 12 años, dice luego. “Oí hablar de clases de country en el centro cívico que tenía al lado de casa y me animé a ir con unas amigas. A las dos clases, al profesor se lo llevó Coyote Dax de gira. Era aquella época, sí”, recuerda. “Oh, no, odio cuando se habla de Coyote Dax”, apostilla Esther. “El fenómeno había empezado antes”, dice Sergi Boada, su pareja, y uno de los primeros profesores de Line Dance Country —el country en línea— de España. “Mis padres siempre han sido muy fans de la cultura norteamericana y a veces íbamos a eventos relacionados con ella —hay de todo, cuenta, desde rodeos en hípicas de Argentona hasta concentraciones de coches americanos en Platja D’Aro— y una de las actividades era siempre el baile”, recuerda. “Al Nashville fui por primera vez con mi madre”, dice.
El Nashville es toda una leyenda, coinciden. Abrió sus puertas en 1999, al poco de desatarse el fenómeno country en Cataluña. Estaba situado a las afueras de Terrassa, cerca del cementerio. También había sido una nave industrial, pero una que había acabado pareciéndose tanto al bar en el que Thelma y Louise bailan country al principio del clásico de Ridley Scott, que entrar allí dentro era lo más parecido a viajar al mismísimo Nashville. “Con eso sueño yo, con ahorrar algún día lo suficiente para hacer un viaje a Nashville, e ir entrando en locales a bailar, con mis amigas”, dice Susana. Es algo que hacen a menudo. Viajan juntas para ir a conciertos country. Este verano van a Dublín a ver a Brad Paisley. “Es curioso cómo el country nos une. No tenemos nada en común. El country no entiende de clases sociales, ni de edad, no hay distinciones de raza, ni de género, de nada”, apunta Esther. “Genera comunidades y una amistad supersana”, añade.
Son casi las nueve, y el local de Greg empieza a llenarse. Hay en él un escenario, una enorme pista de baile —”la madera es superimportante, no puedes bailar sin que haya una buena madera”, dice Laura—, y mesas pegadas a la pared, que también es de madera. En el granero de Greg hay clase a diario. Se baila de nueve a once de la noche. Para acceder, basta con pagar la entrada (8 euros), que incluye consumición. “Si dejas de venir un par de semanas, te descuelgas, porque cada semana se aprenden dos nuevas coreografías”, dice Susana, que ya solo baila “las clásicas”, y que, con el tiempo, disfruta más de estar entre gente que quiere, “escuchando buena música”, que del baile en sí. Por todas partes, mujeres de entre 45 y 60 años ocupan su lugar en la pista. En sus casas, desde la pandemia, lo hacen otras tantas, ante la pantalla de su ordenador, informa Greg, señalando la cámara que graba todos los movimientos de Neus, la profesora.
Neus Lloveras lleva 15 años viviendo del country. “Tengo clases cada día”, dice. Empezó en 2001, justo cuando el hit de Coyote Dax hacía visible, y mainstream, el fenómeno, que tuvo como altavoz nada menos que el primer Gran Hermano. Pero, ¿cómo empezó todo? Sergi ha intentado rastrear el origen y dice que a finales de los noventa ya había seguidores del country que se acercaban a los DJ en todas partes con cintas de casete en la mano pidiéndoles que pusiesen una canción para poder bailar. Pero tal vez la cosa no habría ido a más si no hubiera abierto un bar, ya típicamente saloon, en El Masnou, en octubre de 1997: el Jambalaya. “Paralelamente, se creó una comunidad virtual, a través de foros y webs como Kick It, en la que se compartían coreografías y eventos. Se convirtió en algo imparable”, explica Sergi, que solía disfrazarse de vaquero de niño y que, como profesor, quiere que sus alumnas —son, sobre todo, mujeres— no solo aprendan a bailar.
“Me fascinó de él desde el principio la pasión con la que hablaba del country, y lo ponía todo en contexto: el artista, la coreografía, la historia”, explica Esther, que fue su alumna durante años, antes de empezar a salir con él. Sergi trata de entender cómo fue que la manera de bailar el country en Cataluña se convirtió en un estilo universal, imitado hoy en toda Europa, e incluso al otro lado del charco. “Hasta que empezamos a bailar aquí, el country en línea era muy académico. No consistía en mucho más que estar colocados en hilera, con las manos en las hebillas, dando los pasos clásicos. Y aquí se empezó a bailar de forma distendida, con una cerveza en la mano, y dando taconazos. Haciéndolo todo más festivo, más de disfrute, en general”, señala Sergi. A sus espaldas, al menos 40 mujeres, algunas con pequeños ventiladores en la mano, ante la cara, bailan. No suena Garth Brooks, sino “un country más pop, que a veces ni parece country ya”, dice Esther.
El Jambalaya cerró en 2003, un año antes de que el Barn d’en Greg abriera sus puertas. La sensación, dicen, es la de que los locales toman el relevo. Que siempre hay al menos tres locales importantes a los que acudir. Esther y Sergi muestran una fotografía reciente en el cuarto de baño del Legends Dance Hall, donde aún queda un rastro —el nombre, serigrafiado en la pared— del mítico Nashville. Pero, ¿qué llevó a Greg a abrir el local? ¿Cuál es su historia con el country? “Supongo que empezó con la película Deliverance. La vi de adolescente y me fascinó el duelo de banjos. Yo ya tocaba la guitarra, y de repente, sentí la necesidad de tocar el banjo”. También tocaba la trompeta. Tocaba en clubs de jazz y blues, y en pubs irlandeses. Unos cazatalentos dieron con él en el London Bar de Barcelona a principios de los noventa y le pidieron que llevase la parte de los espectáculos de Far West de un nuevo parque de atracciones. Era Port Aventura.
Greg llevaba en España desde los años ochenta. Uno de sus tres hijos, Pol Ryan, de 25 años, es en parte hoy el responsable del furor por el country en Italia, donde la media de edad de los que bailan se sitúa entre los 20 y los 25 años. Productor cinematográfico, Pol es, junto a David Villellas, el más destacado de los coreógrafos que hay hoy ahí fuera, dice Sergi. Es decir, de los que están llevando el catalan style a Austria, Dinamarca, Finlandia, Francia, Irlanda. “En Texas sigue bailándose en pareja”, dice Greg, que si se decidió por abrir el local, tras su paso por Port Aventura, fue porque también le gustaba la cocina, “y tenía 40 años y tres niños, y ganas de sentar cabeza”, confiesa. Lo pasó mal durante la pandemia. No podía creerse que fuese la gente la que quisiese continuar con las clases desde casa, y pagar para que no cerrara. “Los locales sufren porque somos pocos, en realidad”, dice Sergi.
Es cierto que el country genera una pasión desmesurada, casi otro mundo dentro del mundo en algunos, como en Laura, Susana y Esther, pero también, dice Esther, “hay quien se lo toma como se tomaría una clase de pilates, algo que hace para moverse”, y eso, dice, aleja a una parte potencial del público, en especial, a los jóvenes. “Por eso no quiero oír hablar de Coyote Dax”, dice a continuación Esther, que quiere dejar claro que el fenómeno es “mucho más que eso”. Es una subcultura hoy por completo asentada. “Garth Brooks no consiguió llenar el Palau Sant Jordi en 1996, pero estoy convencido de que, si volviera hoy, lo reventaría”, dice Sergi, y ellas coinciden. Susana se levanta a bailar porque suena The Thrill is Back, de Alan Jackson. “La coreografía de esta canción es la Sunset”, susurra, siempre divertida, Laura, que celebró sus 50 años en el local, que si se llama barn, es decir, granero, es porque tiene aspecto de granero.
Fue construido como se han construido los graneros americanos desde el principio de los tiempos, es decir, desde algún momento del siglo XIX, desde la época en la que se forjó el mito del Lejano Oeste, sus saloons y sus cowboys. La diferencia con cualquiera de ellos es que en el granero de Greg se baila y se sirven copas, y también hamburguesas, y nachos, y hasta ensaladas como la que cena Laura entre un baile y otro. En algún momento de la noche, Les Bruixes hablan de botas. “Esto es como el esquí, tienes que venir equipada”, dice Laura. Todas conservan las primeras con las que golpearon el suelo de madera de un local en el que aún no se conocían, cuando el country se abrió paso en sus vidas para —en todos los casos, de forma distinta— salvarlas. Hoy brindan con chupitos de Southern Comfort con lima porque, aunque las cosas cambien, nada se acabe.
Están a punto de dar las once, Susana tiene al menos seis servicios programados para cuando dé comienzo su turno, el taxi en la puerta —”desde que ha vuelto el turismo a Barcelona, tengo menos tiempo para el country, pero bienvenido sea el trabajo”, dice—, y en la mirada un agradecimiento inexplicable que es apenas visible, porque, por encima de todo, Susana es una tipa dura que evita darse importancia. “Entrar en el Wild Bunch —otro de esos locales, el primero al que fue— me hizo sentir algo que hacía mucho que no sentía. Era yo, otra vez. Era Susana, y no la madre de mis hijos, ni la taxista. Fuera de aquí, no nos habríamos conocido”, dice, y por eso, pese a que los macroeventos que se organizan en todas partes y a los que van alguna vez, “son espectaculares”, no hay nada como una noche como esta, que acaba con Greg desempolvando su viejo banjo y entonando un Oh, Susanna, don’t cry que suena a clásico en muchos sentidos.
Babelia
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