Durísimo e innoble filme
El nuevo espacio de Películas en la madrugada de TVE se inicia esta noche con la emisión del vidrioso filme norteamericano Deliverance, realizado en 1972 por el cineasta británico afincado en Hollywood John Boorman, que es un director muy irregular, lo que le permite firmar junto a obras tan notables como A quemarropa otras tan artificiosas como Excalibur. Su filme más popular es este Deliverance. Y lo es tanto a causa de algunas calidades dramáticas y narrativas, que las tiene, como por la aureola mórbida que lo rodea desde el día de su estreno y que le ha sentenciado como una de las películas más desagradables de las realizadas durante la pasada década. Junto a las citadas buenas calidades fílmicas hay que anotar que una buena parte de la eficacia del horror de Deliverance se origina en la sabiduría del director para el empleo de sinuosos y poco nobles trucos narrativos.
Deliverance es, en efecto, una película de extrema dureza, uno de los relatos más crueles, sórdidos y violentos que cabe imaginar, y aderezada como está su tortuosidad argumental por el buen tino de Boorman para crear ambientes tensos, enrarecidos, cosa que demostró en la citada A quemarropa, su Deliverance se hace en ocasiones una sucesión de imágenes tan cercanas como una pesadilla íntima, pero que resultan literalmente insoportables vistas desde fuera.
Complejos trucos
Los trucos de Deliverance son complejos y requieren un consumado dominio de las técnicas de manipulación de imágenes con súbitos cambios de ritmo. Boorman posee gran habilidad para emplear, sin que nos demos cuenta de ello mientras el filme discurre, los recursos tradicionales del relato subjetivo, y esto le permite enredar al espectador desprevenido en las entretelas de un relato aparentemente exterior, objetivo, pero narrado con dosis masivas de subjetividad encubierta. De esta manera Boorman va minando poco a poco el aguante del espectador, conmocionándole plano a plano, secuencia a secuencia, con sutiles efectos, de índole casi magnética, de identificación involuntaria con lo que ocurre en la pantalla. La innobleza del filme radica en que estos trucos ahogan la respuesta libre del espectador.Para ello, el director británico emplea sagazmente su sentido de la gradualidad casi subliminal en la administración del horror, mediante secuencias distendidas y expectantes, a las que siguen, en un tránsito brutal e inesperado, otras escenas fisicamente intolerables, pero -y ahí está la razón de su caracter insoportable- rodadas de tal manera que parecen verosímiles, reales en sentido subjetico, por lo que el espectador las padece en la misma medida que las contempla fascinado.
Boorman se vale de un recurso de cine inocente para embaucar al espectador en la verosimilitud del relato: en principio éste es un viaje con aires documentales en el interior de unos bosques y torrenteras donde habita una extraña comunidad campesina estancada en el tiempo. Es el mismo recurso de Walter Hill en Southern Comfort, o de Buñuel en Tierras sin pan, pero agravado aquí por la condición indefensa de los personajes frente a la atroz capacidad de agresión de los campesinos. Y los aires documentales del arranque van derivando hacia un tipo de cine opuesto, en las proximiadades de lo onírico. La eficacia del filme radica precisamente en este súbito y trucado tránsito: el espectador acepta unas leyes de juego que luego se vuelven contra él. Y lo que comienza como una aventura exterior, de otros, se convierte en una desventura interior, propia.
Los actores -encabezados por Burt Reynolds y John Voigth- ejecutan la negra sinfonía con calculada inexpresividad de mediums, que sirve a Boorman para transmitir al espectador su perplejidad y su angustiante indefensión, que es la clave de este filme lleno de connotaciones masoquistas.
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