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La banalidad del drama: la literatura que surge de los grandes juicios históricos

Rebecca West, Hannah Arendt y Joseph Kessel son algunos de los más célebres cronistas judiciales, a los que se ha sumado Emmanuel Carrère con sus textos sobre el proceso por los atentados de 2015 en París. Su relato por entregas, publicado por este diario, termina este domingo

Nuremberg Trials
El juicio de Núremberg, en la sesión del 30 de septiembre de 1946. Desde la izquierda, Hermann Göring (con gafas negras), Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Wilhelm Keitel, Alfred Rosenberg y Hans Frank.Fred Ramage (Getty Images)
Braulio García Jaén

El ensayo de Hannah Arendt sobre el juicio al mandatario nazi Adolf Eichmann celebrado en la capital de Israel en 1961, Eichmann en Jerusalén, es seguramente la referencia de una larga tradición literaria de grandes crónicas sobre juicios. La filósofa alemana se convirtió en referente sin haber sido la pionera: 15 años antes, la novelista inglesa Rebecca West había cubierto los juicios de Núremberg —enviada como Arendt por el semanario The New Yorker—, y en ese mismo juicio estuvo también el escritor francés Joseph Kessel, enviado por France-Soir, que ya había cubierto en Francia el juicio al mariscal Pétain —jefe del Gobierno pronazi durante la II Guerra Mundial—, y que después cubriría el de Eichmann. Todas esas crónicas, escritas para la prensa, pueden leerse hoy en formato libro. Otro francés, Emmanuel Carrère, acaba de terminar su cobertura del proceso por los atentados del 13 de noviembre de 2015 en París —la última entrega se publica mañana en este diario—. Carrère descartó al inicio que se tratara de un “Núremberg del terrorismo”: “[allí] se juzgó a altos dignatarios nazis, aquí se juzgará a pequeños maleantes adoctrinados, (…) pero será también un gran acontecimiento, algo inédito que deberá encontrar poco a poco sus reglas y su dramaturgia”, escribió en septiembre pasado. El septiembre próximo saldrá el libro.

La expresión “altos dignatarios nazis” es históricamente exacta, pero quizá sugiera una imagen muy distinta a la de los retratos que los cronistas hicieron de los acusados de Núremberg. El contraste entre una maquinaria articulada para asesinar a millones de personas y sus dirigentes, aquellos mataos que ya sin la parafernalia violenta del poder se sentaron en el banquillo en 1946, es una de las claves que comparten la mirada de West en Un reguero de pólvora (Reino de Redonda), y Kessel en Jugements derniers (Tallandier, sin edición española). “Ninguno luce sobre la frente, o en los ojos, el menor rastro, el menor reflejo, la más mínima justificación de su gloria pasada, o del terrorífico poder que tuvieron”, escribió Kessel. Para West, el contraste era casi categórico: “Aquí había un misterio: el de que Don Mojigato hubiese cometido un crimen tan enorme y despiadado”.

Dicho contraste, Hannah Arendt lo categorizó: en su crónica acuñó un concepto, la banalidad del mal, que desató una fuerte polémica. Arendt vio en Eichmann a un tipo “normal”, tan normal que actuó como millones de alemanes y como probablemente habrían actuado millones de ciudadanos de cualquier otro país en las mismas circunstancias. “En las circunstancias imperantes en el Tercer Reich tan solo los seres ‘excepcionales’ podían reaccionar ‘normalmente’. Esta simplísima verdad planteó a los jueces un dilema que no podían resolver, ni tampoco soslayar”, escribió Arendt.

Desajustes y dramaturgias

“El mal no era el resultado de un juicio moral equivocado”, dice Reyes Mate, profesor emérito del CSIC, para explicar el concepto de Arendt, “el mal se debía a una estructura del ser humano, en el que la humanidad y la animalidad están muy cercanas, todos somos potencialmente criminales, basta dejar de pensar y dejarte llevar por lo que te dicen, para convertirte en uno de esos individuos que colaboraban directa o indirectamente con el genocidio judío”, añade el autor de Memoria de Auschwitz.

El criminal nazi Adolf Eichmann durante el juicio que lo condenó a muerte en Israel, el 22 de junio de 1961.
El criminal nazi Adolf Eichmann durante el juicio que lo condenó a muerte en Israel, el 22 de junio de 1961.GPO (Getty Images)

Quizá Arendt acertó a describir al arquetipo de nazi, pero no es seguro que acertara a describir al verdadero Adolf Eichmann, dados los documentos y biografías aparecidas desde entonces. A otra escala, ese es el dilema, y el riesgo, de cualquier cronista: dónde radica la singularidad y dónde el drama de siempre. Tanto de los protagonistas como del momento histórico. “Las crónicas reflejan muy bien el momento en que la sociedad enjuicia ese pasado”, señala Mate. “Se ven muy bien en los juicios los límites del derecho y el desafío de los problemas. Hay un cierto desajuste entre tener que juzgar esos crímenes con leyes dadas y la enormidad del acontecimiento [el Holocausto] que no estaba prevista y que obliga a abrir nuevos caminos”, añade.

Asoma siempre la dramaturgia del proceso. Desde los jueces ingleses, por una vez sin pelucas, del Tribunal internacional Núremberg —se pretendía así desprender a los magistrados de los rasgos nacionales de sus países— a la “sala del juicio” de Jerusalén que Arendt vio “dispuesta como un teatro”, algo que atribuyó a los planes del primer ministro israelí Ben-Gurión de que el juicio sirviese como puesta en escena del Estado hebreo. “La justicia, aunque quizá sea una abstracción para quienes piensan como el primer ministro, demostró ser, en el caso de Eichmann, mucho más severa y exigente que Ben-Gurión y el poder concentrado en sus manos”, escribió Arendt.

Al margen de esos procesos históricos, otros autores se han ocupado de ese “experimento historiográfico” (Ferrajoli) que es cualquier juicio. Hay quien ha visto en ello una guerra entre dos versiones en la que no triunfa la más veraz, sino la más eficaz dramáticamente, como Janet Malcolm en su Ifigenia en Forest Hills (Debate), sobre un juicio por asesinato. Javier Melero, abogado de varios independentistas y autor de una crónica sobre el juicio del Procés, El encargo (Ariel) está de acuerdo a medias: es verdad que las partes tratan únicamente de “dotar de contenido jurídico a la versión de su cliente”, admite. Pero eso no quita que el sistema pueda funcionar: “Yo creo que sí hay una pretensión honesta de descubrir qué pasó, castigar a los culpables y reparar a las víctimas”, dice. “Verdad y Justicia son conceptos extremadamente arrogantes. De lo que se trata es de conseguir resultados mínimamente aceptables”, añade.

Los juicios por los grandes atentados terroristas atraen ahora las grandes coberturas, aunque no en exclusiva. Pablo Ordaz, periodista de este diario, cubrió el de los atentados del 11M en Madrid, y el del procés en el Tribunal Supremo. También en España, José Luis Martín Prieto cubrió así el juicio del 23-F para este periódico en 1982, y sus crónicas se recogieron luego en el libro Técnica de un golpe de Estado (Grijalbo). Antonio Muñoz Molina hizo lo mismo con el juicio contra parte del GAL en 1998, en La puerta de la infamia. Crónicas del caso Marey (Fundación Huerta de San Antonio). Más recientes, Arcadi Espada cubrió para El Mundo el del procés, publicado como Sed de Lex (Funambulista), y Guillem Martínez, para Ctxt, como Caja de Brujas (Contextos).

“A medida que avanza un juicio, vas descubriendo que lo que más polémica ha creado, a la hora de la verdad, que es lo que es un juicio, no tiene tanta importancia”, dice Ordaz, autor de Los tres pies del gato (Aguilar; sobre el 11M) y El juicio sin fin (Círculo de tiza; sobre el procés). Las reglas y las formas del proceso, tan tediosas, permiten a la justicia materializar sus objetivos, a muchos niveles. “Un juicio es una representación, una escenificación del crimen y de la víctima, y conlleva un momento pedagógico y un momento de justicia para la víctima fundamental”, sostiene Mate.

Un grupo de acusados al comienzo del juicio del 11-M el 15 de febrero de 2007.
Un grupo de acusados al comienzo del juicio del 11-M el 15 de febrero de 2007. AP

A diferencia del teatro y los relatos de ficción, la representación judicial incluye necesariamente el aburrimiento. “El símbolo de Núremberg era un bostezo”, escribió West, como quien levanta acta de un hecho desagradable, pero ineludible. Dios es mejor narrador: “Si el Alá de Las mil y una noches hubiese regido este designio divino, habría aparecido un ángel y fulminado a todos los acusados y luego habría proclamado que el resto de los presentes en el tribunal podría hacer lo que se les antojara, y ellos habrían huido (…) de regreso a la vida”.

A lo largo de todo el juicio, Carrère ha afrontado el desafío que el bajorrelieve de esos “pequeños maleantes”, adoctrinados en nombre de Alá, pero procesados por la justicia humana, suponía para su relato. Por suerte, no eran los únicos convocados. “Centenares de seres humanos que tienen en común haber vivido aquella noche del 13 de noviembre de 2015, haber sobrevivido a ella o haber sobrevivido a quienes amaban, van a comparecer ante nosotros y a tomar la palabra. Oiremos la verdad”, escribió sobre las víctimas.

La madre del español Juan Alberto González Garrido, asesinado en el Bataclan, compareció el 20 de octubre. “La sentencia no va a reparar el daño”, declaró. Concluido el juicio, en una terraza madrileña, Cristina Garrido, contaba este jueves que se “sintió liberada al hablar y decir lo que sentía” en el juicio. “Hablar de Juan Alberto me duele bastante, pero hablar de él es mantener viva su memoria y que no caiga en el olvido”.

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Sobre la firma

Braulio García Jaén
Es periodista de la sección de Investigación y autor de 'El confidente y el terrorista' (Ariel, 2022) y 'Justicia poética' (Seix Barral, 2010), por cuyo proyecto obtuvo el Premio Crónicas Seix Barral de la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano en 2007. Máster de Periodismo UAM/El País y Posgrado en Política y Sociología (UCM).

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