Estopa, Creu de Sant Jordi desde la periferia de la periferia
Los hermanos David y José Muñoz son el grupo catalán que más discos ha vendido
Si la Cataluña de comarcas ya es periferia, los barrios y pueblos de clase trabajadora de la Cataluña de comarcas somos la periferia de la periferia. Aquí nunca pasa nada, y cuando pasa algo que trasciende, suele ser una mala noticia. Pero el año 1997 pasó algo extraordinario. En aquella época yo hacía cuarto de la ESO en el instituto Milà i Fontanals de Vilafranca del Penedès, instituto que, al menos entonces —no sé cuál será exactamente el paisaje ahora—, era pura periferia de la periferia.
Todos los estudiantes, con excepciones que podían contarse con los dedos de la mano mutilada de un veterano de guerra, proveníamos de los barrios más modestos de Vilafranca y de los pueblos del Alt Penedès. Eso quería decir que al Milà i Fontanals íbamos a parar, entre otros, los quillos, las chonis y los calorros de la zona. Y fue entre aquella fauna que, hace ahora justo 25 años, empezó a circular la maqueta pirata de un grupo con un nombre no demasiado excitante: Estopa.
Primera maqueta
La calidad del sonido era metálica, por no decir discreta, como si hubiese una puerta de garaje que separara a los músicos del aparato que registraba la música. Pero aquel grupo tenía una fuerza inaudita, melancólica, fosforescente. Escuchábamos compulsivamente la maqueta tanto los que estudiaban un poco —no mucho, seamos sinceros— como los que estábamos en aquellas aulas solo porque la O de ESO significa, como todo el mundo sabe, “no me queda más remedio que estar postrado aquí”. Pero tanto unos como otros sabíamos que estábamos ante algo anómalo, y era algo que habíamos hecho nosotros. Bueno, las canciones no las habíamos escrito ni cantado nosotros. No es eso lo que insinúo. Lo que quiero decir es que, de alguna manera, hablaban de nosotros, o sea que, en el sentido más importante, nosotros éramos los autores.
Habíamos descubierto un tesoro, y en vez de buscarle un escondrijo para que nadie más tuviera acceso a él, que es lo que, según dicen, se hace normalmente cuando se posee un tesoro, lo distribuimos entre otras personas tan deprisa como pudimos. Mientras aquella música sonaba, creíamos que ya no éramos la periferia de la periferia. Nos acercábamos al corazón de algo, aunque no sabíamos muy bien a qué, y sinceramente, tampoco nos importaba demasiado. Lo único que nos quitaba el sueño era que, con la llegada de aquella maqueta a nuestras manos antes que a las de nadie más, estábamos seguros de que nos había pasado algo especial, a nosotros que solo nos pasaban cosas de quillos porque, básicamente, eso era lo que hacíamos: cosas de quillos.
Estoy seguro de que los pedagogos o los funcionarios del Departament d’Educació de la Generalitat tenían un nombre burocrático y abstracto para un instituto como el nuestro. Centro de alta complejidad, instituto conflictivo u otro eufemismo técnico por el estilo. Pero yo estaba allí y puedo jurar que mi instituto no era conflictivo. Gengis Jan o Lope de Aguirre eran conflictivos. Mi instituto era algo más mundano. Era la vida que se abría camino a dentelladas; era el desorden humano sin los filtros de las convenciones burguesas; eran los impulsos adolescentes con una relación más bien tímida con el Estado de derecho; era el tiempo pasando siempre a cámara rápida y sin posibilidad de rebobinar; era la curiosidad desatada i eran las ambivalentes lealtades de barrio, que salvan y condenan con la misma intensidad, en marcha. Mi instituto era, en resumidas cuentas, Estopa.
Y como el mío, otros muchos institutos públicos de la periferia de la periferia, igual que los del extrarradio de Barcelona, también eran Estopa. Yo, que nací y viví el principio de mi infancia en el Besós —nos mudamos a Vilafranca cuando era un chaval—, y que volvía allí casi cada fin de semana para ver al resto de mi familia, puedo dar fe de que la maqueta impactó en mi barrio natal con la misma melancolía y la misma alegría que en el Espirall y Les Clotes, los barrios villafranqueses de los que más se nutría mi instituto.
Aquella maqueta hablaba de a dónde ir a comprar coca de baja estofa en un bloque del barrio, edificio que, por descontado, no hacía falta especificar, porque no tiene sentido revelar lo que todo el mundo en el barrio ya sabe. Hablaba de las tardes lánguidas y ociosas en las plazas fumando porros. De los yonquis de la generación anterior. De la extraña y paradójica mezcla de anonimato e identidad que proporciona vida al barrio, donde siempre eres uno más, pero al mismo tiempo, todo el mundo sabe perfectamente quién eres. Estopa celebraba los amores fugaces y tórridos de verano. Fantaseaba robos y huidas como los de los quinquis de la década de 1980. Idolatraba las noches inacabables porque temía el tedio y la alienación de los días.
La maqueta de Estopa trazaba una constelación de vivencias y guiños inconfundible; por lo menos, inconfundible en la periferia de la periferia. Y lo hacía sin adoctrinar, sin intelectualizar, sin victimismos, sin fetichismo de clase. Estopa solo contaba historias. Y lo hacía invocando a sus antepasados: Los Chichos, Camarón, el Pescaílla, El Vaquilla, José Antonio de la Loma, El Pico. Reverenciaba a la aristocracia del lumpen y así alargaba el linaje sentimental de la periferia de la periferia.
Un concierto en Vilanova
A finales de 1999, Estopa publicó su primer disco, con título homónimo y basado casi en su totalidad en la maqueta de 1997 ‒hay que decir que, en el disco, algunas letras habían cambiado un poco para hacerlas más digeribles, imagino, a un público más amplio‒. La fiebre de Estopa estalla en toda España, y a finales de aquel mismo 1999, comienzan una gira de 12 meses y más de 110 conciertos por todo el país, la cual, además de las grandes ciudades, incluía lugares con tanto glamur como Santa Margarida de Montbui, La Mojonera (Almería), Puente Genil (Córdoba), Pinofranqueado (Badajoz), Platja d’Aro, Reinosa (Cantabria), Mataró, Manzanares (Ciudad Real) o Mejorada del Campo (Madrid). Estopa recorría la periferia de la periferia de España configurando así una patria discontinua territorialmente.
El 29 de julio de 2000 fui a verlos, con una pandilla de amigos de mi barrio, a Vilanova i la Geltrú. El escenario era un campo municipal de fútbol que no sobrevivió a la burbuja inmobiliaria de principios del siglo XXI y que ahora es un espacio en el que se levantan bloques de pisos. Aquel concierto fue la concentración más densa, grande y alegre de calorros que yo haya presenciado nunca (y a la que haya contribuido). Allí nos encontramos con todos los militantes de la periferia de la periferia, sección Penedès-Garraf.
El paisaje estético era fantástico, el estilo quillo temporada 2000 en todo el esplendor de una noche de verano a orillas del Mediterráneo: pantalones pirata blancos (si bien los más remilgados —porque también en el mundo del mal gusto tenemos jerarquías— vestían vaqueros ajustadísimos; de hecho, se trataba de aquellos Levi’s, cuyo modelo no recuerdo, que parecían diseñados expresamente para los glúteos prodigiosa y naturalmente realzados de los quillos más guapos), camisetas negras remetidas, collares de bolitas blancas, gomina que inmovilizaba y empinaba un pelo casi siempre negrísimo, sandalias brasileñas, tatuajes de coronas de espinas rodeando el bíceps, y miradas vidriosas y granujas por doquier. Las chicas llevaban, sin excepción, pantalones estrechísimos, algunas lucían tatuajes tribales en la parte baja de la espalda, y maquillaje de color intenso pero siempre oscuro, pelo liso —o alisado—, y los primeros y voluminosos teléfonos móviles embutidos en el asfixiado bolsillo trasero del pantalón.
El polvo se levantaba del campo de fútbol de tierra, resecando falsamente el ambiente. Corrían cubatas dulcísimos a mansalva, y todo el mundo intentaba encender los cigarrillos de los demás (sobre todo Camel y Lucky Strike, si no recuerdo mal; la moda del tabaco de liar todavía no había llegado, o, dependiendo de cómo se mire, había desaparecido hacía muchas décadas). También se divisaba alguna trifulca de rigor mientras esperábamos que empezaran a tocar.
Y entonces pasó algo singular. David y José Muñoz empezaron a cantar y a tocar y captaron de golpe la atención de toda la panda de golfantes que nos encontrábamos en Vilanova. Observaba a mi alrededor a algunas perlas de mi bario que en el instituto habían demostrado tener la misma capacidad de concentración que una medusa y que, en cambio, en ese momento, dirigían todas sus maltrechas capacidades cognitivas al escenario como si hubiesen descubierto, con un fervor completamente nuevo para ellos, otra manera de dar sentido a su vida que no fuera la de hacer el gamberro. Y había muchos, muchísimos de estos chavales. Se produjo una comunión, una complicidad, una unión. Llamadla como queráis. A lo mejor porque soy de familia andaluza (por parte de padre), siempre había creído que el duende colectivo solo se conseguía con los rituales musicales más ceremoniosos y lacrimosos. Pero no. En Vilanova, Estopa fueron unos demiurgos sociales que, a diferencia de otros demiurgos, huían de la solemnidad.
Rodeado de aquellos pantalones flamantes, de risas cómplices, y con el sabor de un licor de melocotón maltratándome las encías, me di cuenta —aunque no lo entendí, claro, hasta muchos años después— de que una sociedad no es más que un conjunto de historias mundanas cantadas al unísono. El Estado de derecho, los parlamentos, las constituciones, el periodismo (por lo menos cuando ejerce realmente de contrapoder), los sindicatos o las universidades, son inventos destinados a impedir que las sociedades se desplomen. Cuando hay suerte y funcionan, nos protegen incluso de nosotros mismos y de nuestras tentaciones más siniestras. Pero evitar la destrucción no es lo mismo que construir. Lo que vertebra las sociedades no es toda esta ristra de diques institucionales. Una sociedad es una amalgama de formas de vida.
Pero una sociedad también es la manera en la que escogemos narrar los descalabros cotidianos de estas formas de vida. Eso era Estopa: el retrato de una forma de vida, con sus momentos brillantes, pero también con sus estragos.
Sentido del tiempo
En Exiliado en el lavabo, por ejemplo, Estopa cantaba: “Anda, tira eso ya, subámonos al tejado y cuenta, cuéntame lo que quieras”. Es la historia de un amigo adicto a la cocaína al que, quien canta la canción, solo le pide una cosa: que deje un segundo la cocaína y le explique lo que le apetezca. Le ofrece algo tan terrenal, compasivo y desinteresado como una conversación en la que, además, será él, el amigo colapsado, quien llevará la batuta; será el defenestrado, que seguramente ha hecho las mil y una, a sí mismo y a los demás, quien contará lo que quiera. No hay reproche, no hay juicio, no hay voluntad de salvación ni búsqueda de redención, no hay cálculo, no hay ningún plan. Solo la generosidad de dar la palabra a alguien cuya caída, como casi todo lo que ocurre en la periferia de la periferia, pasará desapercibida.
Es a eso a lo que me refiero con una forma de vida. Hay otras, claro, pero la que intentaba retratar Estopa era esta, la de unos lazos básicos, ajenos a las instituciones, que mantienen viva a la periferia de la periferia y sin los cuales no existe el corazón de la sociedad porque no hay sociedad.
En la gran rueda del capitalismo, las vidas de la gente de barrio son sustituibles. Solo una sobredosis de teoría y pedantería, o de fanatismo provocado por la hiperideologización política, podría hacer pensar que Estopa no son conscientes de ello. El sistema político y económico en vigor ve las vidas de estas personas como si todas fuesen exactamente la misma, y esta es la razón por la que las considera intercambiables. Para quienes tienen la sartén por el mango, cada una de las vidas de la periferia de la periferia no tiene nada de especial, todo son copias humanas indistinguibles, cromos de carne repetidos. Y Estopa, en vez de atacar frontalmente esta despersonalización forzada, intenta salvar lo que tienen en común las personas de la periferia de la periferia: una forma de vida. Y lo hace cantando. Y cantando reconforta. Y reconforta con alegría.
Estopa siempre ha tenido sentido del tiempo. En La raja de tu falda canta “Era el verano del 97 y yo me moría por verte”. Teniendo en cuenta que estaba grabado el mismo año 1997, hablar del verano del 97 como si se tratara de un pasado remoto y mítico es una mezcla de picardía y sabiduría de barrio. Pero quizá sea también algo más. Aquel retrato oral —no es un retrato escrito, es un retrato oral y musicado— de la periferia de la periferia, aquel conjunto de historias mundanas, sería capaz de trascender, en el sentido de que Estopa iba a conectar tanto con la generación anterior (recuérdense sus colaboraciones con Serrat o Sabina, o la mejor de todas, con Albert Pla cantando Joaquín el necio) como con la posterior: C. Tangana y Alizzz —el músico y productor de C. Tangana, que por cierto es de Castelldefels, periferia de la periferia— han confesado en alguna ocasión que se mueren de ganas de hacer algún proyecto con Estopa, y de hecho, hace unos meses aparecieron en el concierto de El madrileño en el Palau Sant Jordi.
Después de aquella maqueta de 1997 han salido muchos más discos de Estopa. Y ellos han ampliado el radio de la periferia de la periferia: este año 2022, sin ir más lejos (pero yendo muy lejos) han tocado en Orlando y Miami, entre otros sitios. Estopa ha incorporado colores y olores a su público, pero sigue siendo y cantando historias de barrio, porque el barrio, por más que algunos se empeñen en petrificarlo, cambia de colores y de olores, pero sigue siendo barrio.
Confieso que cada vez que escucho la maqueta —y la escucho a menudo— recuerdo de dónde vengo. Y cuando uno recuerda de dónde viene, automáticamente pasa a saber hacia dónde no quiere ir, que siempre es más decisivo que tener claro a dónde se quiere ir.
Babelia
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