La cortina rasgada: nueva entrega de las crónicas de Emmanuel Carrère desde el juicio por los atentados de París
Esta semana, los requerimientos de la fiscalía son de muy alto nivel
Capítulo 35
1. Un excelente trabajo
Al acercarse el final del juicio, pensamos en el principio, en el camino recorrido. En lo que ocurrirá en cada uno de nosotros entre el momento, el 8 de septiembre, en que entramos en esta caja gigantesca de madera blanca, y el del veredicto, previsto para el 29 de junio. Recuerdo el primer día. El presidente tomó la palabra para decir que este juicio que todo el mundo, con razón, consideraba excepcional, debía desarrollarse dentro del estricto respeto de la norma jurídica. Sería ejemplar si se cumplía esta condición. Y en definitiva es lo que ha sucedido: no es poco. Veamos con qué palabras la fiscal del Supremo, Camille Hennetier, se dirigió al tribunal al terminar su requerimiento el viernes 10: “El terror es la desaparición de la cortina rasgada tras la cual se oculta la nada y que normalmente permite vivir tranquilo. El terrorismo es la tranquilidad imposible. El veredicto del tribunal no podrá reparar la cortina rasgada. No curará las heridas visibles e invisibles. No devolverá la vida a los muertos. Pero al menos podrá garantizar a los vivos que la justicia y el derecho tienen aquí la última palabra”.
Desde el principio al final del viernes 13 me ha impresionado la calidad del requerimiento. Tres magistrados de la fiscalía antiterrorista, dos hombres enmarcando a una mujer, y los tres jóvenes, en este caso al contrario del tribunal: cuatro mujeres alrededor de un hombre de edad, un rostro de la justicia más provecto. Los tres enfrascados en el sumario desde el primer día: se lo saben de memoria. Siempre precisos, nada de efectismos, nunca una pregunta extemporánea: un nivel muy alto. Nos preguntábamos cómo sería este inédito judicial de un requerimiento fiscal de tres días. Por turnos, relevándose a intervalos de alrededor de dos horas, Camille Hennetier, Nicolas Braconnay y Nicolas Le Bris han hecho algo extraordinario: rememorarlo todo desde el principio, recogerlo todo, contarlo todo. El principio narrativo del juicio era una especie de cronología por capítulos, inevitable pero frustrante: personalidad, después radicalización, viajes a Siria, el año pasado, los últimos meses, las últimas semanas, los últimos días... De un capítulo a otro, han ensamblado los hilos que se habían aflojado, deshilachado. Hablo de narración, de relato: como si yo fuera un obrero de la construcción cuyo oficio es contar, he admirado el rigor y el virtuosismo del ejercicio. Ya que no es posible decirlo todo, hay que escoger los detalles más significativos. Situar en los lugares adecuados las semblanzas de los acusados, el papel que ha desempeñado cada uno en la maquinaria de la muerte, los cargos concretos que pesan sobre él. Recordar que nunca lo sabremos todo, pero que ellos, los del banquillo, sí saben. Explicar que el silencio es un derecho y lo es también la mentira, y que ellos han hecho un uso muy amplio tanto del primero como de la segunda.
Sin embargo, este trabajo ejemplar de síntesis y de pedagogía tiene un límite: ¿Qué más sabemos con respecto a lo que sabíamos del auto de procesamiento, que resumía todo lo que se podía saber antes del juicio sobre los acusados y sus actos? ¿Qué más han aportado estos nueve meses de audiencia? De hecho, bastante poco. En cuanto a información, quizá un 10% o un 15% más. La relativa a las víctimas ha sido inmensa e inmenso lo que hemos sabido de la humanidad al escucharlas. Pero... ¿Sobre el banquillo? Nos hemos interrogado hasta la náusea, yo y los demás, sobre los talantes variables de Salah Abdeslam. ¿Le falló el cinturón explosivo? ¿Tuvo miedo? ¿Tuvo un ramalazo de humanidad? ¿Sus disculpas son sinceras? Pero ¿qué importa su sinceridad? ¿Qué interés tienen sus estados de ánimo? Un pobre misterio: un vacío abismal envuelto en mentiras que en retrospectiva nos deja un poco atónitos, tras haberlo escudriñado tan atentamente.
2. Convicción íntima
Los requerimientos. Son graves y matizados. Para Salah Abdeslam, el único que ha sido considerado coautor de los atentados, reclusión perpetua irreductible: la auténtica cadena perpetua que no se sentencia prácticamente nunca. Requerimientos también muy graves, pero con penas de prisión permanente revisable de veinte o treinta años, una pena enorme pero menos infrecuente, para el eterno acompañante Mohamed Abrini; para Mohamed Bakkali, Osama Krayem y Sofien Ayari (los puestos más altos de toda la célula en la jerarquía del Estado Islámico); para los “operativos contrariados”, Adel Haddadi y Muhammad Usman, que no pudieron participar en los atentados porque fueron detenidos en Viena, pero que tendrían que haber participado y que deben ser castigados —según la fiscalía— como si lo hubieran hecho.
La posible aplicación de indulgencia afecta a los tres acusados en libertad, Abdellah Chouaa, Hamza Attou y Ali Oulkadi, a los que Camille Hennetier accede a calificar de “auxiliares”. Les reconoce la atenuante de que respetan su control judicial y todos los días comparecen dócilmente en el juicio, a pesar de que para ellos es un quebradero de cabeza en todos los sentidos: residen en Bélgica, ya no pueden trabajar, tienen que ingeniárselas para sobrevivir en París prácticamente sin dinero. Los abogados de estos tres pueden confiar en sacarles del apuro, lo que quiere decir que podrían quedar en libertad. Ahora supongamos que soy un jurado. O un juez, porque no hay jurados en este proceso. Antes de que el tribunal se retire a deliberar, como lo hará dentro de dos semanas, me leen el artículo 353 du Code de Procédure pénale (el equivalente francés de la Ley de Enjuiciamiento Criminal): “La ley obliga a cada uno de los jurados y los jueces a que se interroguen en el silencio y el recogimiento, a buscar en la sinceridad de su conciencia qué impresión han producido en su razón los pruebas presentadas contra el acusado y los medios de su defensa. La ley les hace una única pregunta que encierra todo el alcance de sus deberes: ¿Tiene usted una convicción íntima?”. Sí, hoy tengo una. Es la de Camille Hennetier, Nicolas Braconnay y Nicolas Le Bris.
Tal como las han presentado, las pruebas contra los acusados han producido una gran impresión en mi razón. Si yo fuese jurado, aprobaría sus requerimientos. Pero la norma judicial francesa es que la defensa es la última que habla. Va a hablar durante dos semanas. Los cerca de treinta abogados que se sientan delante del banquillo son asimismo jóvenes y brillantes. Van a jugar todas sus cartas. Todo lo que me ha parecido evidente, irrefutable, a lo largo del requerimiento fiscal, va a perder su evidencia. Van a repasarlo todo, a triturarlo, van a analizar cada argumento de cargo y, si no a voltearlo, a minimizarlo, a contextualizarlo con mayor o menor buena fe para las necesidades de la defensa. La duda va a insinuarse, que como sabemos favorece al acusado, y me parece muy bien. No sé si este rasgo de carácter haría de mí un buen o un mal juez, pero soy fácil de convencer, comprendo fácilmente las razones ajenas, lo cual es a la vez una cualidad —falta de prejuicios— y un defecto, el riesgo de convertirme en una veleta que comparte siempre la opinión del último que ha hablado. Mi íntima convicción es fluctuante, indecisa. Así pues, una vez asimilado lo que me ha convencido del requerimiento fiscal —casi todo— me propongo observar lúcidamente cómo van a hacerme cambiar de criterio.
3. Extinción
Al principio de la tercera sesión de la fiscalía ha ocurrido algo extraño. Las luces cenitales de neón que iluminan la sala de repente han disminuido su potencia. No se han apagado del todo, no nos han sumido en la oscuridad, pero su intensidad se ha reducido por lo menos hasta la mitad. Alguien ha debido de pulsar el botón que no era. Al cabo de unos segundos la luz ha vuelto a ser normal, casi no hemos tenido tiempo para asustarnos. Casi no, pero casi no ya es casi: tuvimos miedo. Las partes civiles lo tuvieron. Los del Bataclan, que recordaban la luz lívida de la matanza, también tuvieron miedo. Por un instante creímos que... ¿La cortina se rasgaba de nuevo?
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