El coche que voló sobre un campo de girasoles
El Citroën 2CV era el automóvil que se asociaba a los progresistas
Tiene que haber un paraíso adonde habrán ido a parar todos los juguetes que tuvo uno de niño, pensaba Miguel. Allí estará el caballo de cartón, el rompecabezas, el primer patín, el primer triciclo. Tal vez ese cielo que nos prometen las religiones después de la muerte consista en un lugar donde nos esperan los mismos juguetes que tuvimos de niños para seguir jugando. Durante los insomnios, Miguel había tratado de reconstruir su biografía alrededor de la memoria de canciones que habían marcado una época y de los libros que habían influido en su forma de ver el mundo. Pensó que podía hacer lo mismo con los coches, que no eran sino otro tipo de juguetes de persona mayor. Cuando pasaba por una carretera junto a un cementerio de automóviles, Miguel siempre recordaba el Citroën 2CV , el Morris, el Austin, el Volvo, todos los coches que le habían acompañado a lo largo de su vida. Cada uno llevaba incorporado en su imaginación viajes, países, ciudades, amores, compañías, placeres, sobresaltos, todos los descubrimientos que le proporcionaron.
El primer coche que tuvo Miguel a los 24 años fue un Citroën 2CV, de color naranja. Lo eligió porque era el que tenían sus amigos progresistas. En los últimos años del franquismo imaginabas que tu conductor siempre era de los nuestros. Su chapa ligera y la suspensión muy alta le daban un aire campero, de un desenfado sofisticado. Desde el primer momento entre el Citroën 2CV y Miguel se estableció una relación psicológica. Por el hecho de haberlo elegido, de cuidarlo, de ponerle gasolina, de cambiarle el aceite, de lavarlo, de guardarlo en el garaje se tiende a creer que el coche reconoce a su dueño como sucede con el caballo y su jinete. Pero el coche solo es una máquina sin sentimientos, aunque Miguel estaba seguro de que aquel Citroën 2CV con el que tuvo el accidente en que dio una vuelta de campana en el aire puso de su parte todo lo necesario para que saliera ileso sin un solo rasguño.
Ese Citroën 2CV llevó a Miguel por primera vez a Italia. Había embarcado el coche en Barcelona en el ferry que hacía la travesía hasta Génova. Era la primavera de 1967. Acercarse a Venecia para experimentar que la suprema belleza huele a limón podrido del agua estancada en la cepa de los palacios; entrar en el refectorio del convento dominico de Santa María delle Grazie, en Milán, para contemplar la Cena de Leonardo; bajar hacia la Toscana y detenerse en Florencia solo por ver a Botticelli y a Piero della Francesca en la galería de los Uffizi; llegar a Roma y compartir un campari con soda con Alberto Moravia sentado en otra mesa en el café Rosati de la Piazza del Popolo, seguir viaje hacia el sur pasando por Sorrento y Positano y adentrarse en el corazón de Sicilia y descubrir los palacios de Palermo deshabitados, con las ventanas sin cristales por donde entraban y salían las golondrinas y haberte cruzado por la calle con la sombra del príncipe Salina que había soñado el escritor Lampedusa, eran sensaciones pegadas a la chapa ondulada de aquel Citroën 2 CV.
Pese a creerse ya con una edad para ahorrarse ciertos ritos, en Roma también se había sentado entre adolescentes en la escalinata de la Piazza de España y había arrojado de espaldas tres monedas en la Fontana di Trevi. Se había tragado el Coliseo entero junto con todas las ruinas del Foro, incluso había estado en la capilla Sixtina, se había extasiado ante la Pietà de Miguel Ángel, había admirado el retrato del papa Inocencio X de Velázquez en la galería Doria Pamphili, había conocido a una muchacha con la que paseó de la mano por el Janículo, donde en la primera oscuridad de la noche había muchos coches aparcados en batería cuya suspensión se movía gracias al amor. También había intentado visitar a Rafael Alberti como hacían todos los progres, aunque no lo había conseguido; en cambio, había visto la película La dolce vita, prohibida en España, y había paseado por la vía Margutta siguiendo la ruta de Gregory Peck y de Audrey Hepburn de Vacaciones en Roma.
Pero el gran viaje que Miguel realizó con su primer coche se produjo en una carretera de la desolada Castilla. Después del brusco volantazo para evitar a otro coche que se le vino encima, el Citroën 2CV hizo un trompo y salió volando, dio una vuelta de campana en el aire y fue a caer a plomo con toda suavidad sobre las cuatro ruedas en un campo de girasoles. Le salvó la vida como si tuviera conciencia de que esa era su obligación. Sin duda, aquel Citroën 2CV habrá tenido que ir al cielo de los coches por haberse portado tan bien. “¿Se acordará de mí?”, se preguntaba Miguel. Los 50 metros que mediaban entre la carretera y el campo de girasoles pudieron ser el último trayecto de su vida. Duró apenas unos pocos segundos, pero le dio tiempo a recordar, como una ráfaga que atravesó su mente, el viaje feliz que realizó en ese coche por Italia.
(Continuará)
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