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FESTIVAL DE CANNES
Crónica
Texto informativo con interpretación

Los hermanos Dardenne recuperan su fiereza ante el infierno de los niños sin papeles

Los cineastas belgas denuncian con la desoladora ‘Tori y Lokita’ a las mafias que explotan a los inmigrantes más vulnerables

Mbundu Joely y Pablo Schils son dos de los protagonistas de 'Tori y Lokita'.
Elsa Fernández-Santos

La desoladora Tori y Lokita recupera toda la fiereza del cine más radical y duro de los hermanos belgas Jean-Pierre y Luc Dardenne. Tres años después de que El joven Ahmed lograra el premio a la mejor dirección de este festival, pese a que estaba lejos de ser una película tan redonda como Rosetta y El niño, ambas coronadas con la Palma de Oro en 1999 y 2005 respectivamente, los cineastas vuelven a demostrar su capacidad para convertir la butaca de un cine en un lugar incómodo y sin escapatoria ante las miserias del mundo en que vivimos. Un cine sin concesiones, con la dura realidad de frente, aunque irrite a los que creen que el arte no es esto.

El cine de los Dardenne habla siempre de los más vulnerables y los niños ocupan el primer lugar en su denuncia de una Europa cuya integridad lleva demasiado tiempo cuestionada por lo que ocurre en las pateras que cruzan el mar Mediterráneo. Tori y Lokita es la historia de un niño y una adolescente que viven en un centro de acogida en Bélgica, donde ella espera arreglar los papeles que no le conceden. Ambos se han jurado fraternidad eterna después de volver a nacer dentro de la embarcación que los trajo desde África a Italia. De esa hermandad nacida en el sur de Europa conservan una canción en italiano que será la nota sentimental de una película áspera y cruda, en la línea habitual de unos cineastas que desde finales de los años noventa abrieron el camino de un nuevo y subversivo cine social. Tori y Lokita es una película sobre el amor entre dos niños, sobre unos lazos familiares imaginarios que son pura supervivencia, y sobre cómo las mafias se lucran y aprovechan de un vacío legal por el que se cuelan todo tipo de historias espantosas. Tori y Lokita solo es una de esas historias. Un grano de arena que duele como una pedrada en la frente. 88 minutos secos que no dan tregua, sin adornos ni zonas valle.

La película arranca con un primer plano de la debutante Mbundu Joely mientras la burocracia la somete al interrogatorio que dictaminará si puede acceder o no a su documentación legal. El magnetismo de Mbundu Joely, la verdad de su inocencia maltratada, es uno de los grandes aciertos de un filme que, como es habitual en los Dardenne, pega la cámara a sus dos personajes principales sin que eso implique hurgar en los horrores que padecen. Al revés, el respeto hacia los dos niños, esa manera de no arrebatarles bajo ninguna circunstancia su dignidad ante la cámara es lo más radical y emocionante de una manera de filmar en la que basta un primer plano de la tristísima Mbundu Joely para decir todo lo necesario.

A su lado, el niño Pablo Schils, ese hermano ficticio que representa su única tabla de salvación, aporta la picardía del superviviente. Listo y maduro, protege a su hermana como ella lo protege a él. En una secuencia memorable en la que ella no puede conciliar el sueño después de haber sido humillada por uno de sus explotadores le canta una canción mientras el niño se queda dormido. Son siameses en una selva donde reinan los delincuentes sin escrúpulos y los burócratas sin rostro. Si Cristian Mungiu convoca en R.M.N al nuevo monstruo de Transilvania, la xenofobia, los Dardenne nos recuerdan quiénes son, ante esa bestia, los más vulnerables y desprotegidos.

Después del mazazo de los Dardenne, se presentó Nostalgia, del italiano Mario Martone, una película en las antípodas en su forma. Basada en la novela homónima de Ermanno Rea, Nostalgia habla de las trampas que encierra idealizar el pasado hasta convertirlo en una de esas postales desgastadas por el filtro edulcorado de la memoria. El filme sigue los pasos de un hombre interpretado por el actor Pierfrancesco Favino que regresa a su Nápoles natal después de 40 años viviendo en el extranjero para reencontrarse con el que fue su mejor amigo, ahora convertido en un capo de la Camorra. Podría haber sido un viejo wéstern (algo que incluso enuncia uno de los mejores personajes del filme, un cura de barrio ocupado en salvar de la calle a los adolescentes de su parroquia), pero en sus dos largas horas falta acertar con el tiro. Sobran demasiadas cosas y lo central, ese duelo insalvable entre dos viejos amigos, se despilfarra de manera tosca.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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